Cómo no extrañar el modo en que miraba Hebe Uhart, la mejor cuentista argentina que murió a los 81 años, su asombro y su curiosidad insaciables, esa forma que tenía de ser y de estar en el mundo, de andar de aquí para allá, de meterse en el barro de los pequeños pueblos para “tirarle” la lengua a sus habitantes y descubrir las historias de los refranes, en los que encontraba algo así como los misterios del mundo revelados en el habla. Nadie tenía un oído tan abierto, tan poroso, para escuchar a los otros. Sentía fascinación por cómo construían las frases los paraguayos: “la mujer-tiniebla” estaba entre sus preferidas. Pero todo lo que se escriba sobre su obra –muchos de sus primeros libros hasta no hace tanto, apenas poco más de una década atrás, se conseguían en librerías de saldo de la avenida de Mayo, como La luz de un nuevo día (1983)– suena demasiado ampuloso ante la sencillez de una mujer que disfrutaba de sus plantas en ese bellísimo balcón de su departamento de Almagro, o que podía charlar horas sobre el comportamiento de los animales. El mundo de los escritores, el hecho de que se creyeran importantes y no pudieran dejar de ser el centro del universo, le producía fastidio. Quienes la hayan visto reír, esa carcajada cortita y explosiva que le fruncía la cara y por la que asomaba una especie de niña pícara en estado de sorpresa y observación, se guardarán esas sonrisas, como quien colecciona expresiones o neologismos que ella puso sobre las páginas de muchos de sus textos: el “pordelantear” de Leonor o “cómo loquean las estrellas” de una de sus crónicas de viajes.

El tesoro literario más preciado, esa cruza singular entre el ruso Antón Chéjov –lectura obligatoria en sus talleres literarios, especialmente la Autobiografía– y el uruguayo Felisberto Hernández, a quien ella consideraba su maestro, nació el 2 de diciembre de 1936, en Moreno. Cuando estaba aburrida porque no había ningún chico que quisiera jugar con ella, la nena de nueve años, que miraba lo que la rodeaba con una curiosidad felina, se sentaba a una mesita y escribía. “A los catorce o quince, escribí unos versos horribles: ‘Quisiera ser un niño, pequeño e inocente, y crecer de pronto en experiencia y vida para ir no sé adónde…’”, se burlaba de ella misma en una entrevista con este diario en 2004, cuando se publicó Camilo asciende y otros relatos, que entonces era una especie de antología de sus mejores cuentos: la inolvidable “tercera dimensión” de “El budín esponjoso”, “Leonor”, “Guiando la hiedra”, “Querida mamá” y tantos otros, con un prólogo de Elvio Gandolfo. “En mi casa no tenía acceso a la lectura, apenas unos libros de mi hermano, que eran muy teológicos. No fui estimulada a escribir, nadie me pidió ni me obligó a que escribiera. Pero, seguramente, debe haber habido un estímulo subterráneo, alguna cosa que hay en las casas, porque, si no, ¿para qué mi mamá me contaba tantas historias? Hasta un primo, más culto, me dijo: ‘Tenés que leer a Neruda, a Guillén, a Vallejo’. Y los leí. Después entré en la Facultad de Filosofía y empecé a vincularme con gente sabia con la cuál hablábamos de libros”, comentaba Hebe para buscar una explicación sobre por qué le había picado el bicho de la escritura.  

Era una gran maestra en más de un sentido. Dio clases en escuelas del conurbano y en Capital –tiene cuentos notables donde la narradora es o fue una maestra, ahí está “¿Cómo vuelvo?”, interpretado en su versión teatral por la excepcional María Merlino–. El primer libro que publicó fue Dios, San Pedro y las almas (1962), en una edición de autor. Entonces decidió suscribirse a Los Recortes, una revista que traía las críticas de los libros que salían por si alguien lo comentaba. “No sé cómo esperaba críticas. Yo desconocía el mecanismo. Ni siquiera sabía que los libros se presentaban”, reconocía casi cuarenta años después de esa iniciación, que se prolongó con el que sería su segundo libro también de cuentos, Eli, Iamma sabachtani, que editó en 1963 gracias a un subsidio que le había otorgado el Fondo Nacional de las Artes. Ese libro sí lo presentó. “Invité a mis amigos y se pelearon esa noche, vino mediante, y nos fuimos unos para el norte, otros para el sur”, contaba y se reía para desdramatizar aquello que para otros podría resultar imperdonable, como estropearle la que había sido su primera presentación.

