A mediados de los años 50, en el mercado editorial argentino se supo de la aparición de una misteriosa editorial que apostó a formar un catálogo con afamados autores homosexuales europeos. Se llamó Tirso y operó, en medio de todas las formas de la soledad y la adversidad imaginables, entre 1956 y 1965. Publicó 32 obras entre cuyos autores estuvieron André Gide, Roger Peyrefitte, Julien Green, Roger Martin du Gard, Henry de Montherlant, Marcel Jouhandeau y Carlo Coccioli. Fue fundada por Abelardo Arias (novelista exitoso, preocupado por la historia política argentina y gran cronista), Renato Pellegrini (novelista) y Anteo Silvio Savi (ilustrador y diseñador), bajo una idea del primero.

60 después de aquel emprendimiento que fue palabra prohibida para la prensa y los círculos literarios consagrados, Anteo (nacido en 1928) nos recibió en su casa. Sus valiosas donaciones hicieron posible la creación del Archivo Abelardo Arias/Tirso que próximamente integrará el Departamento de Archivos de la Biblioteca Nacional y estará a disposición de los investigadores interesados.

Anteo, quise estudiar tu vida pero encontré muy poco. Tengo entendido que de muy joven te dedicaste al arte y que estudiaste con Emilio Pettoruti; una actividad que seguís cultivando hasta el día hoy.

Sí, estudié con Pettoruti. El taller estaba enfrente de Plaza Rodríguez Peña, entre Callao y Rodríguez Peña, casi Callao. Un viejo taller, una vieja casa, que fue inspiración para Manuel Mujica Lainez, que hizo novela llamada “Los cisnes”. Ahí también tenía su primer taller Lucio Fontana, Molina Salas (la hermana de Florencio Molina Campos) y varios artistas también, los que empezaron con la escultura cinética y todo eso. Al frente había una academia de baile español que es la que más destaca Manucho. Era una gran mansión que estuvo abandonada mucho tiempo. Se llamaba “de los cisnes” porque en el fondo tenía una fuente muy hermosa, que se decía que había cisnes en su época de esplendor. Y todavía está, es un estacionamiento.

¿Cómo conocés a Abelardo Arias?

Más o menos en la misma época. Porque en ese entonces en el Pellegrini había unas clases de literatura y de castellano muy severas, no como ahora, y creo que había una profesora que nos había puesto como trabajo una comparación de la “Fedra” de Racine con la de no me acuerdo quién. Y bueno yo no encontraba los materiales en la biblioteca Pizzurno, no encontraba una traducción, y me dijeron “andá a preguntar en la Facultad de Derecho que ahí hay un señor que sabe mucho de literatura francesa y te va a orientar” y ahí lo conocí a Abelardo. La biblioteca estaba donde hoy está la Facultad de Ingeniería de la UBA, la que está en Las Heras, ese edificio gótico. Funcionaba en el último piso. Estamos hablando más o menos del año 48.

Fuente: Departamento de Archivos de la Biblioteca Nacional.
Arias con Di Benedetto e Iverna Codina.

¿Y cómo comienza la historia de la editorial Tirso?

Abelardo fue becado a Francia en el 52, y ahí se empezó a relacionar con gente de la literatura. Estuvo seis meses. En el 55 fui con él a Francia. Y ahí ya nació la idea de traducir algunos libros, de poner una editorial con Renato Pellegrini. Yo no lo conocía a Renato, era muy amigo de Abelardo de antes. Vivía en Campana, sabía mucho francés también y estaba muy empapado en literatura. En el primer viaje, Abelardo conoció a Sartre, Julien Green, Cocteau, Roger Martin du Gard, Peyrefitte, Carlo Coccioli. En ese entonces estaba muy al tanto de las movidas literarias. Con la situación económica y la diferencia de cambio llegaban a Buenos Aires todas las revistas. En los kioscos, sobre todo del Barrio Norte, se recibía semanalmente París Match. Yo compraba France Soir que era un diario más chimentero de París y Point de Vue. También Abelardo tenía idea de lo que pasaba por sus contactos en la embajada y por ser becario. Se había conectado mucho desde la casa de una amiga donde estuvo parando. Desde ahí había hecho relación con la Duquesa de La Rochefoucauld que tenía un salón literario, y ahí estaba de Montherlant.

¿Cómo comienza a funcionar Tirso? ¿Cómo era la división del trabajo? ¿De dónde salió el nombre?

