Había que ver a Isabelle Huppert hace un par de semanas recibiendo su Globo de Oro, como una jovencita entusiasmada con vestido de princesa, para comprobar con admiración la diferencia radical entre esa cara, esos gestos, esa mujer, y el personaje de Huppert en Elle, la última película de Paul Verhoeven, que le valió la nominación y el premio. En Elle, Huppert es Michèle Leblanc, una mujer que nunca sonríe y si lo hace es con ironía o desprecio. Michèle es la directora de una empresa que diseña videojuegos y como si la ficción de esos mundos violentos se metiera de pronto en la realidad de su mundo parisino, no bien comienza la película un hombre enmascarado se mete a la fuerza en su casa, la golpea y la viola frente a la mirada aparentemente escrutadora, pero en verdad inútil y hasta indiferente, del gato que ella tiene como mascota.

Verhoeven eligió empezar la película con la cara del gato porque sí, según dijo en una entrevista, pero claro que una carrera como gran director de películas de género le habrá hecho saber hasta qué punto el cine se construye en el juego de miradas, la de quienes ven la película incluida. Y en cierta crueldad, claro, porque estamos ahí para ver lo que pase sin intervenir, desde la inmersión en la seguridad de un mundo paralelo como el gato de Michèle. A partir de ahí, sin embargo, todo es peligro: Elle es brillante en sostener el suspenso con respecto a la identidad del violador y al mismo tiempo crear una atmósfera de peligro tan perceptible -porque todxs estamos con Michèle en esa casa maldita que parece tener infinitas ventanas- que algo de la experiencia de ser una mujer en este mundo y recibir el miedo como una especie de destino se cuela por ahí.

Pero solo hasta cierto punto: la verdad es que Elle, casi tanto como todas las películas de Verhoeven, pertenece a las ficciones del cine antes que nada, y es solo su indefinición genérica y la manera en que plantea por momentos las relaciones de Michèle con su entorno, al parecer en clave realista, lo que la pone en un lugar diferente a Bajos instintos (1992), Showgirls (1995) o la mismísima RoboCop (1987). Lo cierto es que en Elle todo es hiperbólico: el pasado de la protagonista, que resulta ser hija de un criminal con una especie de récord en cantidad de víctimas ejecutadas en una callecita apacible de Francia, su historial con los hombres, incluido un ex marido que la golpeaba y empleados varones que la odian y temen por igual, su atracción con un vecino de enfrente que tiene una esposa buena y dulce, o la extrañeza de tener un hijo que es lo contrario de ella y se deja maltratar por la novia embarazada.

Elizabeth Berkley, Show Girls (1995)

Quizás la clave de todo esté en esa dimensión de videojuegos que Verhoeven decidió agregar a la novela en que está basada Elle: en las pantallas de la oficina de Michèle puede verse a una joven guerrera semidesnuda que pelea inmutable contra una serie de monstruos grotescos, incluido un monstruo violador que le perfora el cerebro con uno de sus fálicos tentáculos. En un momento ese personaje femenino tendrá la cara de Michèle porque alguien, al parecer un empleado resentido, modificó groseramente una versión del juego para que uno de esos monstruos viole con sus tentáculos a una especie de meme digital de la jefa. Pero no crean que Michèle es la clase de mujer que se retira avergonzada ante ese tipo de humillación; tanto frente a esa ofensa como frente a la violación misma, Michèle Leblanc se comporta un poco como las protagonistas de los videojuegos, no se detiene ni un segundo a registrar emociones (o al menos visibilizarlas) y avanza implacable con la venganza y la justicia por mano propia como mira.

