Conocí a Hebe Uhart hace más de veinte años. Enrique Butti, el escritor santafesino más creativo y controversial de la ciudad, había ideado unos encuentros literarios, los Fanny Ubeda (llamados en honor a la mucama de Borges) en un club en las afueras de la Santa Fe, donde leíamos cuentos y poesía.

Yo escribía horrible, pero horrible, horrible. Y quería que Hebe me enseñara. En un momento, cuando ella fue al baño, yo fui también a orinar en el de al lado (Hebe no diría orinar, sino pillar). Le pregunté si podía ir a sus talleres y me dijo que sí, "nena, nena", como me llamaba ella, nena dos veces. Del año ‘96 al ‘99 fui a su taller a Buenos Aires: no me cobró nunca. Nunca, nunca. Al principio era los sábados. Venía una vez por mes, y así conocí a los escritores, hoy amigos, Franco Vaccarini y Eduardo Muslip. Llevábamos algo para picar, pastafrola, esas cosas. Ella servía licorcito, o Franco llevaba vino casero de sus parientes de Liniers.

Aprendí a escribir con ella, pero sobre todo a corregir. Todavía la escucho, escucho su voz como ella decía que debíamos escuchar a los personajes. La recuerdo regalándonos fotocopias de cuentos, de autores brasileños o uruguayos que ella conocía. Hablaba de esos autores como de piedras preciosas escondidas.

Aprendí de ella que era en las editoriales pequeñas e independientes donde uno podía mejor mantener su voz y su dignidad. En el mundo de hoy donde todo debe ser vendible, esto ya no parece ser un valor. Recomendé su taller a todos los amigos que tenía. Leonel Giacometto fue y, después, comentábamos con él en Rosario cosas, como cuando él quiso escribir un cuento, y ella le hizo pasar la hora mirando una revista con ilustraciones de monos.

Algunos, en los últimos años, hicieron ver que ella era una especie de maestra zen y nada estaba más lejos de Hebe que sistematizar una sabiduría, cualquiera que fuera. Hebe fue y será siempre Hebe Uhart; fue y será mi maestra. Que viva mucho, mucho, en los corazones de sus lectores.