El lado más salvaje de la civilización es el estado de anestesia que permite “naturalizar” que millones de niños vivan en condiciones infrahumanas. El rumor de que andan reclutando a chicos para trabajar en Uruguay todo el verano llega a oídos de Ajo, su hermana la Enana e Ismael, tres chicos de la calle que roban para un guardia de seguridad porque saben entrar a las casas “sin dejar rastros”. La principal habilidad de Ajo –el más pequeño del grupo, de 6 años– es que se parece a un hombre araña que trepa por las paredes y se mete por alguna ventana. Robar en mansiones de la costa uruguaya es tan irresistible como la posibilidad de conocer el mar. Aunque pudieran intuir el peligro, los tres caminan directo hacia el desastre en Los invisibles (Tusquets), la nueva novela de Lucía Puenzo.

“Esta novela primero fue un corto. Cuando estudiaba en el ENERC, filmé un corto codirigido por uno de mis hermanos, Los invisibles, basado en algo que nos contaron dos chicos de la calle, de las ranchadas de Once y Constitución, que estudiaban teatro y actuaban en un corto que dirigimos. Se acercaron a decirnos que no estaba tan buena la historia, que tenían una mucho mejor ocurrida hace muchos años. Trabajaban para un guardia de la zona Norte porque eran invisibles, eran fantasmas. Nunca supimos exactamente los límites de la ficción y de la realidad. Filmamos ese corto un año después y de ahí se arrastró esa idea: que ellos se nombraban  como invisibles. Cuando les preguntábamos por qué, nos decían que eran fantasmas que deambulaban por mansiones sin ser vistos y que sus robos eran ‘chiquitaje’; que no iba a saltar como un robo externo, sino como alguien que había robado dentro de la casa. Esta idea de chicos de la calle que no eran vistos es muy macabra. Ellos decían ‘A veces nos ponemos delante de una ventanilla y no nos ven’. Me parecía la cima de la crueldad y lo primero que reclamaban era algo tan simple como que los vieran”, plantea Puenzo a PáginaI12.

–¿Cómo explicar que aun estando en las calles no sean vistos?

–La anestesia en las grandes urbes puede empezar a naturalizar que haya niños de cinco años en patas, con frío y lluvia, pidiendo comida. Uno debe preguntarse a qué grados de naturalización fuimos llegando en relación a la niñez, a la vejez, a los que están en la calle y a lo que pasa hoy en este país, que se empieza a caer de nuevo del sistema gente que tiene hambre. Los protagonistas son una heroína y dos pequeños héroes en un punto, porque tienen muchas ganas de pasarlo bien y quieren conocer el mar. Cuando les llega esta propuesta, que de entrada se percibe como siniestra y peligrosa y uno grita como en las películas de terror “¡huyan en otra dirección!”, a los chicos lo que los tienta no es la propuesta de cruzar por el Tigre a robar casas en Uruguay, sino conocer el mar.

–No dejan de ser niños.

–No pueden dejar de ser niños y a lo largo de la historia les gana el ser niños. Cuando están en una situación híper siniestra, les gana que a lo lejos ven el mar, que entran a una habitación llena de juguetes importados o se ponen unos patines. 

–¿El robo en las casas se parece a un juego?

–De alguna manera sí. En cada una de esas mansiones, en esas misiones que les dan –y que después entenderemos que era una gran mentira, que tenían que hacer todo mal, que era parte de lo que los guardias de seguridad querían–, se empezó a articular como microcuentos dentro de la estructura de la novela. En esos microrrelatos hay reglas propias, casi de género. Algunos son más descarnados, otros tienen mucho más humor, otros lindan con la ciencia ficción. Me divertía entrar a una casa y detener el tiempo y que les pasara algo inesperado. El tiempo se detiene y lo que menos importa es el robo. Son personajes encerrados, pero también esa jugadora de ping pong llevada para ser la payasa de un ruso multimillonario, que está sola en esa mansión, haciendo tiempo. Y la chiquita con mutismo selectivo, que elige no hablar y está guardada en una de las casas. Son personajes encerrados en estancias de cientos de hectáreas, con todos esos grandes nombres. No era lo mismo que la novela nombrara nombres reales o ficticios. Defendimos mucho con la editora la importancia de los nombres.

–Beccar Varela o Mitre.

–Sí, esa parte de la costa uruguaya está atravesada por las grandes familias terratenientes de la historia. Esos chicos se meten en esas casas, no en cualquier casa. Hay un cruce muy radical de los que están más abajo y los que están más arriba. No daba lo mismo que fuera cualquier familia. Esas mansiones son de los dueños del país y con estos chiquitos fantasmales, circulando por sus casas y viendo sus intimidades y sus peores secretos. Ni siquiera están armados y cuando tienen un arma la esconden en la arena por si en algún momento la necesitan. Al mismo tiempo, son tres personajes muy punks porque no son inocentes; son chicos que crecieron en la calle, robaron de todo, han hecho de todo para sobrevivir, son sobrevivientes. Pero ellos no son los que van a matar.

