En el mismo lugar donde los fusilamientos de Operación Masacre hicieron historia, “los nadies” de 1957 y los de la actualidad tienen mucho en común. Los cirujas de José León Suárez se camuflan entre la basura que clasifican y son excluidos por un sistema que los etiqueta como residuos infames de la historia humana contemporánea. Fusiladas un poco todos los días, cientos de personas salen a revolver los desperdicios ajenos con la esperanza de encontrar algo que valga la pena. Buena parte de la basura se concentra en auténticas montañas de desperdicio: basurales a cielo abierto. A diario ingresan los camiones con los residuos que no fueron reciclados en las plantas; mientras quienes viven en las cercanías esperan la apertura de las puertas del predio y aguardan con la misma ansiedad cada descarga. Cuando reciben la orden pedalean sus bicis con fuerza por un trayecto de barro y conquistan el relieve. Una vez allí triunfa el más fuerte: cartones, metales, verduras, carne, fideos, yerba, azúcar, carne. Lo que sea, esté vencido o no, esté mal presentado o no, sirve igual. Todo, absolutamente todo, va a parar a la olla. 

“La aventura del hambre” es peligrosa porque constituye un foco de contaminación y un riesgo sanitario. Pero a nadie le importa. Los cirujas no son reconocidos socialmente como trabajadores, aunque ponen el cuerpo 48 horas por semana y obtienen miserias. Realizan sus actividades en condiciones que no respetan la higiene ni la seguridad. Viven y mueren mientras el mundo sigue girando, sumergidos en una sociedad que no los reconoce como personas y los reduce a la animalidad. En esta entrevista con PáginaI12, Ernesto “Lalo” Paret, director del área de Articulación Territorial de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam), narra en primera persona qué significa vivir de la basura, explica qué tienen en común los cirujas y los presos, e invita a los intelectuales a embarrarse las manos y trabajar en el barrio “porque la revolución lleva tiempo y los pobres quieren comer ahora”. 

–¿Qué significa “criarse en la pobreza”?

–El relato que se espera de nosotros, los pobres, es el de la nostalgia típica. Los periodistas quieren escuchar que la pasamos como el culo durante toda nuestra vida. En realidad, cuando sos chico no analizás tanto, no te das cuenta si sos pobre o rico, solo conocés lo que te falta y lo que tenés. Jugábamos en el basural de la misma manera que cualquier otro pibe puede hacerlo en el shopping, aunque tanto lujo es un embole. Nosotros, en cambio, nos tirábamos desde el árbol del ahorcado –así se llamaba porque cada tanto se suicidaba alguno– a una montaña de corcho molido que descargaban los camiones. Y nos zambullíamos todo el día, como si fuera una pileta. Sin embargo, también recuerdo momentos feos. Como mis viejos se separaban seguido, mi padre se convirtió en una especie de nómade y lo seguía. Hice la escuela y la secundaria en nueve instituciones diferentes. Sabés lo que era llegar a mitad de año a un colegio y que todos te miren raro. Cuando me acostumbraba a mis compañeros ya me estaba yendo.  

–La relación con el basural siempre fue directa. Incluso para jugar de pibe…

–Sí, por supuesto, es parte del ecosistema. Cuando gobernaba Bignone (1982) se inundó Chaco y Santa Fe y el Estrella del Norte –tren legendario que transportó desde 1914 y durante ochenta años a los obreros que llegaban a la próspera Buenos Aires– se deslizaba abarrotado de gente. Como resultado, Suárez se superpobló y la basura dejó de alcanzar para todos. La situación fue tan difícil que se agarraban a piñas por una carcasa de pollo. Los camiones venían al basural con restos de carne para alimentar a los chanchos del tambo. Estábamos tan mal que no solo nos comíamos el alimento de los cerdos, sino también a los propios animales. Como no había un peso, los chaqueños fabricaron boleadoras de alambre y cazaban palomas. Todavía rebota en mis oídos el ruido de los alambres y la plomada cortando el viento. 

–Como la basura no alcanzaba tuvieron que cirujear en la ciudad, ¿cómo fue esa experiencia?

–La gente se entusiasmaba y nos ayudaba mucho. La primera heladera y la primera TV que tuvimos vinieron de ahí; también me regalaron las primeras zapatillas más o menos presentables. Eran tiempos fatales, por eso, me cago de risa cuando me hablan del 2001 como una crisis importante. Queda en la memoria porque arrastró a la clase media pero: ¿sabés cuántas crisis se viven en las villas? ¿Sabés cuántos 2001 pasamos los cirujas? Somos los “nadies”: no nos ven, somos invisibles a los ojos de la sociedad.  

–Viajemos en el tiempo, ¿cómo se recicla en la actualidad?

–Es un escenario penoso, la capacidad de reciclaje es mínima con tan poca inversión en infraestructura y en capacitación de recursos humanos. Se opta por un sistema de disposición final –la incineración– que tiene un costo de instalación y puesta en funcionamiento muy alto (ya que la estructura y la ingeniería no se fabrican en Argentina). Además, los niveles de polución son alarmantes. 

–¿Por qué nadie piensa en aprovechar los residuos para nuevos usos y consumos?

–Pienso que si se consiguiera recuperar el 80 por ciento de lo que se desperdicia, la lógica de disposición final ya no importaría tanto. Sin embargo, para realizar este paso se requiere invertir en un mercado que históricamente estuvo monopolizado; el cartón y el papel siempre están en las mismas manos. Al mismo tiempo, contamos con un Estado que no es capaz de regular absolutamente nada. No hay políticas en medioambiente: todos los gobiernos piensan en términos de cuatro años. Si nosotros podemos reutilizar los desechos, los nadies podrían cambiar y deconstruir la cultura del consumo. 

