“Igualdad” es una palabra vedada al léxico neoliberal. Impronunciable como ninguna otra por el relato que detecta el secreto de la prosperidad en la sustitución de la política por la administración eficaz, hace un hueco en la nomenclatura de la “responsabilidad social” y en los coloquios empresariales es conjurada por la negativa con una sobreactuada “preocupación por la desigualdad”. 

Repuesta a la discusión pública por la ex presidenta Cristina Fernández en la conferencia de Clacso, la igualdad, en efecto, es obra de la política, nunca de la economía –o más bien presupone siempre la subordinación de la economía a la política–. Si la política se retira (es decir si los seres humanos abjuran de la movilización y la organización social para obtener nuevos derechos, o defender los que ya tienen; si el Estado abandona su tarea de inclusión), la dominación y la jerarquía –que nunca dejaron de estar ahí, en espera de su restauración– restablecen el “orden de las cosas”, no pocas veces a través de la venganza, la crueldad y el más brutal racismo social.

Como sucede con los de comunidad, individuo, libertad o democracia, el concepto de igualdad entre los seres humanos no es algo que pueda deducirse de la naturaleza (“no está dado en la condición humana”), ni demostrarse lógicamente, ni probarse por la ciencia: es un invento de la imaginación radical que pudo no haber tenido lugar. Un principio, o más bien, como dicen algunos filósofos actuales, una “declaración” –como lo fue en su momento la “Declaración de los derechos humanos”– más que un objetivo a ser alcanzado por medio de un programa. 

Declarar la incondicional igualdad de las personas no significa, por consiguiente, corroborar algo dado diferente a la declaración misma, ni proponerse llegar a ella en un futuro que condenaría finalmente a las desigualdades a ser cosa del pasado, sino por el contrario significa afirmar un principio sin fundamento más allá de sí mismo, nunca conquistado para siempre y por ello ininterrumpido en su manifestación, capaz de producir efectos en los vínculos, las instituciones, la educación, la economía o el derecho.  

Siempre que una sociedad se enfrenta a la posibilidad de producir una igualdad nueva por obra de la política, quienes se resisten a que ello suceda esgrimen, entre otros, un argumento temporal: “aún no es momento” (revísense por ejemplo los documentos del debate con motivo de la sanción del voto femenino en 1949; o el más reciente debate parlamentario y periodístico sobre el matrimonio igualitario...). Otras veces la demanda de igualdad es impugnada debido a la existencia de otros temas “más prioritarios”. No resulta infrecuente el recurso a los pobres y la explotación ideológica de la desgracia económica por las derechas de toda laya –sean confesionales o puramente capitalistas– a la hora de conjurar la igualdad allí y donde irrumpe. A menos que esa igualdad sea la económica que reclaman esos mismos pobres si políticamente organizados y no reducidos a meras víctimas objeto de compasión y caridad. En tal caso, el argumento de la “prioridad” se volverá retórica de la “concordia” y la paz social. 

El tiempo de la igualdad es el presente, no el porvenir. Su manifestación es ubicua, plural y rizomática, no una jerarquía de prioridades. En tanto declaración, la igualdad de las personas no subordina su valencia a ningún meritocratismo, pues concierne a lo que los seres humanos son (a que los seres humanos son) y no a lo que hacen. 

No hay mérito ninguno en tener mérito. En su forma más exacta, esta idea quizás encuentra su manifiesto conciso en la frase “de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad”, con la que Marx definió alguna vez el comunismo. Hay en ella una radical ruptura de la lógica que la mercancía (palabra que comparte raíz con “mérito”, con “mercenario”, con “meretriz”) establece en las relaciones sociales y los vínculos. Más allá –o más acá– del agujero que esta frase marxiana hace en los lenguajes con los que habituamos pensarnos, la igualdad no se pide ni se merece; se toma conciencia de ella, se activa y se ejerce.

