Una infinita muñeca rusa, un mecanismo de relojería, la intrincada arquitectura de un parque de diversiones, todo de carne y huesos, es la conjunción más cercana que se me ocurre para tantear a Pablo Suárez y su obra. La sorpresa incesante, la implacable mirada que mide el tiempo de los hombres –de cualquier hombre–, la curiosa red de llamados que atrae, misteriosa y explícita a la vez, al mirón en cada una de las puestas (en el escenario del mundo, en las cortezas de la conciencia) de Pablo Suárez, y la impetuosa, humana ironía que pone en marcha ese mecanismo múltiple, dan forma a esa metáfora imposible.

Cada vez que me anuncian una muestra de Pablo voy dispuesto a que, una vez más, me corra el banquito de las seguridades y –como gritaba el loco Bonavena, alguien de quien Suárez fue pariente, cuando era boxeador– me deje solo en un ring con dos dimensiones: la de la estética (con sus teorías variopintas) y la de mi (conjeturable, hasta ahora no alcanzada) tranquilidad terrenal.

Enumero para ir buscando un sentido, alguna conclusión que la próxima muestra de Pablo Suárez hará útil: grandes telas mostrando cadáveres que parecen nadar en la frialdad de un quirófano (o ya están en la morgue), hace muchos años, en tiempos de la represión; baldosas reales para terminar de enfriar –de contrapunto– los locales (¿las carnicerías?) que pintaba en su incursión en el hiperrealismo (ese hiperrealismo a la criolla); la soledad de una maceta de flores que en el recuerdo me parecen malvones, tango, flores de maldad; el plato con esa sopa de letras en las que se reproducen los primeros tramos de El Aleph de Borges (o era el principio de La metamorfosis de Kafka traducido por Borges y ahora yo quiero que sea un Aleph, porque en el principio de la obra de Suárez también hay un Aleph, donde los astrolabios son piezas tiradas en un basural urbano); el hombrecito que, subido a un telón real, escapa –intenta escapar– de una rata, en aquella galería que Pablo convirtió una vez en un recorrido de crueldad (y para esta obra nada menos que el título “Por amor a mí accediste a un lujo vano, dijo la rata”); aquella carta que Pablo distribuyó entre el público del Di Tella en que explicaba su negativa a participar  de “Experiencias” de 1968 por “imposibilidad moral” frente a la realidad del país, y su participación, en esas tumultuosas épocas, de la muestra Tucumán arde; aquella banderita flameando primero como marco de un basural puesto en una sala en la que se iban pudriendo y dando olor a materias vivas del desecho humano (como un sentido homenaje a los collages de Berni, exasperando ese collage hasta invadir el espacio, las narices de los espectadores) y esa misma banderita otra vez, pobre, alimentada en sus pliegues de gloria por un ventiladorcito atorrante, señalando la escultura de un prócer tallado en telgopor, o –para detener en algún lugar esa marcha que desata pensar en la obra de Suárez o ver un fragmento de ella– aquella instalación de un gallinero en la que unos pocos pájaros, asentados en el alambrado, le marcaban a las gallinas “el límite de la estupidez” (en la foto).

Y mucho más, claro, un territorio inabarcable –o que hay que leer en cada eslabón, en cada uno de sus territorios más chicos– que incita a la insana tarea de narrar.

Una conclusión que se escapa, que sólo se presenta probable si alguna vez, en algún lugar, se pudiera ver toda junta la obra de Suárez, aunque un retrospectiva, esa forma de muerte, no cabe en la imaginación de Suárez y lleva, tal vez, para encontrar un lugar donde hacer pie, a algunas de las declaraciones del artista: “La pretensión básica –dijo una vez– es que mi obra sea legible. Estoy harto de la disección del lenguaje de las artes plásticas del siglo XX. Me interesa llegar a la comunicación directa de una serie de cosas que pienso de los seres humanos, de la vida, del mundo y demás”.

Grotesco, cruel, arltiano, pero con refinamientos de un Borges, brutal y exasperante como una “rosa brotando de una vara de fierro” y cortejando su fin (como dice Borges que pueden hacer ciertas artes), aparece el mundo según Pablo Suárez. Alguien lo tendrá que explicar.

* Texto tomado del libro Miguel Briante, El ojo en la palabra (1996), y que fuera publicado originalmente en la revista Artinf, Nº84, en el otoño de 1993. La retrospectiva de Pablo Suárez, Narciso plebeyo, cuenta con curaduría de Jimena Ferreiro y Rafael Cippolini, y sigue hasta el 18 de febrero en el Museo de Arte Latinoamericano, Malba, de la Avenida Figueroa Alcorta 3415.