No me acuerdo de quién fue “Tirso”, si de Abelardo o de Renato. El que eligió la “T” fui yo. La “T” del sistema de la divina proporción de Luca Pacioli. El nombre creo que fue entre ellos dos. Nos dividíamos así: Abelardo conseguía los autores y arreglaba con las editoriales de Francia, se carteaba. Las traducciones eran de Abelardo y Pellegrini. Y yo las ilustraciones. También la mayor parte del dinero lo puse yo. Sí, porque había cobrado una herencia por daños de guerra en Italia, entonces tenía en ese momento dinero disponible para pagar los derechos. Nunca lo recuperé: ventas se hicieron bastante pero los libreros eran terribles con lo que cobraban. Se cobraba un puchito que era para pagar la imprenta o hacer publicidad, o comprar otros derechos.

Tirso nace en 1956. El primer libro es Las amistades particulares de Roger Peyrefitte. Fue una tirada de 3000 ejemplares que generó inmediatamente mucho revuelo. Después se interpuso una prohibición municipal que se logró levantar. Luego salieron dos ediciones más: una segunda de 3000 ejemplares y una tercera, versión pocket. ¡Un récord!

La aparición fue un gran escándalo porque era una publicación directamente homosexual. En ese entonces estaba todo muy perseguido. Por suerte tuvimos varios periodistas que lo defendieron bastante, entre ellos Blackie. A Peyrefitte lo vi una sola vez en un restaurante en París pero no lo traté nunca. Él hizo muchas novelas y le gustaba mucho el escándalo. Buscaba temas medio escabrosos. Las amistades particulares creo que la llevaron al cine en Francia y no tuvo mucho éxito.

Fuente: Departamento de Archivos de la Biblioteca Nacional.
Foto de una versión ligera de la historia del Minotauro, a bordo de un carguero que los traía de Grecia

¿Tenían idea de los riesgos que tomaban en esa época? ¿Lo conversaban en las sobremesas?

Sí, pero se fue para adelante. Abelardo tenía idea porque conocía todo el mundo editorial y sabía que esa rama siempre había estado relegada, desconocida, se sabía por traducciones pero muy poco. Había recibido el Premio Municipal de literatura en Buenos Aires y en Mendoza, trabajaba en la biblioteca del Colegio de Escribamos pero, por suerte, a él no se le hizo ningún cuestionamiento por este tema. Pero esta suerte fue solamente de él. Tirso siempre tuvo problemas legales y la prensa y el mundo literario fueron indiferentes.

Tirso se interrumpe en el 65. ¿Fue por cuestiones económicas o por el costo moral de remontar los escándalos y las dificultades? En el medio estuvo la altisonante prohibición de Asfalto de Pellegrini, con una condena al autor incluida.

Fue una crisis comercial y aparte el cansancio de todos nosotros de estar haciendo demasiadas cosas que nos superaban. Yo trabajaba de otra cosa, Renato se retiró un poco de la literatura, y Abelardo entró en el Colegio de Escribanos, empezó a viajar más seguido a Europa invitado de varias instituciones; además empezó a publicar mucho en Galerna, en Atlántida y en Sudamericana. Después Sudamericana fue su editor exclusivo, y a partir de ahí no pudo dedicarse más que a eso. Así que ahí se fue apagando el entusiasmo y cada uno tomó después su rumbo.

Por lo que me decís se ve un movimiento trabajoso de Tirso hacia los autores. ¿No sucedió lo inverso? ¿No se acercaban a Tirso escritores argentinos del palo, atraídos por un catálogo de tanto renombre homosexual, único -además- en habla española?

No se acercó nadie. Nadie. Estaban todos muy miedosos. Cada uno se guardaba mucho su prestigio. El único que más o menos seguía de cerca Tirso pero tampoco se animó a hacer una adhesión muy pública era el gran amigo de Abelardo, Manucho. Por ejemplo, escribió un prefacio para “Asfalto” pero no lo firmó.

En 1959, desde la revista Sur, Héctor A. Murena dijo que Tirso tenía un criterio extravagante de selección de autores. Publicar solo homosexuales era tan extravagante como elegir autores solamente morenos o solamente rubios. ¿Recordás ese escrito?

No mucho. Fue en “Sur”. La única anécdota puedo contarle es que Murena vivía a una cuadra de donde vivía el hermano de Abelardo ahí sobre Las Heras y Coronel Díaz y cuando murió la municipalidad quiso ponerle una placa y el consorcio se opuso. Así que no sería un vecino simpático -supongo- para la casa.

