Eduardo Elía

Un hospitalario ejemplo

Por Marcelo Cohen

Hacia fines de los pasados noventa llegó una nueva ola al jazz argentino, cuando una generación sub-30 reconsideró qué variantes formales le permitirían abrir un cuerpo expresivo algo estacionado en el hardbop o embrujado por la fusión.

De repente, Adrián Iaies evocaba a Bill Evans en clave de tango –o a Salgán en clave de John Lewis– y Fernando Tarrés arreglaba chacareras y tonadas colombianas para cantante y combo de jazz camerístico. Mientras, Ernesto Jodos se centraba en aspectos relegados del género (cuestiones de métrica, de cambios de tiempo, de desvío y suspensión de la forma en la improvisación), releía a Tristano, aceptaba el magisterio vanguardista de Anthony Braxton y se acercaba a Schönberg en dúo con Gerardo Gandini. Ellos y otros quince más que lamento no poder mencionar tenían ya digerido a Coltrane, cómo no, y un rastro indeleble de Spinetta en la educación sentimental. Centrándonos en los pianistas, la camada siguiente se las vio con más abundancias: tímbrica del ruido, improvisación sobre el ritmo obstinado, lenguajes pentatónicos y una caída del control ortodoxo (conmovido ya en los sesenta y setenta por Piazzolla, Leguizamón, Juárez y el resto) que invitaba a incorporar ritmos folclóricos, los rubatos del tango expandido y la politonalidad. Sin embargo, se ha mantenido un  imperativo: el músico que quiere tocar algo propio tiene que definir su discoteca espiritual; esclarecérsela. 

Para Eduardo Elia, que como Jodos se ciñe al estante del jazz, el proceso demanda cierta sinceridad. Dado que uno tiende a elegir por motivos y gustos que no controla del todo, lo personal surgiría más bien de una posición; mejor todavía, de posiciones sucesivas frente a diferentes épocas estilísticas. Así que en Callado (2008) abordó el hardbop, en El yang y el yang (2011), los comienzos del free, y en We See (2012), las formas de improvisar que aparecieron después. No cuesta imaginar que Elia atendió tanto a Paul Bley como ahora podría atender a Craig Taborn, Kaja Draksler o el minimalismo. Sin embargo, su nuevo disco, de piano solo, excava sobre todo grandes composiciones de los fecundos sesenta; y va a fondo. En “Circle”, tomada de Miles Smiles, es introvertido y parco como el Davis con sordina, puntilloso al comienzo pero por momentos más brillante, como si lo que pone de su parte le regalase descubrimientos pasajeros. En cambio, en “Peace”, de Ornette Coleman, las notas se aprietan, multiplicadas y rápidas, inspeccionando la melodía por secciones para después recomponerla. Aunque todos son temas conspicuos, como  el “Speak no Evil” de Shorter, como el “Evidence” de Monk, un aire de familiaridad ominosa (esos tañidos en el registro grave...) difiere el momento de reconocerlos. Hay además tres originales.

Elia ha dicho que cuando compone piensa en estructuras con espacio para el desvío sorpresivo y la búsqueda de versiones de él mismo. De modo que en “Una idea”, por ejemplo, echa el motivo a vagar, lo esparce, lo remueve, hasta que en unos acordes, como una espiga en un terreno en barbecho, brota el conspicuo “Giant Steps” de Coltrane. La originalidad de Elia es un producto siempre fugaz de la confusión de originales. Perdón por la avalancha de nombres, pero Solo es un hospitalario ejemplo de piano contemporáneo: como una inquietud placentera, enciende la memoria de escucha y estimula la conversación, ese vehículo de diferencias verbales que fomenta las mudanzas de la música.

Gente con swing se presenta este jueves 15 en La Usina del Arte, dentro del marco del Festival Internacional Buenos Aires Jazz 18. Con la presencia de Horacio Vargas, Carlos Sampayo, Diego Fischerman, Sergio Pujol,  Marcos Mayer, y un recital de Jodos-Bazzola. A las 19. Gratis. 


Coleman Hawkins

La historia de un solo

Por Carlos Sampayo

Se atribuye a Louis Armstrong la idea de que un solo debe contar “una historia”. Ahora bien, ¿qué tipo de historia? ¿Quizá un argumento? ¿Tal vez una progresión dramática? No es inoportuno pensar que la historia a que se refería Armstrong tenía su propia lógica dentro del solo; es decir, que era la historia del propio solo. Es decir, la narración de lo que está ocurriendo al tiempo que esto ocurre. Tiene más asidero que pensar en un desarrollo dramático argumental, en la narración de una historia “humana”, una peripecia o asunto de teatro transformado en música.

Toda literatura necesita de un argumento. Aun aquella donde el texto es único protagonista y mueve los hilos. Por esto la poesía requiere un argumento –o un no-argumento voluntario– para poder fluir. Esta es una diferencia entre un tipo de creación y otra, entre el jazz y la palabra escrita como arte. Es verdad que el solo (del solista) es parte del jazz, que el arreglo, la composición y –últimamente– lo que se ha dado en llamar el “proyecto” tiene una importancia de igual peso. Solos absolutos sólo han podido hacerlos artistas absolutos. Pero, también, artistas de circunstancia en un momento absoluto. Tal como los grandes poemas de poetas menores o las buenas novelas aisladas de novelistas convencionales. Aquí se produce la iluminación, o el nombre que quiera dársele a ese intangible determinante. Jazz y literatura, jazz y cualquier forma de arte se parecen en una grandeza que se manifiesta raramente.

