PáginaI12 En Francia

Desde París

La piel más profunda de la realidad salió a la superficie para desmentir las ficciones de un debate político fagocitado desde hace años por los temas del islam, las fronteras y los extranjeros cuando la auténtica fractura estaba latiendo en el alma del país: los temas sociales, la desigualdad fiscal, el empobrecimiento, los exorbitantes privilegios de que gozan unos pocos, la destrucción del Estado social, la desigualdad creciente y el liberalismo lanzado como un lobo hambriento contra las clases medias y pobres. La revuelta de los chalecos amarillos instaló en el médula del país un reclamo que gana respaldos al tiempo que dejó a la casta política en un estado de alucinación colectivo. No entienden cómo y cuándo empezó a pasar. Por ahora, reina el silencio en las esferas de la presidencia. 250 incendios después, una prefectura quemada, un par de muertos colaterales, personas mayores salvajemente golpeadas por la policía, 130 heridos, cerca de 400 de detenidos, 112 autos quemados y decenas de comercios saqueados no bastaron para sacar al presidente francés de su silencio. Tampoco el bloqueo de más de 100 bachilleratos, las nuevas manifestaciones convocadas para el próximo sábado por los chalecos amarillos y la certeza de que se está frente a una insurrección de raíces intensas. El jefe del Estado no ha dicho ni una sola palabra luego de los disturbios del pasado fin de semana. El Ejecutivo parece decir a media voz “conservamos el rumbo”, a lo que el movimiento de los chalecos responde “nosotros también”. 

Desde que llegó de la Argentina, el mandatario francés se encerró en un silencio que le es común. Sin embargo, esta vez, la crisis se despliega sin que el presidente o el gobierno hayan dado muestras de autoridad para calmarla o desactivarla. Cuanto más silencio guarda Macron, más rabia acumula la calle y más interrogantes se plantea la sociedad. El diálogo entre los representantes de los chalecos amarillos y el Primer Ministro Edouard Philippe previsto para hoy 4 de diciembre quedó en la nada. El Ejecutivo repite “las puertas están abiertas” pero los chalecos amarillos decidieron no acudir al encuentro. La formula del diálogo no se plasma, tanto más cuanto que los chalecos amarillos son un movimiento proteiforme, horizontal, sin líder ni representantes oficiales. También, en el seno mismo de ese grupo existen divisiones entre quienes sí están dispuestos al diálogo y las ramas más radicales que se oponen a cualquier acercamiento. El Ejecutivo admite que el momento es “grave” e insiste con la idea de que sólo el diálogo es la solución. El gobierno busca un claro entre la bruma que le permita anunciar algunas “medidas” capaces de orientar un diálogo sin dejar la sensación de que ha retrocedido. Algunos ministros del gabinete adelantaron que en los próximos días se producirá un “gesto de apertura sólido” para despejar el atasco. Enfrente la respuesta no varía: el diálogo no conduce a nada, lo único que queda por hacer es suprimir el aumento del gasoil previsto a partir de 2019 dentro de las medidas de la muy más llamada “transición ecológica”. Ese era, sin embargo, el punto de partida de las protestas. Con los días se le fueron sumando otras exigencias que convergen, todas, hacia un mismo punto: más igualdad en las políticas fiscales, más equidad en las políticas retributivas. Los datos que llegan regularmente a la sociedad prueban cuanto ha perdido el país social. A finales de noviembre, el Observatorio francés de la coyunturas económicas (OFCE) publicó un informe donde da cuenta de que entre 2008 y 2018 las ganancia disponible  de los franceses y de los residentes en Francia bajó de 440 euros por año. Casi todas las medidas socio fiscales adoptadas desde 2008 hasta ahora no han hecho más que castigar el poder adquisitivo de los salarios medios y bajos. 

La insurgencia de los chalecos amarillos acabó con el consenso de una confrontación política absorbida por el islam y el nacionalismo, le sacó el dulce al caramelito falso de las start-up como modelo de desarrollo vital, empañó la ilusión de que las nuevas tecnologías daban pan y trabajo a todo el mundo y destrozó la otra falacia monumental del tecno liberalismo según la cual el trabajo tal y como lo concebíamos ya no existe. Sí: los agricultores trabajan la tierra, los camioneros conducen, las vías de los trenes no las arreglan las computadoras, los obreros no son una metáfora de un mundo transformado. El trabajo y quienes los realizan son seres reales que sufren sin paracaídas las inclemencias y las indolencias de un modelo destructivo de la dignidad humana. El milagro abarca hasta la misma derecha. Los medios conservadores hablan hoy de igualdad, trabajo, redistribución, justicia social y fiscal. Hasta el cloroformizado socialismo francés se había olvidado de pronunciar esas palabras y, sobre todo, de que detrás de ellas hay seres humanos. El achicado Partido Socialista francés le pide a Macron que deje ser “Júpiter en su Olimpo” y que baje a la calle, o sea, a la realidad. La ultraderecha y la izquierda radical exigen elecciones anticipadas y la derecha plantea un referendo. Incluso a la líder de la ultraderecha le salió la vocación social que tenía escondida. Marine Le Pen pidió que bajara el precio de la electricidad y aumentaran las pensiones y los salarios. Paralelamente, los sindicatos empiezan entrar en el conflicto. La CGT llamó a una gran concertación nacional sobre los salarios, las jubilaciones, el trabajo y la protección social al tiempo que convocó a una manifestación nacional prevista para el 14 de diciembre. La calle dice, con acertada ironía: “Macron sólo negocia o cede ante los lobbies de los grupos globalizados. Ahora recién empieza a descubrir que el lobby más fuerte es la sociedad”. Por unos días, Francia apartó la temática racial y se asomó a su fractura social y geográfica. Esta crisis tapó las retóricas sucias pacientemente delineadas por los intelectuales xenófobos: la de los nacionalismos populistas, la de la problemática del islam y los extranjeros alimentada por los protofascistas de moda. Estamos en la realidad del Siglo XXI y no en los fantasmas de un Occidente blanco asustado por los otros. Son sus propios excluidos quienes le piden que rinda cuentas.

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