La historieta tiene una larga tradición de adaptar grandes obras literarias. Para muchos, esto siempre fue un ejercicio de “acercar la lectura a los chicos”. La adaptación de La ciudad de cristal fue una de las primeras en romper con esa idea vetusta que considera al medio como una “puerta de entrada” o una forma “fácil” de acceder a otros relatos. Lo de Paul Karasik y David Mazzucchelli en este libro demostró fehacientemente que la historieta como lenguaje podía resignificar y expandir una obra realizada en otro medio, con sus propias complejidades y riqueza de lectura. Lo llamativo del caso es que, como confirma Art Spiegelman en el prólogo de la notable edición de Navona Gráfica, fue el fruto de años de laboratorio editorial.

La historia de su producción es bastante conocida. Después de romper moldes en la revista Raw, Spiegelman publicó como libro su influyente Maus. Hombre astuto y buen lector del ecosistema editorial, descubrió que Maus estaba solo en las bateas. Si había historietas en las librerías (las no especializadas, claro), no solían ser para adultos, o de temas serios o de asuntos pretendidamente intelectuales. Su gran obra necesitaba compañía. Y el dibujante se puso a unir amigos escritores y dibujantes, a ver qué conseguía. La más exitosa de esas colaboraciones fue, justamente, La ciudad de cristal. Porque claro, ayuda mucho ser amigo de Paul Auster y que este ofrezca su apoyo al dar el ok para adaptar su libro a un lenguaje poco atendido por los intelectuales de su época. Las minucias de la historia las desgrana Spiegelman en su prólogo. Aquí es más pertinente hablar del resultado.

Porque Karasik y Mazzucchelli (ya que es imposible mensurar la influencia de los comentarios de Auster durante su producción) logran un tipo de historieta muy particular, donde es posible rastrear sus orígenes literarios y, a la vez, permite pensarla sólo como historieta, pues en algunos pasajes apela a recursos gráficos que serían difíciles de traducir si el movimiento fuera a la inversa, del dibujo a la prosa. Uno de esos logros formales es el de ilustrar los devaneos mentales que el protagonista sufre cuando habla con distintos interlocutores. Mientras su mente viaja o reconstruye con imágenes las ideas que comparte, el diálogo va por otro carril que se aleja o confluye. Ahí hay una riqueza expresiva que es factible para la literatura, pero sólo señalando explícitamente las idas y vueltas entre el universo interior de los personajes y el resto del mundo. La historieta, aquí, lo logra con solvencia y economía de recursos.

Además de esos movimientos formales especialmente buenos, el trabajo de Mazzucchelli aquí es excepcional. Es sólido de punta a punta, propone una narrativa que jamás impide seguir la lectura ni aún cuando sus páginas reflejan el estado mental “perturbado” –a falta de mejor palabra– del protagonista. Si era una historieta para adultos que nunca habían leído una, o no lo hacían desde su infancia, el dibujantes aquí consigue una narrativa que allana todos los caminos sin resignar calidad, complejidad ni deshonrar la obra de origen. Si el dibujante ya había puesto su sello en el cómic de superhéroes mainstream al colaborar con Frank Miller y publicar Batman: año 1 y Daredevil: Born again durante la década del ‘80, aquí al abordar la (mal llamada) “historieta seria” demostró ser un historietista excepcional.