Si usted cree que el cerco mediático que protege a la actual administración se limita a la creación de una agenda distractora, como la baja de edad de imputabilidad o la inmigración desde países vecinos, o bien a la persecución y demonización del gobierno anterior, vía el sostenimiento hasta el absurdo del caso Nisman o la presunta y generalizada “corrupción K”, se equivoca. El principal éxito del discurso oficial y de la prensa hegemónica es la construcción e instalación de una agenda falsa.

En el presente, por ejemplo, el debate económico pasaría por las tasas de crecimiento del PIB y de la inflación para lo que resta del año. Efectivamente, si hacia mediados de 2017 el gobierno logra mostrar que la economía crece y la inflación baja, podría conseguir, en los términos instalados, un éxito en la legitimación de su discurso.

El punto aquí es qué quiere decir “términos instalados”. La recesión de 2016 en un contexto de alta inflación no fue la consecuencia de errores de política económica. Tampoco de la necesidad de corregir los desequilibrios de la pesada herencia. Sin la presencia de estos dos factores, recesión e inflación –acompañados por la destrucción de empleo formal, es decir, por el disciplinamiento de la mano de obra– no hubiese sido posible el shock redistributivo en detrimento del salario. Hoy, con los números de 2016 en la mano, se sabe que el salario de los trabajadores privados formales se redujo el 6,1 por ciento y que la caída del empleo fue del 0,7 por ciento.

Estos datos, que son conocidos, son los verdaderamente importantes por encima de la inflación y el crecimiento. Aunque sea mediante retazos sueltos y en medio de enmascaramientos discursivos, la actual administración no oculta sus intenciones. Dice abiertamente que su objetivo es mejorar las condiciones para la inversión, lo que significa bajar los costos de las empresas, entre ellos concretamente dos: los impositivos y los salariales. 

Como lo indican los números, estos objetivos fueron logrados en 2016. Como en una democracia no se puede prometer bajar salarios y ganar las elecciones, si esto es lo que se pretende debe decirse de otra manera, por ejemplo; “el nivel de consumo no era sostenible porque provocaba inflación” o “vamos a privilegiar la inversión”. 

Para 2017, el objetivo es continuar con la tarea, seguir bajando los costos laborales por otros medios. No atacar directamente al salario de bolsillo que recibe el trabajador, que ya se ajustó en 2016 y sería contraproducente repetirlo en un año electoral, sino por la vía tributaria y la flexibilización.

El objetivo de la política económica, entonces, no fue bajar la inflación sino los salarios. Esta caída de los ingresos de los trabajadores se tradujo en la caída global del consumo privado en torno al 5 por ciento, lo que a su vez explicó la caída del 3 por ciento del PIB y de la recaudación. Dicho sea de paso, se trata de una demostración más de que la inflación no es un fenómeno de demanda. La demanda cayó y la inflación anual superó el 40 por ciento. 

La contundencia de los datos no quiere decir, sin embargo, que la inflación de demanda simplemente no exista. Puede existir incluso hasta una inflación por causas monetarias, aunque irremediablemente deba pasar por el mecanismo de transmisión de los costos. Es necesario liberarse de visiones dogmáticas, saber que la inflación es un fenómeno multicausal y poder identificar “en cada momento y lugar” cuáles son los factores que la provocan. 

En la economía local, más allá del discurso, es evidente que las causas principales de la inflación 2016 fueron la devaluación cambiaria del orden del 40 por ciento y los ajustes de precios relativos, desde la eliminación de retenciones a las subas tarifarias. A diferencia de otros momentos de la historia reciente, la puja distributiva jugó a la baja por la doble vía de la pasividad sindical, o margen dado al gobierno nuevo, y el éxito del aparato gubernamental y mediático para crear expectativas de menor inflación en tiempos de paritarias.

Recapitulando, lo importante para juzgar el desempeño de la economía no es la tasa de inflación ni la de crecimiento, lo que de ninguna manera quiere decir que no importen, sino observar que pasa con el ingreso de los trabajadores, el verdadero factor de bienestar de las mayorías. Otra vez, en 2017 podrían mejorar levemente los primeros indicadores en la comparación interanual, que resultará favorable porque 2016 fue recesivo, pero continuar empeorando el segundo.

Ahora bien, todas las decisiones de política económica suponen transferencias en tres dimensiones principales. La primera es entre clases sociales, como fue el caso de la baja del salario real. La segunda es entre territorios, como fue el privilegio de las asignaciones de recursos a las provincias amigas, entre las que destacan la suba de la coparticipación a la CABA y los 25 mil millones de pesos otorgados la provincia de Buenos Aires. La tercera dimensión es entre sectores económicos. Una forma de analizar esta redistribución es mediante la evolución de los precios relativos: los sectores cuyos precios crecen por encima de la media –no por arte de magia, sino por las políticas implementadas– son “los ganadores” en la redistribución y viceversa. El último informe de la Consultora Contexto detalla esta evolución. Mientras el promedio de precios creció en los primeros nueve meses de 2016 el 42 por ciento (no sólo la canasta de consumo, sino todos los precios), los Agropecuarios subieron 79,5 por ciento, los de la intermediación financiera 59,5; los de la minería el 58,8; electricidad, gas y agua 53,0 por ciento y extracción de petróleo y gas 49,3. Todo el resto, incluida la industria con una suba de precios del 39,1 por ciento, quedó por debajo del promedio. 

En otras palabras el modelo económico beneficia especialmente a cuatro sectores: el campo, los bancos, energía y actividades extractivas, es decir; los de ventajas comparativas estáticas, la antítesis de un proceso de desarrollo y diversificación de la estructura productiva.