Entonces, había poca o nula interacción de Tirso con el mundo literario oficial de aquel entonces. ¿Fue así?

Sí. Del mundo literario el único que nos atacó fue Murena. Después lo que hubo fue silencio. Eso fue creando un clima raro. Abelardo nunca quiso colaborar con Sur. Tampoco era que le pedían mucho. No sé porque tenía una cierta distancia con Sur, no con Victoria. Después el reconoció que con Victoria estuvo mal porque cuando era directora del Fondo Nacional de las Artes fue la que le dio el préstamo para comprar su departamento y le otorgó un préstamo cómodo, importante. Siempre tenía como un resentimiento hacia ella, la imaginaba mucho menos accesible; será porque la asociaba con la amistad de Pepe Bianco o Murena, y entonces por reflejo le ponía ese tabú a Ocampo. A Bianco no lo traté mucho, pero no era un tipo simpático.

Viajaste varias veces a París con Abelardo. ¿Cuáles eran los circuitos por los que transitaban quienes estaban interesados en la homosexualidad y la literatura? ¿Había alguna organización que discutiera asuntos políticos?

Había una revista que se llamaba Arcadie. Era una publicación mensual que resumía las obras literarias que se referían al tema. La revista no circulaba por los kioscos. No. Había que estar abonado y se recibía por correo. Con el tiempo, la revista fundó un club que se reunía en París una vez por semana y hacían reuniones sociales. Fue una de las pioneras de ese tipo. Estuve en una reunión. El temario era de la gente en general. Se buscaba agrupar, unir. El hombre que la había fundado defendía algunas causas que habían tenido algunos muchachos. Algunos problemas con la policía o alguna cosa. O que no tenían ayuda social. La revista, en sí, era totalmente literaria pero las reuniones del club eran amplias, completamente sociales. Abelardo fue nombrado representante en Argentina, ofreciendo aquí la misma ayuda. La revista y el club no tomaban ninguna orientación política como se puede entender ahora, solamente se comentaba la discusión sobre la ley de la libertad sexual. En ese entonces la cuestión era ilegal. Creo que dejó de aparecer cuando fue la rebelión estudiantil del 68. Una vez, durante una reunión en un departamento del director de la revista, nos llevamos una sorpresa: en un momento pusieron música y dos muchachos bailaron. Yo no, y Abelardo tampoco. Pero dos muchachos bailaron, una cosa que uno no había ni siquiera pensado alguna vez. Después, de regreso acá uno se daba cuenta de la libertad. Pero allá me sentí muy cohibido, porque no estaba acostumbrado a esas cosas y me parecían poco… No me ubicaba, no me sentía bien. Qué se yo.

Anteo es un señor elegante. Tiene un hablar breve y serio que combina con amabilidad y precisión a la hora de responder las preguntas. Curiosamente, una de las pocas veces que se explayó sobre una situación lo hizo sonriendo, mirando mucho más al recuerdo que al entrevistador. Varios de sus viajes a Europa los hizo en barco; algunos duraban cerca de un mes, otros cerca de tres. Una vez -no pudo precisar si a fines de los sesenta o principios de los setenta- compartió un largo viaje de regreso a Buenos Aires con la escritora Luisa Mercedes Levinson, Abelardo y otros amigos. Viajaban en un barco carguero. Se les ocurrió hacer una obra de teatro basada en la historia del minotauro. Anteo nos trajo las fotos. Acaso repitiendo su rol en la editorial ofició de escenógrafo y ambientador. Lo hizo a lo grande y estuvo atento a todos los detalles: en alta mar consiguió pintura e hizo un escenario multicolor de fondos griegos (con columnas incluidas), con el papel plateado de los atados de cigarrillos esculpió cuernos, cinturones y coronas y puso brillo en algunos atuendos, y con la cinta roja y negra de la máquina de escribir de su amigo Abelardo, fabricó una barba frondosa que puso a colgar del rostro recio de uno de los personajes, hasta hacerla rozar con el torso desnudo. Era una representación muda pero con algunas palabras en griego (“labírintos”, “fármacos”). “La tripulación se emocionó. Claro, era un barco de carga y no tenían ninguna distracción. Así que nos veían como a unos locos, estábamos afuera de lo que ellos podían haber visto.”