–¿De qué manera?

–Si la población pudiera confiar un poquito en lo que hace gente como nosotros nos iría bastante mejor. Podríamos enseñarles que tanto envoltorio no sirve para nada, que las superficialidades solo saben de superficies. Podríamos explicar cómo clasificar la basura, qué reutilizar y qué descartar, cómo respetar el medioambiente y la mejor manera de reciclar. La reutilización, desde aquí, puede funcionar como una trampa al sistema capitalista ya que frena el circuito del consumo y el desecho. Algo similar a lo que ocurre con el trueque, cuando la rueda de capital se desacelera y las lógicas mercantiles se interrumpen.  

–En una entrevista, usted señala que es “tanta la marginalidad de los cirujas que a veces parecen caerse del mapa”…

–En los últimos diez años tuvimos casi 27 muertos en la autopista y nadie se preocupó. A veces pienso que valemos menos que la basura que enterramos. No me refiero solo al gobierno, sino también a los propios compañeros. Falta solidaridad y sensibilidad; son muertes que no importan. Hoy en día, quien no consume no pertenece y quien no pertenece no tiene identidad. Vivimos en una era chata. Las personas caen en las depresiones más absurdas cuando advierten que no pueden consumir y es raro porque los que fuimos pobres toda la vida tenemos el cuero duro de tanto andar. Fui “busca” desde muy chiquito y jamás pasé por una circunstancia como esa; de sentir tal impotencia.

–¿Cómo es el vínculo entre los trabajadores de las plantas recicladoras? 

–Lo voy a contar con un ejemplo. Tengo un amigo francés (Uriel Zrehen) que un día vino a Argentina y me acompañó a la planta recicladora. Habló con los pibes de la quema para armar una película y la hicieron en una semana. Hicimos un casting y todo, pero se nos iban cayendo los personajes porque entraban en cana. Nuestro objetivo era recuperar el diálogo en la planta porque el grado de agresividad era muy grave. En un momento llegó a ser más violenta que la cárcel. Así nació, en 2014, “Quemaikén”. Una producción realizada por los nadies que en ese momento no solo tuvieron voz sino también representaron su propia realidad para el afuera. 

Quemaikén: el parque temático de la pobreza

El gran relleno sanitario, los asentamientos con las lagunas y la cárcel convierten a José León Suárez en “Quemaikén”, un parque temático de la pobreza. En las fábricas recuperadas, en el territorio, así como también en otras cooperativas por las que anduvo, Paret se destacó por promover planes de alfabetización y proyectos de educación formal. En efecto, ni bien le dieron un poco de espacio no lo dudó y se incorporó al campo universitario. La llave de entrada fue su conexión con los presos de la Unidad Penal n° 48, ya que al visitar la prisión tan seguido –porque miembros de su familia y algunos amigos estaban repartidos por ahí– funcionó de nexo para la creación y la puesta en marcha del Centro Universitario San Martín. 

–¿Cómo fue la experiencia en el Cusam?

–Fue parido desde esa lógica villera de la improvisación, de juntar las partes, de poner en valor nuestras virtudes, de amalgamar lo mucho o lo poco que tenemos. Se trata, más que nada, de un centro para aprender y para pensar. Todos los presos hacen de todo y, desde ahí, se problematizan las jerarquías en la propia cárcel. Si todos hacen todo, los que laburan dejan de ser pensados como “giles”. 

–¿En qué se parecen las cárceles a los basurales? 

–Son espacios ideales para la reclusión, para correr lo indeseable de la vista. Las cárceles también son consideradas basurales, por ello, los cirujas tienen mucho que ver con los presos: ambos esperan el milagro. Cuando uno estuvo todo el día revolviendo basura y lo único que encuentra, después de ocho horas, es un juguete roto, se replantea un montón de cosas. Es muy jodido cuando advertís que estás revolviendo basura de otros. En la cárcel, esa reflexión también existe.  No obstante, las lógicas se han modificado: ya no existen los códigos que cultivaban los delincuentes de la vieja guardia como “El Gordo Valor” y compañía, pues, si la sociedad tiene sus valores degradados, cuánto más lo estarán en las prisiones. Tenemos generaciones de jóvenes caprichosos. Incluso, no todos los pibes que hoy están en cana tuvieron la necesidad de robar y cometer delitos. En efecto, el eje radica –una vez más– en combatir la cultura del consumo. 

–¿En qué sentido?

–Hace unos 10 o 15 años, la televisión celebraba el estereotipo del pibe chorro. En el barrio, el joven que más suerte tenía con las chicas era el que recién salía de la cárcel; si había uno que era reconocido por sus pares era el que se había mandado alguna. En un momento, si no eras delincuente no formabas parte. La matriz está agotada, pero confío en que la solución siempre estará en la educación y el arte, porque la creatividad ubica a los nadies en otro lugar, les permite vivir otros mundos. Necesitamos magos que puedan despertar curiosidades. 

–¿Qué tipo de magos?

–Me refiero a los docentes. La educación puede modificar las realidades de la gente criada en contextos horribles. Sin embargo, hay que ser cautos porque muchas veces, los nadies quieren revertir su situación pero la propia sociedad no está preparada para recibirlos y, en vez de facilitar las cosas, le cierra las puertas. Los discrimina, los devuelve al lugar de donde salieron. Los pibes que salen de las cárceles, al igual que los cirujas, pueden ser transformadores y multiplicar por mil su experiencia. En el territorio nosotros aprendimos que si le garantizamos los derechos se animan a multiplicar todo lo que saben y aprendieron en el barrio.