Las primeras alusiones al intento de medir con un sistema de unidades capaz de desbordar las fronteras geográficas provienen de los faraones egipcios y, más tarde, de las monarquías europeas. Como las autoridades necesitaban poner orden a las transacciones comerciales que realizaban con sus vecinos, debían tener referencias precisas y por eso establecieron patrones comunes capaces de mantenerse en el tiempo. 

Así, por ejemplo, la distancia de la nariz respecto del codo del rey servía como medida de todas las cosas en la época medieval. El problema, por supuesto, estaba cuando –por fallecimiento (natural o violento) o abdicación– dejaba su trono a un nuevo heredero que, como tenía otras características corporales, modificaba la matriz sobre la que se producía nada más ni nada menos que el comercio en la región. Las sociedades de Occidente afrontaron este tipo de conflictos de manera frecuente hasta 1875, cuando las primeras unidades (el metro y el kilogramo) se definieron en la Convención del Metro, un acuerdo diplomático que sumaba las voluntades de representantes de 17 países, entre los que figuraba Argentina. Sirvió a las naciones para organizar reuniones periódicas con el propósito de ajustar las unidades según las necesidades de la ciencia y la tecnología. Conforme transcurrió el tiempo, a las primeras dos unidades definidas por consenso se sumaron el segundo, el amperio, el kelvin, la candela (intensidad luminosa) y el mol. El ser humano a menudo olvida que desde el nacimiento (neonatología) hasta la muerte (servicios fúnebres) medimos y somos medidos. Vivimos y morimos midiendo.