Desde París

Francia siempre tiene muchas cosas que enseñarnos. Este país inconformista se las arregla, de una u otra forma, para marcar un sentido que, esta vez, se había diluido. La revuelta de los chalecos amarillos sacó del tumulto retórico de los llamados populismos, de los nacionalismos, de las xenofobias oportunistas, de la defunción de la izquierda y de la social democracia y de los himnos enardecidos de la globalización, la más radical e irrenunciable de las aspiraciones humanas: la igualdad. 

Desde hace dos semanas, un puñado de olvidados del sistema de cuya existencia casi nadie en el poder se había enterado irrumpió para derrocar la petulancia de las elites y la desigualdad como programa de gobierno. Había que ver las expresiones aturdidas de los periodistas de los canales de información continua para darse cuenta de que algo relativo al, para ellos, orden galo, estaba ocurriendo. No entendían quiénes eran y de dónde venían esas personas que rompían el orden consensuado por un manojo de céntimos más aplicado al precio del gasoil. Encima, esas personas no eran de izquierda, ni anarquistas, ni fachos, no pertenecían a ningún sindicato, no eran obreros, ni desempleados, ni terroristas islámicos, ni inmigrados clandestinos, ni siquiera eran racistas que manifestaban contra los extranjeros. Eran blancos, hablaban medio rudo y, colmo de todos los colmos, repudiaban la noble causa ecológica del aumento. 

¿De dónde salieron? ¿Son de acá? Parecían preguntarse con sus miradas perdidas ellos y sus especialistas y ministros invitados. Habían salido del pueblo oculto para quebrar la lógica que el jefe del Estado aplicó cuando vació la razón del impuesto a las grandes fortunas y le regaló a los millonarios 5.000 millones de euros. A los unos les pedían pagar más por el combustible que usaban para trabajar, a los otros les dejaban sus autos de lujo, sus caballos, sus yates, sus joyas, sus ganancias obtenidas mediante la especulación financiera y su patrimonio inmobiliario libre de todo gravamen. La Francia de los suburbios, la de las ciudades pequeñas, la Francia rural tenía que pagar para cuidar de un planeta corroído por las industrias. Dijeron que no. No a la desigualdad fiscal, no a la injusticia social, no a la ficción de un sistema que vende tecnología y felicidad digital mientras una aplastante mayoría se codea con el hambre y las privaciones. 

“No fue un movimiento social, sino un levantamiento social”, escribió el economista Frederic Lordon. Sigue en pie y el Ejecutivo no encontró aún la receta para ablandarlo, para que este fin de semana París escape al hostigamiento de los ajusticiados sociales. El tiempo apremia y el país palpita denso. Macron amplió incluso la suspensión de los aumentos del combustible, del gas y la electricidad a todo el año 2019 y no solo a sus primeros seis meses. El macronismo empezó a tambalearse cuando el jefe del Estado se encontraba en la Argentina en la cumbre del G-20. En Buenos Aires, Macron elogió la globalización mientras que en Francia su pueblo estaba firmando su acta de defunción política. Su pueblo le serruchó el globo. Los chalecos amarrillos hicieron volar en pedazos el exquisito cuento de hadas según el cual habría un mundo bueno, el globalizado, y otro malo y en retroceso, el nacionalismo y el regionalismo. 

La dualidad global (moderno) nacional (atrasado) se tragó una evidencia central: aunque estén abundantemente manipulados por los populistas profesionales, el nacionalismo y el regionalismo son una respuesta a la estrafalaria racionalidad de la globalización. Eso le dijeron los chalecos amarillos a Macron: la Unión Europea, el Euro, el Banco Central Europeo, el FMI y todos los demás hermanos, tíos y sobrinos de la globalización no nos dan de comer a nosotros. No like en la pantallita. Con ellos, también saltó el vergonzoso analfabetismo de los medios, el cual, en la Argentina, supera la velocidad de la luz y los misterios compactos de la oscuridad. En la Argentina se califica a ciertos medios de prensa como “medios dominantes”. En Francia, la expresión es más justa y connotada (por la Segunda Guerra Mundial): “medios colaboracionistas”. En realidad, no dominan nada. Sólo colaboran con quienes los dominan a ellos. A cambio de unas moneditas pisotean y mienten en un hermandad indestructible entre ignorancia y oportunismo. 

Los chalecos amarillos les sacaron las máscaras a todos esos medios que rellenan el espacio con el vacío astronómico de sus cerebros. A cara desnuda, se vio que eran similares al sistema: un espejismo, una trampa rampante y astuta. La Francia regional, la de los quesos y los vinos y la baguette y los tractores y los campos como cuadros se cruzó con violencia en el camino de la fractura y la marcha triunfal del liberalismo. Macron no inventó la fractura. Sólo fue el último soldado de un clérigo perverso. 

[email protected]