“¿Quién canta?, ¿quién baila?, ¿quién besa?, ¿¡quién soy!?” Hay que tomarse el tiempo y llegar hasta la última canción de Volver con sol, flamante disco de Gabriela Torres, para dar con su intención primal: la búsqueda existencial. O una autoafirmación del ser, dicho de otra forma, sustentada en tales preguntas más que en sus posibles respuestas. La clave está en “¿Quién soy?” –así se llama el tema citado– en parte porque es uno de los compuestos por la guitarrista y en parte, también, porque la resume y sintetiza mejor que cualquier otro. “Es loco, porque le gustó a un montón de amigos cuando en realidad se trata de una canción críptica y devocional, inspirada en Arunachala, la montaña sagrada de la India, y en un santo indio que basa toda su trasmisión en la auto indagación… precisamente en el quién soy”, clarifica Torres, que estrenará el disco hoy a las 21 en el CAFF (Sánchez de Bustamante 772). “Es como ir hasta las fuentes mismas de tu ser a través de la pregunta existencial, ontológica”; se extiende ella, mientras tiende puentes con el resto del disco.

Con los tangos, por caso. Difícilmente la introspección existencial del porteño tipo deje de lado las letras y las músicas de este género. Y por ahí también anduvo escarbando la cantora. Recreó “Melodía de arrabal”, apenas acompañada por la flauta baja de Juampi Di Leone; volvió sobre “Graffiti de almas”, esta vez con Daniel Melingo recitando; se paseó, apenas vestida por su voz y su guitarra, por “Siempre París”; se conformó con el solo acompañamiento del vibráfono de Fred Selva para incursionar en los entresijos de “Gricel”; y, como fluido puente entre el Oriente hindú y lo porteño, adobó “Niebla del Riachuelo” con un sitar. 

El cruce entre tango y música oriental abreva su sino justamente en un viaje que Torres hizo hacia las profundidades de Nepal. Allí, cuenta ella, observó los restos de la destrucción de templos provocada por el último terremoto, y vivió la transversalidad de las castas, desde los hoteles cinco estrellas de la populosa Bombay hasta la pobre Tiruvannamalai, donde descansa la montaña sagrada. “Fue tremendo lo que me pasó en esta ciudad sureña: se me inflamó una encía, una amiga me llevó a un hospital y la gente se moría al lado mío. No sé cómo explicarlo, terrible. Al día siguiente subí la montaña y luego me fui para Varanasi, la ciudad más sagrada de India y, según los indios, la más antigua del mundo. Ahí, el Ganges asume una participación enorme en la vida social, porque es donde la gente va a morir, literalmente. Bueno, en ese lugar conocí a Dani (Rodríguez), que es el que toca el sitar en ‘Niebla del Riachuelo’. El sitar es tan profundo, te lleva a navegar por lugares tan alucinantes que me dije ‘¿por qué no?’. Además, aproveché que había tenido la oportunidad de comprobar que el Ganges y el Riachuelo tienen casi el mismo color. Es muy impresionante ver la niebla sobre el Ganges, es como el tango”.

–Le encontró la vuelta precisa a un tango que tiene mil versiones...

–Me resolvió eso, sí, porque hacía mucho que quería hacerlo, pero me frenaba precisamente la cantidad de versiones que tiene. A mí me llena de potencia cantar tangos, pero después del Polaco Goyeneche no hay mucho que hacer, y hay que pensar mucho a la hora de encarar una versión. Esta cruza entre el Ganges y el Riachuelo me dio una buena respuesta en este sentido.

Otro puente con el tango, género que Torres volvió a grabar luego de veinte años es el aura de Virgilio Expósito. “Tuve la suerte de ser muy amiga de Virgilio. Incluso, él había venido a la presentación de mi primer disco (Sin cielo ni gloria, 1994), una vergüenza tremenda”, se ríe ella. “Fue uno de esos recitales a los que te van a ver tus amigos, pero los míos eran Eladia Blázquez, Mercedes Sosa, Víctor Heredia, León Gieco... Una vergüenza enorme porque yo aún estaba muy verdolaga en lo que quería decir. Pero, bueno, fue valioso porque también vino Virgilio y me animé a cantar ‘Vete de mí’ acapella. Después, por intermedio de Nacha Guevara, me enteré de que él daba clases de expresión y por supuesto fui”, evoca. “Nos enamoramos mutuamente con Virgilio. Aprendí un montón con el viejo, laburamos juntos un tiempo, organizamos un show a dúo en La Trastienda, en el 95 y fue divino”.

–Tipo difícil, Virgilio, según recuerdan muchos de sus colegas.

–Nos peleábamos mucho, sí. Era políticamente incorrecto por donde lo mires, pero a su vez era un tipo muy valioso. Era como un bronce y conmigo fue muy generoso. Recuerdo que una vez vino al Bauen y me escuchó cantar “Gricel”. Después nos fuimos a comer y me dijo “¿Vos conocés la historia de ‘Gricel’ y Contursi?” Le dije que no, a lo que me respondió: “Porque la cantaste como si la conocieras”. Fue el mejor piropo que me han dicho y también una de las razones que me llevó a grabarla en este disco.

–Minimal su versión de “Gricel”, sólo un vibráfono y su voz. A propósito, ¿con qué criterios se maneja a la hora de trabajar interpretaciones?

–Cuando canto un clásico, trato de ser lo más fiel posible a la melodía y a la letra. Y en lo musical me permito licencias en la elección de sonoridades, pero respeto las armonías. De todas formas, a esta altura de la vida y del tango, si uno no canta un quiero vale cuatro y muestra algo nuevo, colabora con el adormecimiento que estamos viviendo. Y lo digo a todo nivel... Por eso hice de nuevo “Amor y espanto” (Vitale - González - Abonizio) apoyada en el bandoneón de Carlos Buono, y con una introducción dada por el audio de la represión de diciembre en el Congreso. Estamos viviendo en un Estado de devaluación institucional tremendo y me pareció bien dar cuenta de la instantánea, porque la estafa cívica que sufrió el pueblo argentino no se puede creer.