Desde Lima

Su historia política ha ido de la mano con los escándalos de corrupción. Y con una fama de experto en eludir las investigaciones judiciales. Alan García, 69 años, comenzó su carrera política a inicios de los años ochenta encandilando a las masas con una poderosa oratoria que lo colocó en el centro del escenario político como una figura de cambio, y la termina envuelto en un discurso de derecha, convertido en símbolo de la corrupción política y la impunidad, y con un rechazo ciudadano que llega al 85 por ciento. Con el avance de las nuevas investigaciones judiciales en su contra       y luego de la negativa de Uruguay de otorgarle asilo, su último intento de eludir investigaciones judiciales por corrupción, esa aureola de intocable que lo ha rodeado comienza a desvanecerse rápidamente.

En 1985, con solamente 36 años, García se convirtió en presidente. Su irrupción en la escena política fue avasalladora. Su juventud, su capacidad oratoria que entusiasmaba a las masas y su discurso prometiendo cambios, le hicieron ganar ampliamente las elecciones como candidato del Apra, el viejo partido socialdemócrata fundado en los años veinte. Pero el entusiasmo se apagó rápido. El gobierno de García terminó en un estrepitoso fracaso, con hiperinflación, hipercorrupción, el crecimiento de la subversión armada y violaciones a los derechos humanos. 

Acusado por varios cargos de corrupción al finalizar en 1990 su primer gobierno, García, tal como intentó hacerlo ahora, eludió las investigaciones recurriendo al asilo. En abril de 1992, Alberto Fujimori dio el autogolpe, cerró el Congreso y capturó el Poder Judicial, y García encontró la ocasión ideal para eludir a la Justicia alegando persecución política. Colombia le dio asilo y García pudo salir del país. Regresaría el año 2001, cuando los cargos en contra habían prescrito. 

A pesar de su desastroso gobierno, en las elecciones de 2006 logró regresar a la presidencia. Su triunfo tuvo que ver con el miedo que supo explotar a la candidatura de su rival, Ollanta Humala, entonces identificado con el chavismo. García había resucitado. Pero no por mucho tiempo. Lejos del joven presidente que se enfrentó a los organismos financieros por el pago de la deuda externa, su segundo gobierno fue el de un presidente de derecha, el de un entusiasta converso al neoliberalismo, vinculado a los sectores más reaccionarios. Pero en sus prácticas corruptas no había cambiado. Al término de su gestión, una comisión del Congreso lo investigó y lo acusó por varios casos de corrupción. Con sus contactos en el sistema de justicia logró que un juez anule la investigación parlamentaria y el informe quedó archivado. Un fiscal amigo cerró una investigación por enriquecimiento ilícito. Otra vez parecía haber ganado impunidad. Su fama de intocable creció. 

Pero en Brasil estalló el escándalo Lava Jato y su suerte comenzó a cambiar. Políticamente muy desgastado, en las elecciones de 2016, cuando intentó un nuevo retorno a la presidencia, apenas obtuvo el 6 por ciento. Debilitado políticamente se alió con el fujimorismo que controla el Congreso en un pacto de impunidad, pero no pudieron controlar las investigaciones fiscales, que siguieron avanzando. Además de la acusación por los sobornos de Odebrecht en el caso del Metro de Lima, que es el caso más avanzado y por el cual se le ha dictado el impedimento de salida del país que lo llevó a pedir asilo, García también es investigado por lavado de activos por el financiamiento oculto de Odebrecht a su campaña electoral de 2006 con 200 mil dólares; por las supuestas coimas entregadas por la constructora brasileña Camargo y Correa relacionadas con una obra de irrigación; por el favorecimiento a una empresa de Dubai en la concesión de las operaciones en el puerto del Callao, el principal del país; y por desbalance patrimonial. Por todos estos casos deberá responder a la Justicia, ahora que Uruguay le ha negado el asilo.