Ssharon Stone, Bajos Instintos (1992)

En el registro más o menos realista que maneja por momentos Elle una podría confundirse preguntándose cómo hay que interpretar a ese personaje y su psicología, pero Michèle está desprovista –o liberada, por qué no– de esa dimensión demasiado humana, y basta ponerla al lado del resto de las heroínas de Verhoeven para entender que todas esas mujeres, a su manera, son RoboCop. Ahí está Catherine Tramell, el personaje de Sharon Stone en Bajos Instintos (2002) que pasó a la historia por un cruce de piernas imposible que le dejó la concha al descubierto frente a un grupo de policías que la estaban interrogando y no pudieron más que tragar saliva y quedarse paralizados, entre el deseo y el terror. Bajos instintos, por si no recuerdan, era ese thriller en el que una mujer hermosa asesinaba a un hombre mientras cogían con un pico para hielo, y al detective interpretado por Michael Douglas le tocaba investigar el caso. Como cordero a degüello, el detective entendía desde el primer minuto que la sospechosa era ese tipo de mujer que puede arruinar a un hombre, la femme fatale en una versión literal y obscena: “¿Hace cuánto que eras la novia del difunto?”, le preguntaban los policías; “No era la novia, me lo estaba cogiendo”, contestaba el personaje de Stone. “Me gustaba coger con él”.

Catherine Tramell podrá parecer por momentos Kim Novak en Vértigo –de hecho la película también está situada en San Francisco, como la de Hitchcock– pero en una versión de mujer fatal exacerbada, que no sólo lleva al varón a la perdición porque lo hace enamorarse sino porque está provista de un objeto fálico y punzante y bien concretamente lo asesina. Como ese agente de policía en RoboCop, asesinado y mutilado cruelmente, al que se resucitaba en una versión robótica de sí mismo para ejercer justicia en una ciudad de criminales, las protagonistas de Verhoeven –incluida la judía que ve morir a toda su familia bajo las balas nazis por culpa de un traidor en Black Book (2006)– le dan la espalda a un pasado traumático y avanzan entre la falsedad de una sexualidad dirigida al varón que es máscara, superficie, herramienta y arma. Pueden aceptar que las reglas del juego impliquen que sus cuerpos estén diseñados para la mirada y el placer masculinos, pero solo como simulación que saben usar para sus propios fines. 

La stripper de Showgirls que interpretó Elizabeth Berkeley también era una vengadora y en la película aparecía más desnuda todavía que Sharon Stone en Bajos Instintos. Probablemente Showgirls sea la mejor de estas películas de Verhoeven, la más ambigua, deslumbrada entre la fealdad plástica y los colores burdos de Las Vegas y una actriz tan sacada en su papel que por momentos parece simplemente un error, y en otros una máquina de sexualidad furiosa tan desatada que parece capaz de devorarse el mundo (sin que le importe, por otra parte). Sorprendentemente, Verhoeven y sus actrices son capaces de ejecutar esa magia por la cual una mujer puede estar completamente desnuda, cubierta de brillantina y contoneándose frente a un montón de miradas cachondas, y al mismo tiempo ser todo lo contrario a un objeto. Porque el cine de Verhoeven es ante todo espectacular y sus mujeres, además de no corresponderse en ningún punto con estereotipos de mujeres dulces, afectivas o sensibles, son cuerpos que representan algo así como la sexualidad tensionada al máximo, abierta, estirada, visible y mortal. Mostrar las tetas, abrirse de piernas y que asome la concha son detalles menores, no licencias dolorosas frente a algo que debería permanecer sacralizado y escondido.

Pero si todas estas películas tienen otro punto en común, la contracara de esa sensualidad destinada al varón y el opuesto de un amor romántico centrado en la pareja heterosexual que en el cine de Verhoeven no existe, es que hay una verdad de las relaciones entre mujeres que atraviesa todas estas historias, lateral y sin embargo constitutiva. El único instante de ternura en Showgirls es un beso, con un poco de lengua y una complicidad hermosa, entre la protagonista y su gran Némesis, Christal Connors, antes de despedirse con un memorable “Bye, darling”. Y en el caso de Michèle Leblanc, si está dispuesta a atravesar como una fiera ese laberinto de tipos violentos que la película le pone por delante es porque allá, al final del todo, también la espera otra clase de paraíso.