–Los invisibles empieza con cierto realismo para derivar a zonas más vinculadas con el terror y la ciencia ficción. ¿Cómo fue trabajando los cambios de clima?

–A diferencia de los guiones cinematográficos, donde sí trabajo en la segunda versión con una estructura dramática, sabiendo el final porque lo necesito, con la novela todo es pura intuición y digresión. Esta novela fue muy digresiva. Tenía la intención de que empezara de una manera muy realista y cruda y después los iría llevando a medida que se iban perdiendo en esas estancias, que para mí era como una isla de El señor de las moscas, por fuera del tiempo, fuera de su universo; ellos desconocían las reglas de ese universo y se iban sumergiendo en oscuridades cada vez más espesas de las que no sabían bien para dónde ir. Todo esto fue apareciendo muy arbitrariamente, porque además lo bueno de este universo fue que era como un no-tiempo: tienen una semana, hay nueve casas, róbenlas como quieran, hagan lo que quieran. Y ahí adentro estábamos los chicos y yo. No había reglas de género. Más allá de que toca cuestiones del policial, no sigue las reglas de un policial en el que mandan las peripecias. 

–¿Por qué los personajes están tan encerrados?

–Me gustaba pensar a esta novela como una isla de la que nadie sale. Tenía la intuición del lado salvaje de la estancia, de la aparición de los perros salvajes. La sensación es que en esa estancia que uno creía domesticada, la mitad estaba atravesada por una zona que no tenía dueños, y ahí reinaba un aura mucho más salvaje. Y los chicos podían ser como los reyes del lado salvaje. Podría poner como referencia La isla de los suicidas, el cine de terror asiático que se mete con adolescentes y los lleva a costados muy salvajes. O El señor de las moscas, tanta filmografía y literatura que lleva a los adolescentes y a los niños a hacer contacto con su lado más amoral, más oscuro.

–¿Qué pasa con Luisa, la chica muda? ¿Por qué el mutismo genera tanta extrañeza?

–Tuve la intuición que iba a ser  más protagónico, pero al escribir novelas en las que no tengo un trazado claro, hay intuiciones que no se comprueban. Empecé creyendo que ella iba a ser protagónica, pero algo me decía que no era así y fui dejando que saliera de la trama. Mucho de lo que saqué de la novela y que tal vez se transforme en otra novela es la historia de esta chica; tenía como doscientas páginas más. Esa historia se cruzaba con el relato de los chicos. Todo eso lo saqué; pero había algo de la imantación que siente Ismael por ella que es muy poderosa, muy sexual, y al tiempo muy inocente.

–No es la primera vez que trabaja con personajes encerrados. ¿Qué le interesa del encierro?

–Es como el género de la pieza, los vínculos encerrados. Yo trabajo mucho con el encierro en lugares enormes; pero la sensación de que no pueden salir es imaginaria. El género de la pieza te hace chocar de frente con ciertos vínculos; en este tipo de género no manda tanto la peripecia, que es lo que menos me interesa, sino los vínculos y los universos imaginarios; es como ir para adentro y para abajo y no para adelante y los costados. XXY, basada en un cuento de Sergio Bizzio, tiene también el tema del encierro. En El niño pez las chicas están encerradas en una gran mansión; en Wakolda, en una gran casa al lado del Nahuel Huapi; en La furia de la langosta, en una casa en el exilio uruguayo. 

–La naturaleza aparece como lo no domesticado, como un elemento disruptivo.

–Es cierto. Esa estancia que está cortada en diagonal y de un costado es salvaje y del otro no, esa idea de la convivencia de lo salvaje hasta tiene que ver con nuestras ciudades latinoamericanas, donde estás en una cancha de tenis en una mansión y al lado hay una villa miseria. Puede ocurrir que de un lado haya tres chiquitos invisibles durmiendo en la calle y del otro una fiesta de los Mitre. Esta convivencia es obscena.

–¿Cómo se vincula Los invisibles con el presente de la Argentina?

–Escribí esta novela el año pasado, en pleno puerperio. Tenía una beba de dos meses, Nina, y cuando se dormía escribía Los invisibles, que tiene algo muy maternal. La Argentina de hace un año ya era la Argentina del macrismo, en la que los niños de la calle la pasaban muy mal. Con lo que está pasando en estas semanas cobra más vigencia. ¿A quién le sorprendería que haya chicos de la calle explotados por guardias y policías? ¿O que sean más invisibles de lo que son hoy, cuando ya no alcanza para comprar leche y no está decretado como emergencia nacional?