Cualquiera es capaz de pensar, de emanciparse, de sentir el exceso no funcional de la lengua, de practicar la escritura literaria, de recuperar la libertad sexual de toda confiscación o condena de silencio. Igualdad significa asimismo que cualquiera es sujeto capaz de imaginar –entre otras muchas cosas– particiones de la riqueza diferentes a las inmediatamente dadas, y actuar para su puesta en obra; en este sentido, lo otro de la representación del individuo como mero objeto merecedor de una redistribución más conveniente decidida en otra parte y sin su intervención. 

Igualdad no es solo una más justa distribución de bienes sino un reconocimiento más intenso y más extenso de las personas como fuerzas productivas de pensamiento (palabra que incluyo las acciones políticas) acerca de lo justo. Inagotable y siempre colmada de novedades, igualdad es una palabra que resiste al sentimentalismo de la buena conciencia, y se desmarca de la función despolitizadora que cumplen en el actual capitalismo tecnomediático las campañas de ayuda a los desgraciados del sistema. 

La institución de la igualdad comienza por una declaración que desmantela los órdenes jerárquicos autolegitimados como naturaleza de las cosas; en ese sentido, estrictamente toda igualdad es anárquica y deja vacío el lugar del poder –a partir de entonces apenas un lugar de tránsito, ocupado siempre de manera alternada y provisional–. Igualdad es así ante todo irrupción de un régimen de signos que sustrae la vida a la jerarquía, la dominación, el desdén, el desconocimiento, la indiferencia o el destino en tanto efectos de la desigualdad.

Iguales no quiere decir lo mismo. La igualdad permite que haya otros. La igualdad es el reino de los raros. Como idea filosófico-política, igualdad se opone al privilegio, no a la excepción; a la desigualdad, no a la diferencia; a la explotación, no a la disidencia; a la indiferencia, no a la inconmensurabilidad; a la pura identidad cuantitativa que torna equivalentes e intercambiables a los seres, no a las singularidades irrepresentables -en el doble sentido del término. Es el alma de la democracia en tanto juego libre de singularidades irreductibles, abiertas a componerse en insólitas comunidades de diferentes (a producir la “comunidad de los sin comunidad”), conforme una lógica de la potencia inmanente a esa pluralidad en expansión alternativa a la trascendencia del Poder. 

Principio constitutivo de una potencia común, la igualdad no requiere de la impotencia de otros para su incremento sino, por el contrario, más se extiende cuanto más común. Activado por el principio de igualdad, modo de vida democrático es aquel donde cualquiera habla, cualquiera hace uso de la palabra, cualquiera piensa, cualquiera actúa. Forma de vida colectiva en la cual los cuerpos encuentran condiciones materiales y sociales para el incremento de su poder de actuar, y las inteligencias para el desarrollo de su poder de pensar –es decir condiciones para la irrupción de subjetividades políticas–.

Contra el “discurso competente” que reserva la política a la clase dominante, democracia es la forma de sociedad en la que cualquiera (la insistencia en este pronombre indefinido no es descuido) puede hacer política, y en la que los referentes sociales surgen desde una raíz popular, emergentes de luchas sociales y de resistencias a la injusticia.

Existe política en vez de únicamente dominación cuando cualquiera es sujeto activo de la vida en común y no solo las personas que tienen dinero, instrucción o linaje. Luiz Inácio Lula da Silva, fue un tornero de escasa formación técnica, un trabajador cualquiera que llegó a ser presidente de Brasil –seguramente el mejor presidente de la historia brasileña–. El actual presidente de Bolivia –también él con seguridad el mejor presidente de la historia de su país– es un indio aymara cocalero que aprendió el castellano siendo ya adulto y sin otro pergamino que el de una memoria, una voluntad y el reconocimiento de su pueblo.

El odio a la igualdad es el obstáculo mayor de la democracia; su habilitación en el lenguaje y los signos del desprecio, la antesala de lo peor. Hacia fines de los años 30, durante la noche más oscura que se abatía sobre Europa, Walter Benjamin escribió que “un fascista no es más que un liberal dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias”. Acaso un neofascista no es otra cosa que un neoliberal dispuesto a llegar hasta el final.