¿Qué fue primero, la palabra o la imagen? El chascarrillo bien podría formar parte de Le livre d’image, el peldaño creativo más reciente de una escalinata artística que, en poco más de un año, cumplirá sesenta años de construcción ininterrumpida. El último Jean-Luc Godard, fiel a la esencia de su más reciente etapa, que casi sin discusiones posibles comenzó con Film socialisme (2010) -aunque aquí exista una fuerte ligazón formal con la monumental Historia(s) del cine-, es una disquisición de largo aliento e igual metraje sobre diversas cuestiones artísticas, filosóficas, políticas y sociales que vienen (pre)ocupando al cineasta franco-suizo desde hace ya varias décadas: el objeto y su representación, el lenguaje como trampa y vehículo liberador, los horrores del siglo XX, la historia del cine, la violencia del opresor y la del oprimido. Un ensayo audiovisual en cinco partes y un epílogo que reúne fragmentos de films populares y oscuros, imágenes de obras plásticas, videos tomados de Internet, segmentos de documentales y noticiosos, secuencias de su propia obra cinematográfica, todos ellos reabsorbidos y reutilizados por Godard en un collage que, fiel a su costumbre, también incluye textos impresos en pantalla. O bien leídos en voz alta. Y música. Y sonidos. Y furia. “Sólo en los fragmentos encontramos autenticidad”, afirma JLG citando a su amigo Bertold Brecht al comienzo de los 84 minutos que dura el viaje. A esa altura el legendario director de Sin aliento y Yo te saludo, María (dos reliquias de su era narrativa y fílmica) ya bombardeó la pantalla con varias docenas de retazos visuales y sonoros. Imagen: los botones físicos o virtuales de la suite de edición instalada en su hogar en Rolle, Suiza -refugio que el cineasta prácticamente no abandona, al menos públicamente-, alteran esos fragmentos de múltiples maneras, sabotaje visual que incluye la saturación de tonos y contrastes, el reencuadre constante, la ralentización o el congelado e, incluso, en una escena notable por la sencillez de su belleza, la utilización del pixelado como estilo de pincelada digital. Sonido: la película debe ser vista pero, sobre todo, oída en una sala de cine con sistema de sonido envolvente; así como en su anterior El fin del lenguaje Godard utilizaba el sistema de estereoscopía visual con un sentido muy diferente al de la clásica película masiva en 3D (llegando incluso a desorientar al cerebro en una famosa secuencia de disociación), las palabras y los sonidos llegan ahora desde los diversos altoparlantes de manera sorpresiva, recorriendo el espacio auditivo del espectador, el volumen variando desde el susurro al estruendo, muchas veces dinamitando la relación entre aquello que se ve y lo que se oye. Palabras: muchas veces ingeniosas, a veces profundas, otras tantas indescifrables: “Ninguna actividad será arte antes de que su época se termine. Y después ese arte desaparecerá”. Furia.

