Damien Chazelle cimentó su prestigio en dos películas como Whiplash (2014) y La La Land (2016), casi ganadora del Oscar a mejor película en el 2017.  Que el mismo director decidiera contar la historia de Neil Armstrong, el astronauta de bajo perfil que fue el primer hombre en caminar sobre la luna, podía generar cierta alarma: si en Whiplash, una película que se vuelve absurda a fuerza de querer revestir de drama y pathos el aprendizaje de batería de un chico sometido a un maestro tiránico, se llegaba al punto de recurrir al accidente de auto más absurdo posible para generar suspenso, ¿qué no podía inventar Damien Chazelle para engolar y dramatizar hasta lo insoportable la llegada a la luna? Siempre es un poco arriesgado recurrir a películas hipóteticas, y por lo tanto inexistentes, para pensar una película que efectivamente se hizo como El primer hombre en la luna. Pero el punto es que con Whiplash Chazelle parecía sugerir, desde una sensibilidad un poco deportiva que cruzaba Karate Kid con jazz, que el arte emociona porque es difícil, un asunto de sudor y gimnasia, mientras que si El primer hombre en la luna impresiona es entre otros motivos porque Chazelle parece haberse despojado de toda esa palabrería barata sobre el arte, la pasión y demás temas importantes que inflaba Whiplash y en algún punto también La la land.

Las condiciones estaban dadas para que El primer hombre en la luna fuera insoportable: nada más fácil que volver épica la gesta lunar, y de hecho algo de eso hizo el propio Neil Armstrong con esa pequeña frase donde se erigió en representante de la humanidad toda. Pero el Neil Armstrong de la ficción (y parece que también lo fue el real) es un hombre distante, reservado, un personaje sobrio y hermético alrededor del cual se construye un drama que envuelve armoniosamente una serie de factores sin tener que decirlo en voz alta. El primer hombre en la luna toma al personaje durante el proceso de enfermedad y muerte de una hija de dos años a principios de los sesenta. Con proximidad física antes que con palabras, la película encierra en las mejillas de la bebé algo que tiene que ver con el contacto humano, su simpleza y su misterio, y es un elemento que estará presente hasta la escena final, con otro tipo de contacto igual de mudo y simple. Es poco después de esta pérdida que Armstrong (Ryan Gosling) toma la decisión de participar en el programa de entrenamiento que tardará casi diez años en llevarlos a la luna. La película sigue a varios astronautas, de los cuales Armstrong es uno más, en esos años de intentos fallidos, misiones abortadas, competencia espacial con la URSS, publicidad y peligro, y reparte su atención entre lo que sucede en la NASA y en el hogar de Armstrong, uno donde los chicos crecen con el padre cada vez más lejos y una esposa, Janet (Claire Foy) sostiene todo lo que el varón deja de lado.

La película quiere contar dos cosas: por un lado, la construcción casi hawksiana de un protagonista que no brilla por lo que es sino por cómo hace su trabajo, ese tipo de personaje cuyo último gran exponente fue Tom Hanks en Sully (2016), de Clint Eastwood. Está claro que el Armstrong de la película llega adonde llega por su profesionalismo; lo que no está tan claro es por qué se entrega con semejante convicción a una misión donde arriesga la vida, y ese “porque sí” le da una tercera dimensión interesante. En consonancia con su personaje, las distintas misiones a la luna están filmadas con una combinación de realismo físico muy palpable y elegancia de cine clásico cuando todo fluye y las cápsulas espaciales parecen danzar entre los planetas. Por otro lado, Chazelle construye su película como una especie de huevo Kinder en cuyo centro hay un sentimentalismo también elegante, pero que molestará a algunos porque es en algún punto desacostumbrado. Pero lo cierto es que El primer hombre en la luna es la película que es porque mezcla las dos cosas, porque representa con un presupuesto gigante una misión gigante de escala cósmica para ser en realidad la más pequeña, íntima y sentimental cajita de música.