Antes de que existiera el random digital y la acumulación infinita era importante cómo empezaba y cómo terminaba un disco. La última canción es la despedida, el epílogo de una historia cantada y también el comienzo de lo que vendrá. En esa última canción está (estaba) el preanuncio de lo próximo. A veces, lo pienso con mis discos y también con los de otros, las últimas son las mejores, las más sentidas.

Como en estos días voy a estar compartiendo escenario con mi padre decido escribir sobre mi canción favorita de su obra y pienso que siempre, hace una vida ya, elijo “De aquí, adónde iré”, el tema que cierra su segundo disco, no solamente por su valor y su musicalidad propia y presente si no por lo que promete, en su letra y en su melancolía de himno del futuro. No sólo por lo que dice, que es poco, si no por lo que insinúa, que es bastante más. El que la canta y la escribe, no sabe cuál su destino, dónde empezó y dónde terminara su viaje, ni el suyo ni el de los suyos. Y en el estribo de este conjunto de canciones comparte sus interrogantes. 

El título del disco –en una hipérbole tan urbana como el tango más arrabalero– es Ciudad de guitarras callejeras, y su nota final es de color incierto. Hay más preguntas que respuestas. Es, en todo caso, un instante de reflexión y de pausa tras un recorrido ajetreado yendo de aquí para allá. Después de recorrer en auto la ruta 8, de pasar por Campana escapándose de todo, de ver el fuego social en José León Suárez. Después de subirse y bajarse de los camiones Pettinari y de convertirse en un muchacho más del taller, de dilapidar fortunas en el Dock Sud aceitoso y de ejercer la libertad en el silencio de la madrugada de la Pampa. Después de toda esa aventura, que es un retrato de una Argentina que ya no está (o mejor dicho: que seguramente está germinando ahora, en este instante, nuevamente y en otro lugar), el cantor urbano frena y se pregunta por el mañana, por sus hijos (sí, somos nosotros, José y yo) y su destino finito, y se pregunta también por la vida: la suya y la de sus semejantes. Hay un niño, otro, tal vez soy yo, que quiere saber adónde iremos mañana, con quién nos encontraremos en el más allá, en la eternidad, cuando estemos tan solos. La música y la melodía de los violines se va difuminando. Hay algo en la canción que parece instalado en un sueño, hay un tono irreal, casi fantástico.

Como sucede tantas veces, el recuerdo es más extenso y generoso que el hecho: sigo tarareando solo el estribillo del final, la canción (y el disco, claro) ya terminaron. No hay púa ni botón que logre que vuelva a comenzar. Tampoco yo quiero. No me hace ya falta. Me siento tan solo. Hay silencio en mi hogar. Mi hijo no está, pienso en él, donde estará ahora. Imagino el momento de la grabación de esta canción, en un estudio porteño. Termina la sesión, los músicos se despiden, y mi padre sale a la calle. Ya es de noche, y empieza a caminar por la ciudad con una guitarra en la mano. En su cabeza, y ahora mismo en la mía, resuena la frase: “De aquí adónde iré, qué amigos tendré, mañana”. 

En su caminata por los barrios y hacia el centro pensará si es la canción apropiada para terminar el disco, para despedirse del oyente, de nosotros, de vos, del lector que ahora está recordando la canción y de aquel otro que con la hoja de papel y tinta en sus manos, en este ejercicio fabuloso y anacrónico de la lectura impresa, analógica y manual, siente la necesidad de escucharla por primera vez, de descubrirla. Tal vez ése sea el sentido máximo de una canción: ser descubierta por alguien en algún momento de la vida.

Las últimas cosas que hacemos son una despedida, un adiós o un hasta luego. Hasta que llega lo próximo, hasta que otra canción desplaza a la anterior. 

“Qué noches vendrán, tras el amanecer de un día.”


Antonio Birabent es músico y actor y se ha desempeñado además como periodista en gráfica, radio y televisión. En su faceta periodística trabajó en el diario El Cronista Comercial y el suplemento Sí de Clarín, condujo el programa La Cueva (Telefe), y desde hace tres años lleva adelante un programa en la radio Nacional Rock, entre otros trabajos. Como actor debutó en Tango feroz, y luego trabajo en películas como ¿Sabés nadar?, 555 o El impostor. También actuó en las series Verdad consecuencia, Epitafios, Por ese palpitar o Perfidia. Su carrera discográfica comenzó en 1993 con Todo este tiempo y lleva un total de dieciocho discos grabados, la gran mayoría producidos de manera independiente, entre ellos Azar, Lápiz, papel y guitarra y el doble integrado por Hijos del rock y O. El último es el flamante Oficio: Juglar, en el que musicaliza poemas de Fogwill, Pizarnik y Roberto Juarroz, entre otros. Es el hijo mayor de Moris, y la relación musical con su padre se remonta al disco Mundo moderno (1980), el segundo del prócer del rock argentino publicado en España, en el que figura como co-autor de un tema llamado “El rock del colegio”, cuando tenía apenas 11 años. Desde 1990, en que Antonio formó parte de la banda de Moris, han compartido escenario muchas veces. En 2010 grabaron juntos el disco Familia canción, el único que editaron firmado a dúo, y salieron entonces a presentarlo en vivo. Este jueves 6 de diciembre volverán a tocar juntos después de mucho tiempo en el Teatro Picadilly, Av. Corrientes 1524. A las 20.30.