Conocí a Giuseppe Tornatore, para mí Peppuccio, porque me llamó Franco Cristaldi. Quería que compusiese la música de una película que estaba produciendo. Yo ya estaba muy comprometido y a punto de comenzar a escribir los temas de Gringo viejo (1989), de Luis Puenzo, con Jane Fonda, Gregory Peck y Jimmy Smits, de modo que le dije que no podía. Él insistió tanto que colgué el teléfono casi enfadado. Poco después volvió a llamarme para decirme que, de todas formas, iba a mandarme el guion: “¡Léelo y después decide!”.

Lo leí, porque Cristaldi era un gran amigo mío y porque siempre habíamos trabajado bien. Al leer la escena final de los besos, caí rendido a su película. Dejé Gringo viejo y me dediqué a Cinema Paradiso.

Son cosas que pasan en la vida: a veces te topas sorpresivamente con algo que has de atreverte a seguir. Aquella escena me impactó muchísimo ya en la página escrita. Cuando vi cómo la había realizado Tornatore en la pantalla, confirmé la primera impresión que había tenido de su valía y de su talento narrativo y cinematográfico. Narrar la historia del cine a través de los besos censurados por un cura de pueblo me pareció una idea fantástica. Nunca he entendido por qué le pidió a Cristaldi que me llamara, en vez de hacerlo él mismo: quizá Peppuccio fuera demasiado tímido.