Desde el cuartel general, desde el campo de batalla, desde la tierra arrasada y marcada por la sangre de indios, soldados y generales, santafesinos y porteños, ganadores y perdedores escriben sus partes de batallas de la guerra civil.

El ejército de ocupación tiende a ver a los civiles como a una muchedumbre enemiga sujeta al derecho de conquista. La brutalidad suele ser el rasgo dominante de la acción militar. Las instrucciones de Álvarez Thomas son reconquistar Santa Fe por medios pacíficos pero, si se pierde una eventual batalla, prender fuego a los pertrechos de guerra.

“Buenos Ayres -piensa Artigas-, nos envuelve en nuevas complicaciones, por más que busco la paz me provoca la guerra. Si Buenos Ayres quiere dominar, que compre las armas a costa de su sangre”.

El coronel Viamont llega a Santa Fe el 25 de agosto de 1815, a bordo del “Aranzuzú” con fusileros, granaderos, cazadores, infantes, artilleros y húsares.

Artigas había exigido al Cabildo de Santa Fe que ordene el retiro de las tropas de Buenos Ayres. “Entonces las mías ni pasarán ni se acercarán a ese destino. De lo contrario esa fuerza alarmante será un escollo insuperable: se perpetuarán las hostilidades y yo no respondo de los desastres”, avisa el Protector.

Pascual Diez de Andino lo está esperando a Viamont en el muelle como secretario del Cabildo. Apenas lo divisa le extiende el oficio que en términos mesurados ordena la cancelación de las operaciones.

–- La suspensión del desembarco es el único remedio para evitar los males que anuncia Artigas –le explica Andino.

 –- Señor, los presagios del jefe de los orientales no pueden ser un obstáculo capaz de detenerme –responde Viamont.

Andino vuelve al Cabildo con la confesión del invasor de que no habría intenciones hostiles. Una hora después, se acepta el desembarco. Los porteños se alojan en la aduana, en los galpones de los jesuitas, en el templo de La Merced y en la chacra de Crespo, y cuando recorren las calles se vuelven prepotentes. El oficial del Regimiento 10, José Gabriel Oyuela, se traslada hasta la casa de Mariano Espeleta, sargento mayor de la plaza, lo insulta y lo invita a pelear. Nadie contesta la provocación.

Otro oficial que se desplaza a caballo por la calle de la Aduana se cruza con el vecino Mariano Vera. Discuten a los gritos pero ninguno se baja de sus caballos. La pelea está en otra altura. El porteño saca su espada y le produce una herida en la cabeza al santafesino. Vera, sin armas, apela a su látigo de cuerda, sujeta firme la vara que hace restallar, una, dos, tres veces sobre el cuerpo del adversario, ante la mirada de los que celebran el castigo, y emprende la huida.

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Muere Candioti. La facción porteña elige a Juan Tarragona como gobernador de Santa Fe. El cabildo convoca a la elección del mandatario pero una compañía de blandengues al mando de Francisco Aldao desarma a la guardia, toma por asalto la sala consistorial, expulsa a sus electores y anula el sufragio. “La parte sana del pueblo” acude a la casa de Viamont. El cabildo y la Junta –explica el coronel– deben olvidar las diferencias y ser como antes: Santa Fe, tenencia de gobierno sujeta a Buenos Ayres, alejada del sistema de los pueblos libres.

“Adjurar del error o de causas forzosas, como sucedió el 24 de marzo de 1815, con las tropas orientales entrando a Santa Fe, ha producido en el Ayuntamiento el saludable grito de una convicción sincera para restituirse a la protección de la capital”, dice el acta de la deshonra que firman capitulares y vecinos. Tarragona, títere de los porteños, nombra para la Comandancia de Armas al teniente coronel Troncoso. Con aplausos de muy pocos, se quita la bandera federal y se enarbola la celeste y blanca de Belgrano.