Al margen de esas semejanzas/desemejanzas, está el hecho de que el jazz es, también, un sujeto literario, como lo es fotográfico (y la fotografía jazzística puede llegar a ser claramente narrativa, Herman Leonard, o poética, Chuck Stewart). Las historias de músicos, narradas con libertad, son peripecias que suelen interesar al público escudriñador de vidas privadas y a artistas ávidos por penetrar en los secretos de la invención impremeditada. Una gran obra de jazz –pongamos como ejemplo el célebre solo de Coleman Hawkins en “Body and Soul”– se parece a un gran poema tanto en su arquitectura como en el estro implícito. “Body and Soul” sólo cuenta la historia de “Body and Soul” al margen de la letra original de la canción, aquí no cantada por nadie, que camina por otros rumbos. El cantante Eddie Jefferson puso al solo de Hawkins una letra que transforma la “historia” del saxofonista en una sucesión de crónicas mundanas. Jefferson, él mismo, protagonizó una historia literaria, de literatura hardboiled: fue muerto a tiros por equivocación (del asesino) y suya (por parecerse a la víctima a quien estaba destinada la bala). La “historia” que cuenta Hawkins es emocionante, y es la de un artista que trabaja con intangibles, como un pintor abstracto. En resumen dice: “Me presento, aquí estoy y con estas notas cuento la historia de cómo estas mismas notas, una tras otra, forman un poema que será recordado siempre”. Cuando, años después, se le preguntaba por la perdurabilidad de su solo, Hawkins se limitaba a sonreír sin quitarse el sombrero. Más o menos como cuentan que hizo Salinger (el oculto) ante una pregunta similar. Juan Rulfo era otro que creía en que la historia –y su permanencia– estaba indicada en el texto, desde la primera palabra. Dos libros escuetos le dieron inmortalidad, al menos hasta que la estupidez humana opte por olvidarse de la literatura.


Roberto Maurer

Todo lo que sé de jazz

Por Juan José Saer

Hace unos cuarenta y cinco años más o menos, conocí a Roberto Maurer y, como lo saben todos los que lo son, para ser amigo de Roberto hay que estar dispuesto a comprar todo el paquete que, además de Roberto, incluye los chistes malos y la música de jazz. Todo lo que sé de jazz, que no es mucho, se lo debo a Roberto. Yo traté de inculcarle mis propios gustos en materia de música popular, el flamenco sobre todo, pero fue en vano: el jazz imanta, de manera casi exclusiva, su pasión musical. Hacia 1960 más o menos, empezó a estudiar el clarinete, pero también tocaba el saxo, y me acuerdo que me enseñó a rascar un poco la guitarra, lo que me permitía acompañarme a mí mismo cuando cantaba alguna chacarera. Si no me equivoco, creo que compusimos una chamarrita, él hizo la música desde luego y yo la letra, que iba a servir de tema musical para una película basada en uno de mis cuentos. Digo esto para mostrar cómo la tarea musical de Roberto era diversa y constante, hasta volverse con el tiempo, junto con el periodismo, su principal actividad. En cuanto al jazz, siempre nos descubría cosas nuevas: como abonado a Down Beat estaba al tanto de todas las novedades. Fue el primero a quien le oí hablar de Ornette Coleman y del saxo de plástico con el que tocaba (hace poco, leyendo una crónica del poeta inglés Philip Larkin, que durante diez años fue crítico de jazz en The Daily Telegraph, me enteré de que el plástico era de color blanco). Gracias a Roberto, las polémicas musicales que arreciaban en la costa este u oeste, en Londres o en París, se prolongaban, durante las noches de verano, en los patios arbolados de Guadalupe o de Colastiné Norte. Miles Davis o John Coltrane, Ornette Coleman o el Modern Jazz Quartet que estaba muy de moda en aquellos tiempos, mandaban desde las habitaciones, por las ventanas abiertas, su música intensa y un poco salvaje también, a causa de sus sonoridades inéditas, su exacerbación melódica, sus disonancias deliberadas o involuntarias, sus solos improvisados que iban construyendo el diseño sonoro inyectándole lo que descubría o inventaba sobre la marcha la inspiración del momento. Desde siempre, Roberto tocó, escuchó, estudió y difundió el jazz. Gracias a él, aunque rara vez escucho voluntariamente jazz, los nombres de los grandes músicos de jazz y en algunos casos sus estilos y sus personalidades (algunos inmediatamente reconocibles como Thelonious Monk, por ejemplo) se han incorporado a mi cultura. Actualmente, enfrente de mi casa, se encuentra Le Petit Journal, uno de los clubes de jazz más frecuentados de París, en el que no hace mucho estuvo justamente, si no me equivoco, Ornette Coleman. Cuando en la noche de Montparnasse me asomo a la ventana y veo al trompetista de neón azul y amarillo realizar los sempiternos cuatro movimientos que miman el ritmo corporal de un músico de jazz, pienso de inmediato en Roberto Maurer: el jazz está tan íntimamente entrelazado con su vida que a mis ojos resultan indiferenciables.