Basta escribir en cualquier buscador de internet “niña aparecida en bolsa” para ver el horror narrado en forma tan trivial como se encuentra “por qué se tapan los oídos en los aviones” o “cómo sacar el sarro del inodoro”. “Aparecen” cadáveres, expresa la mayoría de los medios, como si estos llovieran del cielo o crecieran de la tierra y lo cierto es que estas niñas casi siempre son asesinadas por algún familiar o persona de su círculo cercano y sus muertes engrosan listas de femicidios que la sociedad sigue viendo como fenómenos aislados, alejados de la propia realidad, en contextos de pobreza y marginalidad, cuando en realidad vienen diciendo a gritos que los cuerpos de mujeres, niñas, lesbianas, trans y travestis son prendas de uso, están más cerca del riesgo en sus propias casas y comunidades que en un callejón oscuro y que los métodos de disciplinamiento y descarte cada vez se sofistican más, llegando a niveles de crueldad que logran rápidamente ser naturalizados por sus contextos: o bien porque la víctima era una “fanática de los boliches” como el caso de Melina Romero, o bien porque “era gitana” y el primo asesino de 15 años, un psicópata de manual, como en el caso de Estefanía, la nena de 9 encontrada asesinada en la calle de su barrio de José Mármol, con una bolsa en la cabeza y varios puntazos mortales en la cara. En el caso de Sheila Ayala, de 10 años, ella fue hallada desnuda en una bolsa de basura en la medianera de la casa de sus tíos, muerta por asfixia con una sábana y con probables signos de haber sido abusada. Vivía en Villa Trujui, San Miguel, y todo el barrio se movilizó para buscarla, incluso quienes la asesinaron, pero la inmediatamente señalada fue su madre, quién no la cuidó como es debido. 

Lo cierto es que en las Comisarías de la Mujer y la Familia de provincia de Buenos Aires se reciben un promedio de 22 denuncias por día por delitos contra la integridad sexual. Laurana Malacalza, docente e investigadora, coordinadora del Observatorio de Violencia de Género de la Defensoría del Pueblo de la provincia de Buenos Aires, dice que para pensar estos femicidios es preciso tener en cuenta al menos dos dimensiones. “La primera es contextualizar estas violencias en un proceso de reorganización y profundización de los proyectos neoliberales que necesita de las violencias para crear las condiciones de su posibilidad. En estos contextos, existe una reorganización de las violencias que asume un carácter letal en el caso de las mujeres y las niñas y no puede comprenderse sin la ‘normalización de la crueldad’. Como siempre nos recuerda Rita Segato hay un orden simbólico que busca instalar la crueldad como paisaje de normalidad, por eso los cuerpos de las niñas aparecen como desechos, como ‘objetos’ posibles de ser desmembrados y arrojados a los basurales”. Lo que menciona Malacalza es un contexto global ineludible, profundizado en la región por el reciente triunfo de Jair Bolsonaro, quien ya expresó abiertamente su misoginia y homofobia. 

“Es necesario analizar las formas que adquiere la violencia machista a partir de la articulación con otras formas de violencias que se expresan en los territorios y las trayectorias de vidas. Por ejemplo, la articulación que se produce con las violencias que promueven las organizaciones vinculadas a las economías ilegales –principalmente el narcotráfico– en los territorios más empobrecidos. Esta articulación de violencia, se expresa en la posesión y el control sobre determinados territorios y sobre los cuerpos, la sexualidad y la vida de niñas, de adolescentes y de mujeres jóvenes. Muchas de ellas vinculadas al consumo y venta de drogas, y muchas otras utilizadas como objeto de intercambio entre estos grupos. Todas posibles de ser desechadas y rápidamente reemplazadas”.

La segunda dimensión que menciona Malacalza es la de situar la categoría de “víctimas” en plural. Es decir comprender cómo se expresan estas articulaciones de las violencias en las trayectorias de vidas: víctimas de qué, cuándo y dónde. “Devolverles su trayectoria biográfica es una manera de restituirles humanidad, de contrarrestar los intentos por desmembrar esos cuerpos y borrar sus rostros. Estas víctimas reclaman un compromiso político que no solo se sustenta en el deber y la obligación de la escucha sino en el reconocimiento de nuestra proximidad y  responsabilidad frente a violencias cada vez más crueles y letales. Emerge aquí un nuevo desafío para los feminismos”. Malacalza declarará la semana que viene en el juicio por el femicidio de Lucía Pérez, ocurrido en Mar del Plata en octubre de 2016 y que activó el Paro Nacional de Mujeres el 19 de octubre de ese año. Desde el Observatorio se presentó un informe que luego fue considerado como prueba en el expediente que detallaba por qué el de Lucía fue un crimen machista y no un homicidio común, como se lo quiso instalar en un principio y durante mucho tiempo. La crueldad sobre aquel cuerpo empalado y lavado que fue entregado en la puerta de un centro de salud se redobló cuando la justicia convocó a una Junta Médica que determinó que hubo “relaciones consentidas” y no un ensañamiento y brutalidad que hablan por todas las muertas, por todos los crímenes donde el cuerpo feminizado es el campo de batalla de una intersección compleja y muy difícil de desenmarañar. La familia de Lucía recibió amenazas y amedrentamiento y ni ella ni sus asesinos pertenecían a un contexto de vulnerabilidad económica ni eran migrantes ni participaban del narcotráfico. ¿Cuáles son los femicidios que saltan al centro de la escena? En el caso de Sheila, y retomando un concepto que volcó a Las12 Sandra Hoyos, activista feminista e integrante de la Campaña Nacional por Aborto Legal, Seguro y Gratuito, “el femicidio de Sheila fue la excusa para contarnos detenidamente el odio a lxs pobres y a la pobreza que tanto espanta”.