Los dedos de una mano

En el comienzo, la voz ajada y algo temblorosa del demiurgo -que en poco más de un mes cumplirá 88 años de vida- afirma que hay cinco dedos en una mano y cinco sentidos en el ser humano. La imagen de una mano alzada, señalando algo o a alguien -en realidad, un detalle en estricta monocromía de la famosa obra San Juan Bautista, de Leonardo da Vinci- es la primera que descubre, ante los ojos de la audiencia, el periplo video-audio-experimental que está a punto de comenzar. Célebre por su reticencia a dar entrevistas o a aparecer en público -incluso a encontrarse con viejas amistades, como afirma, dolida, en cámara su compañera generacional, la cineasta Agnes Varda, en su última película Visages Villages-, J. L. Godard ha sido, sin embargo, una figura omnipresente en el Festival de Cannes. Incluso in absentia. No fue allí donde estrenó su ópera prima, Sin aliento (1960), pero sí donde se subió a un escenario, en pleno Mayo Francés, para plantear la necesidad de detener por completo las actividades del festival. Allí volvería a mostrar algunas de sus películas y a competir por la Palma de Oro en ocho oportunidades. Allí también, frente a la arena y al mar, con el marco de un afiche oficial que, casualmente, mostraba una famosa imagen de Pierrot el loco, presentó este año el estreno mundial de El libro de imagen, ofreciendo la más insólita de las conferencias de prensa: a distancia, literalmente en la palma de una mano, en un teléfono celular y a través de su cuenta de FaceTime, conectada con la de los organizadores del festival. “¿Qué significa el cine en el año 2018?”, preguntó un periodista, y la respuesta llegó a través de la pequeña pantalla, en clásico y críptico estilo godardiano: “Si alguna vez dije eso, hace bastante tiempo, de que una película debe tener comienzo, nudo y desenlace pero no necesariamente en ese orden, fue como una broma. Una respuesta a realizadores como Steven Spielberg y compañía. Por supuesto, nunca transformé esa idea en un caballito de batalla, pero alguna vez hice un paralelo, que no fue muy exitoso: una ecuación en la cual X + 1 es igual a 3. Cualquier niño en la escuela primaria puede resolverla. Cuando uno produce una imagen, ya sea del pasado, del presente o del futuro, debe eliminar otras dos imágenes, cada vez, para quedarse con una buena. Esa es la llave para una buena película. Pero cuando uno dice llave, tampoco debe olvidarse de la cerradura”. El jurado oficial, presidido por la actriz Cate Blanchett, decidió otorgarle a El libro de imagen un premio inexistente. O bien creado para la ocasión: una Palma de Oro Especial, un reconocimiento tan excepcional como, muy posiblemente, irrepetible en el futuro, para recompensar a “un artista que hace avanzar el cine, que ha forzado los límites, que constantemente busca definir y redefinir el cine”.

Godard no filma más. Por el momento, al menos. De los archivos del pasado y del presente provienen las imágenes y los sonidos que, de manera caleidoscópica, buscando y encontrando un sentido, Godard hilvana con la paciencia del montajista. No casualmente, sus manos manipulando un trozo de celuloide son avizoradas al comienzo, remedando las de aquella innombrada cortadora de negativo que hacía lo suyo en El hombre de la cámara, de Dziga Vértov (el pseudónimo futurista elegido por el polaco Denís Abrámovich Káufman en los soviéticos años 20 y también el elegido por Godard en sus años maoístas, junto al compañero Gorin). Las manos eligen los trozos visuales y sonoros y, en el primer capítulo, titulado “Remakes”, regresa al gran tema de su video-obra magna, Histoires(s) du cinema: el cinematógrafo como gran testigo de los acontecimientos de las primeras siete décadas del siglo XX, antes de su reemplazo por la televisión y, más cerca en el tiempo, las ubicuas cámaras de video de los aparatos móviles. El cine rehace la historia y la historia rehace aquello que el cine ha registrado. Las guerras, el Holocausto, Vietnam, La última carcajada, El soldadito, Vigo, Nuremberg, Mabuse, una matanza anónima, Saló. La ejecución a bordo de un bote de dos soldados enemigos en un film de ficción, en blanco y negro clásico, es seguida por una imagen real del ISIS, en tonos solarizados, en la cual dos víctimas reciben un disparo en la cabeza antes de caer al agua. La realidad imita a la ficción, incluso de manera inconsciente. En el tercer segmento, dedicado a una línea poética de Rainer Maria Rilke, los trenes toman por asalto la pantalla. En sus vagones pueden viajar toda clase de personas: ricos, pobres, capitalistas, comunistas, policías, ladrones, enamorados, espías, militares, detectives, refugiados, hombres y mujeres condenados al encierro, la inanición o los campos de exterminio. En el tren de Godard viajan von Sternberg y Hitchcock, Tourneur y Buster Keaton, esos realizadores que hicieron de la cinefilia temprana de toda una generación de críticos franceses el punto de partida para su propia carrera como artistas, y que Godard traicionó luego en masa durante sus años de barricada cinematográfica -abjurando de sus placeres, denunciando su superficialidad- y a los cuales volvería más tarde, con la experiencia de aquel que ha sobrevivido a una guerra interior sin cuartel. El tren de Godard también viaja, inevitablemente, sobre el horror de los rieles y durmientes que vieron pasar los cadáveres en vida de aquellos millones que dejarían de existir poco después de ser inmortalizados por una cámara. El sentido final de varias secuencias es escurridizo, aunque por momentos se tenga la impresión de que puede asirse firmemente. En tiempos de lenguaje inclusivo y abuso de las palabras, que muchas veces pretenden transformarse en aquello mismo que (apenas) representan, Godard parece hacerse eco de ese polémico eslogan publicitario muy recordado por los cinéfilos porteños: “Si no es para vos, no es para vos”.

