Entre decenas de rostros, el primero que uno busca adivinar apenas se pisa el aeropuerto de Bangkok, fatigoso edificio ultramoderno (al menos para la loca que, como el cronista, viene del modesto sur americano) es el de una ladyboy. Acreditar, como un bobo, la validez de cierto rumor universal, como es la existencia en el sudeste asiático de un multitudinario colectivo que vive en las afueras del remanido número dos del género; en un estado de sensualidad permanente celebrado a voces por la picaresca masculina occidental. Tailandia, el país que ha poblado el mundo de una leyenda caliente sobre la belleza de sus travas, sus trans, sus cross, en fin, de todo aquel cuerpo que elije quitarse de encima la imagen de tipo, la imagen-tipo de varón, sus mamposterías y modales, esas hiper féminas que los thais denominan desde hace siglos katoei.  

La marica envidiosa de Buenos Aires enseguida se dirá que éstas, por designio genético, la tienen fácil, al menos comparado con el de la áspera fisonomía caucásica. Apenas unos esfuerzos mínimos matinales, un cuidado de sí que no supera la clásica cosmética de entrecasa, una mera atención sin intensidad de los poros y los pelos. Como si en su ruta hacia el oeste, la seda codiciada hubiese revestido la fina estampa de las katoei. Casi todas delgadas, más altas de lo común (aunque las hay tan gordas como esta cronista, que en sus noches en vela pensaba que no todo está perdido, que podría ofrecer en la zona roja de Patpong su corazón triglicérido).

Los blogs de turistas occidentales debaten sobre “el fenómeno” de las ladyboys, qué cómo puede ser que un pueblo haya parido en su seno a tantas. De cada seiscientos nacidos bajo el sexo masculino, uno será katoei. Entre los pobres, una suerte: tendrán para cuidar a sus ancianos a una persona “con la dulzura de una mujer y la fuerza de un hombre”, así dicen.

Los fundamentalistas de la heterosexualidad advierten al joven desprevenido (sic) que debe “tomar en cuenta antes de ir a la cama, sin disgustos ni confusiones, el tamaño de las manos, los pies, y sobre todo el timbre de voz de la candidata” si esta suena como un no tan estudiado simulacro, cuando desde los locales de sexo ofrece con el eufemismo de body massage, y el más zarpado de happy ending, los placeres más corrientes, dando por sentado –o no– que nadie se negará a su docta boca y a sus curvas alumbradas por las hormonas, la mayoría de las veces desde la pubertad. Cualquier persona que vaya a una farmacia puede pedir su set de feminización sin receta. Aunque cuando se da el paso a la vaginoplastía –3500 a 5000 dólares– el Estado monárquico y budista es tan conservador como en tantas otras cuestiones: exigen atravesar el dominio médico, y se debe aceptar que en el día después no habrá grandes estímulos jurídicos.

De hecho, la reciente ley de igualdad de género no autoriza una modificación registral completa. Una katoei no figurará en el catastro de mujeres sino de un “tercer género” donde no desaparece el nombre originario; es decir se privilegia la historia fiel legal a la historia asumida del propio cuerpo. Además, la promesa de igualdad es mezquina: en el ámbito educativo y en el religioso (el monasterio) valen las excepciones.

Es que Tailandia, en la superficie, esplende de tolerancia (ay, sí, ésa es la palabra que más cuaja. Porque tolerar –ya sabemos– es admitir que los otros son buenos para la convivencia pero no para la igualdad jurídica. Se es tolerante y permisivo. Pero no libertario). Nadie se asombrará de la circulación urbana de las katoei, prostitutas o empleadas de los mall, sin obstáculos ni violencia. Muchas estrellas del espectáculo y destinatarias de halagos sin groserías. Pero cuando se indaga más allá de los neones de paso, en los testimonios publicados y en ciertas bromitas sin maldad pero que son sentido común popular sobre una desventaja, la verdad adviene en el cuadro para descubrir la pintura escondida. (Un guía vietnamita sostenía mediante una risita que en la región hay mucha ladyboy porque en la infancia la madre les servía café con leche en lugar de café negro).

Orientales desorientados

Lo cierto es que se lee que una ladyboy difícilmente consigue prosperar como sus colegas en una carrera académica, y otra es urgida a ir vestida de varón si pretende alcanzar alguna gloria en el escalafón de una empresa multinacional. Cuando en los años noventa una katoei mató a una compañera en no recuerdo qué universidad de Bangkok, se originó tal tole-tole que el ministerio de marras quiso prohibir a todas en los campus. Se es tolerante en las cuestiones sexuales, pero muy claro en las karmáticas: los que sobrevuelan el puente de los géneros y se anclan en el tercer sexo están en realidad saldando faltas de otras vidas. Nadie les puede joder demasiado el presente, pero al pan, pan y al vino, vino. Nuestro desvío es producto tanto del amor del Buda como del error evolutivo; dignas de compasión, vivimos para corregir el adulterio cometido en una vida pasada. Nuestra alma, en su camino, no conserva la memoria. Hay algo, pues, que llevamos dentro en mal estado. Fuente de deseo, simpáticas, ocurrentes y bien ganancial para la industria del turismo, un alien nos ocupa el alma y la psiquis y cada tanto sale del interior como en la ladyboy asesina. 

Por los templos de Tailandia vi el equívoco sexual y el conteo burocrático de la pingüe limosna convertidos en santidad. La estampa de los monjes envuelta en esas telas austeras, la mayoría de las veces ajustadas al cuerpo y autorizando la desnudez de los hombros, conmueve al espectador piadoso, pero al malicioso, como este cronista, lo lleva a escudriñar la trastienda. Advierto la velocidad de las bendiciones al creyente y el regocijo con que lo apuran a depositar las ofrendas dinerarias o alimenticias. A fin de cuentas, los monjes viven de la misericordia pero con tanto turista y esteticistas de la propia alma se les debe llenar enseguida la heladera y los bolsillos. Veo, también, grupos de clérigos entregados a la pereza de sus celulares, bajo la sombra salvífica de los árboles, alrededor de una mesa engullendo cacerolas gigante. No olvido esa fraternidad de ciertos suaves monjes que caminan como desfilando, unidos en la risa o en la confidencia. Se pasean ajustaditas las más jóvenes, mirando de coté al yanqui guapo, de aquí para allá. Locas de atar. Qué quieren que les diga: a mí no me engañan. 

El Estado ha encontrado la manera más cómoda de hacer el bien con los huérfanos o los desamparados: los meten desde chicos a monjes. No hacen, desde ya, casting de sexualidades. De ahí que nadie se asombre de ver niños entelados de naranja que quizá añoren ser katoei. Pero hasta ahí llegará la célebre tolerancia budista. En cuanto a los chonguitos, se ve que todavía no aprendieron la cortesía ni la hipocresía. Mientras lo observaba, uno de ellos me eructó en dirección a la jeta y otro lo celebró. Se ve que Estado y religión pueden controlarlos, pero no siempre ni en todas partes. 

En las noches de insomnio tailandesas pensaba en el universo de vidas posibles. De haber nacido en el antiguo Reino de Siam, creo que hubiera sido un privilegio vivir en el cuerpo de un monje ajustado, mariconeando entre budas y dragones, en siestas entrelazadas, en fin, disfrutando del sexo semi clandestino y del respeto infinito que los fieles de este país me dispensarían. Bregando, con cinismo, en la inmutable coalición de monarquía y pagoda. Y compasivo con las pobres víctimas de sus karmas, como las katoei.