Hay una Hebe “periférica” –respecto al reconocimiento que recibió en la última década, el Premio de la Crítica de la Fundación El Libro o la distinción por su trayectoria del Fondo Nacional de las Artes– que se empeñaba en escribir los mejores cuentos de la literatura rioplatense y publicaba en editoriales de “cabotaje” que duraban un suspiro. En esta tanda entrarían las primeras ediciones de La gente de la casa rosa (1970), prologado por Haroldo Conti; La elevación de Maruja (una nouvelle de 1973) y El budín esponjoso (1977). Entonces, en los años 70 y buena parte de los 80, ella era eso que se suele condensar en la tramposa expresión “escritora secreta”. Pero conviene aclarar que la potencia y extrañeza de su narrativa es legible; rechazaba los textos pretenciosos, poco claros y con demasiados ripios. Profesaba, en cambio, una claridad que no renunciaba a la complejidad y a la extrañeza, a la emoción y a las aristas de una sensibilidad que nombraba y creaba mundos en su decir. No había falsa modestia cuando protestaba a su manera –que era cambiar de tema– porque Fogwill decía que ella era la mejor escritora de la Argentina. “¿Qué quiere decir eso? Nada…”. Y la conversación podía orientarse hacia el último viaje que había hecho, alguna anécdota sobre su novio borracho, su tía loca que tiraba baldes de agua a las paredes y humedecía la casa para siempre, o recomendaciones de lecturas que tenían que ver con los eclécticos materiales que recomendaba en sus talleres, donde podían convivir textos de Erskine Caldwell y Fray Mocho, el humor despampanante de Eduardo Wilde y las crónicas de Clarice Lispector o algún fragmento de Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique. Quien escribe estas líneas la conoció en la plaza Serrano, en un homenaje a Julio Cortázar. En el momento de la foto –¿por qué todos se desesperan por aparecer en las fotos–, Hebe se escapó ligerito, sin que los organizadores se dieran cuenta, encendió un cigarrillo y empezó a hablar de uno de sus gatos, el último que tuvo, al que le daban inyecciones sus alumnos de taller, cuando ya estaba muy enfermo.

La escritora “más pública” –la que empieza a tener más notoriedad, aunque aún le costaba que las editoriales editaran sus libros– emerge más hacia los años 90, de la mano de libros como Memorias de un pigmeo (1992), la nouvelle Mudanzas (1995), los cuentos de Guiando la hiedra (1997) y el momento bisagra con Del cielo a casa (2003), cuando cobra impulso definitivo gracias a la publicación en la editorial Adriana Hidalgo, donde también están sus libros de crónicas: Viajera crónica (2011), Visto y oído (2012), De la Patagonia a México (2015), De aquí para allá (2016) y Animales (2017). Recientemente, la misma editorial, en una edición a cargo de Julia Saltzmann, publicó Novelas reunidas, que incluye La elevación de Maruja, Algunos recuerdos, Camilo asciende, Memorias de un pigmeo, Mudanzas y Señorita. En esa recopilación está el texto que leyó en 2017, cuando aceptó el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas en Santiago de Chile. “Pienso y siempre pensé que la conciencia de la propia importancia conspira contra la posibilidad de escribir bien, más aún, pienso que la hipertrofia del rol le juega en contra a un escritor y a cualquier artista. Cuando veo que alguien hace gala de su rol, sospecho que no escribe bien. Y no soporto los cuentos en que los protagonistas son escritores, ni las películas sobre el tema”.

Querida Hebe: para conjurar el dolor que implica no volver a verte ni a escucharte… quizá muchos podamos repetir ese estribillo tan amoroso, que fue una especie de contraseña vital para tantos lectores: “Arre, hermosa vida”.