La cuestión central

“De eso se trata el cine. El cine ha hecho mucho por registrar y mostrar lo que ha pasado en el mundo en el pasado e intuyo que lo más importante no es tanto lo que solemos llamar el rodaje, sino la edición”, afirmó JLG desde la pantallita del celular en Cannes. “Filmar es una especie de posproducción, de hecho. Practicar el montaje de una película, aunque sea un montaje digital, permite pensar mucho, porque es algo que se hace con las manos. Imaginen por unos minutos qué pasaría si estuviéramos obligados a pasar un día completo sin usar las manos. ¿Cómo harían para comer, como harían para amar? No se puede hacer nada sin las manos. Por eso mi película muestra que todo está basado en los cinco dedos que le dan forma”. La quinta y última parada de El libro de imagen, la más extensa y concentrada, lleva por nombre el título del célebre film experimental de Michael Snow de 1971, La régión centrale, y está dedicado exclusivamente a la “cuestión de Medio Oriente”. La cuestión: la representación del mundo árabe a partir de la mirada occidental. ¿Qué vemos cuando vemos ese “mundo árabe”? ¿Qué vemos cuándo vemos? 

En Ici et ailleurs (1976), Godard, Gorin y Anne-Marie Miéville (pareja inseparable del realizador desde aquellos tiempos) retomaron una serie de documentos registrados en Medio Oriente unos años antes para contrastar las vidas de una familia francesa y otra palestina. Godard hizo allí una severa autocrítica, preguntándose hasta qué punto el fin justifica los medios cinematográficos. “No los escuchamos”, afirma en off, “y quisimos gritar victoria en su lugar”. Un cartel aparece varias veces en pantalla en el último episodio de Le livre d’image: Arabia feliz. Y las imágenes de Las mil y una noches de Pasolini se entremezclan con las de algún ignoto film egipcio y con otros tantos videos viralizados en Internet por los miembros del Estado Islámico. ¿Quiénes de todos ellos encarnan a “los árabes”? De manera elíptica, pero con un contundente contenido político, Godard vuelve al tema de la representación y lo representado. La violencia de uno y de otro lado. Los ciclos que se repiten, inalterables, a pesar de las variaciones. Más allá de algunos bellos y pacíficos planos de una playa y sus habitantes humanos y animales, no parece haber demasiado lugar para esa Arabia feliz. O para un mundo feliz. “Yo sólo hago películas. Dada mi edad, me interesan los hechos, más que nada. Lo interesante de un hecho no es sólo lo que ocurre sino lo que no ocurre y uno debe relacionarlos. No se puede hablar solamente sobre lo que ocurre y dejar de lado lo que no ocurre, ya que esto último puede llevar a una catástrofe absoluta. Personalmente, no puedo decir mucho más, excepto que no estamos demostrando mucha inteligencia en estos tiempos”. A pesar de todo, El libro de imagen cierra con uno de esos planos-secuencia de Max Ophüls capaces de inyectar una dosis letal de joie de vivre a quien participe del baile de la cámara. El libro se cierra, las imágenes, sonidos y palabras permanecen.