“Vamos a meternos en las entrañas del Borda. No se dispersen”, pedía el hombre que hacía de guía por los pasillos descascarados del Hospital de Salud Mental “J.T. Borda”. El hall estaba rodeado de barcos navegando en mares amarillos, soles negros, campos difusos de acuarelas que se chorrean, miradas extraviadas en color sepia. Pinturas y fotografías hechas por los internos en sus talleres. Muchos de ellos caminaban por ahí. Aprovechaban para pedir cigarrillos o plata para comprar empanadas. Un video mostraba imágenes de cómo es la vida en el hospicio, con la canción Stand by Me –en la voz de John Lennon–, sonando a todo volumen. El pasado sábado a la noche, en la 15° edición de La Noche de Los Museos –que se extendió entre las 20 y las 3 de la mañana–, era la primera vez que para este evento se abrían las puertas de un neuropsiquiátrico.

El guía era Carlos Dellacasa, Director del Museo del Borda. Alrededor suyo, un grupo de veinte personas caminaba observando chalecos de fuerza, camas con aparatos de sujeción, cortes de cerebros conservados en frascos, máquinas para dar electroshocks. En esas habitaciones en las que llegaron a caber más de cinco mil pacientes, se exhibían los restos de un pasado marcado por la tortura y la ignorancia. “Son elementos vinculados al sufrimiento que implicaba la locura –explicaba Carlos–. Hoy los caminos son otros, mucho más ligados al arte y la palabra. Es importante porque cuanta más gente entre acá, menos temor va a haber”. Pero sus palabras contrastaban con un comunicado que había hecho circular la Red de Usuarios y Familiares de Salud Mental: “Incluir al Borda en La Noche de los Museos refuerza el estigma hacia las personas con padecimiento psíquico. Son objeto de mirada, satisfaciendo la curiosidad de los observadores”. Y la pregunta quedaba impregnada en los que salían del lugar, atraídos quizás por dar un pequeño paseo dentro de la locura: ¿qué sucedería en ese hospicio luego de alterar por completo el ánimo de su noche? 

Afuera, la lluvia voraz oscurecía el cielo. Ya había cercenado parte de los 280 espacios culturales dispuestos por el Gobierno de la Ciudad, barriendo con las actividades al aire libre. En Plaza Francia, por ejemplo, había sido cancelada la muestra fotográfica “El arte de Sobrevivir”, que recorría las diversas luchas frente a la discriminación. Quedaba sin fecha de reprogramación uno de los temas “claves del presente”, como se anunciaba en la web del evento, que incluía en esta edición “el rol de la mujer, el cuidado del medio ambiente, la integración social y la diversidad de género”. 

“Con la foto del celular no me querían dejar subir al colectivo, me pedían el papel impreso”, comentaba Cintia, que viajaba desde Barracas rumbo a la apertura del Edificio del Molino, dando cuenta de que el mecanismo virtual de pasajes gratuitos no estaba tan aceitado por el sur de la ciudad. En San Telmo el clima era de perfumes y selfies. El Museo de Arte Moderno, uno de los caballitos de batalla de la organización –clasificado como “imperdible” junto a la Usina del Arte, el Museo del Humor y el Museo de la Ciudad, entre otros– exhibía su muestra “Una llamarada pertinaz: La intrépida marcha de la colección del Moderno”, hecha de arte abstracto, televisores viejos encendidos en el suelo, afiches en clave pop de los sesenta y fotos en las que se preguntaba: “Si sos tan inteligente, ¿por qué no sos rico?”. El pretendido viaje psicodélico que alentaba el recorrido, quedaba subsumido en fotografías de celulares sacadas por visitantes que saltaban de una imagen a otra en cuestión de segundos.  

“Lo bueno de la lluvia es que podés entrar a todos lados sin esperar, no hay cola para nada”, comentaban en un grupo de amigos que salían de una performance de música experimental en el Moderno, hecha por sonidos robotizados que se disparaban a partir del choque de metales, montados en una estructura piramidal e iluminados por linternas. Alejada de aquel glamour, por casi setenta cuadras que se recorrían sin música ni bailes que las hicieran vibrar, la fábrica recuperada IMPA –en la periferia de Caballito–, recibía a la Orquesta La Juvenil de Adultos. Apostados sobre sillas de plásticos, rodeados por algunos charcos de agua, el olor a aceite y esa tensa calma que producen cientos de inmensas máquinas en silencio, un conjunto de cuerdas con casi veinte integrantes iba de la música clásica al folklore, y cerraba su concierto con una versión acelerada del carnavalito “El humahuaqueño”.

La primera empresa recuperada del país dejaba su marca, por segunda vez, en la Noche de los Museos. Ese gigante dormido que albergó en sus veinte mil metros cuadrados a más de cuatro mil obreros, que se mantenía trabajando las veinticuatro horas de los siete días de la semana, hoy exhibe las cicatrices de la desidia estatal. “Los treinta y seis obreros que la sostienen llegaron a vivir acá adentro para producir algo que les permita comer. Fueron aprendiendo a organizar y administrar todas las etapas de la fábrica”, contaba la socióloga Vanesa Zito Lema, que forma parte del grupo cultural que se unió a los trabajadores de la fábrica, y que hoy despliegan allí dentro un canal de televisión, una radio, un bachillerato popular y un centro cultural. Entre el laberinto de columnas que se perdían en la fábrica, la noche se iba apagando. La lluvia había amainado. Y la sensación que se extendía allí dentro, en ese rincón distante de las luminarias, era un extraño regocijo: el de asistir a un relato subterráneo en medio del espectáculo oficial.