Terminó la final de vodevil más larga de la historia del fútbol mundial y es un alivio. Terminó en Madrid, no en Buenos Aires. Se acaba de patentar una nueva teoría de la dependencia, de un fútbol conquistado ya no con la cruz y la espada, pero sí con los billetes que compran voluntades, que le ponen precio a todo lo que tocan. Una final de miserias sin misericordia, una final que remite a La conjura de los necios, esa gran novela de John Kennedy Toole que retrata personajes tan desagradables como los que compusieron el entorno de este partido hiperbólico, amplificado hasta el hartazgo y mudado de sede por el poderoso caballero don dinero. 

La ganó bien River y puede decirse que su título se justifica con un breve repaso por el trayecto que hizo en la Copa Libertadores. Salió primero en su grupo –uno de los más fuertes del torneo– y después les ganó en fila a cuatro grandes de Sudamérica: Racing, Independiente, Gremio (el campeón 2017) y Boca. Marcelo Gallardo y sus jugadores, aun cuando estuvieron al límite, cuando se les caían soldados y apenas podían formar el banco de suplentes, fueron como los espartanos en la batalla de las Termópilas. Creyeron en sus propias fuerzas y derrotaron a un rival superior en número –por la cantidad de individualidades–, pero no por equipo. Quedó a la vista. River optimizó sus recursos al máximo. Sin Ponzio en la ida, sin Borré y Scocco en la vuelta madrileña, sin su entrenador al costado de la cancha, demostró que estuvo más a la altura del compromiso que Boca. Lo superó en tres aspectos clave: el táctico, el mental y el físico.

Esta final con puntos suspensivos en el plano jurídico –que se jugó en los escritorios y se seguirá jugando hasta el veredicto del TAS por la apelación xeneize– duró casi un mes. Empezó el 11 de noviembre y se acabó el 9 de diciembre. Tuvo todos los condimentos necesarios para transformarse en un libro, una novela televisiva por entregas o una película de ciencia ficción. Para el presidente Mauricio Macri fue una razón de Estado –recuérdense sus declaraciones oportunistas a favor de la presencia de ambas hinchadas– que terminó convertida en un partido prescindible, entregado irremediablemente al mercado, cuya custodia debía delegarse en el gobierno español. Hay cuestiones de soberanía política y no deportiva mucho más importantes, claro. Pero qué podía esperarse si se es condescendiente con Inglaterra por las Islas Malvinas. Si a la Casa Rosada no le importa esa causa, ¿podía interesarle una final de Copa? más allá de las declaraciones de ocasión.   

Todos los caminos que llevaban a la capital española conducen a un amigo de la casa. El escenario lo puso el Real Madrid que preside Florentino Pérez, sometido a proceso criminal en su país por estafa, prevaricación, fraude a la administración pública y malversación de caudales públicos. El mismo que controla el emporio ACS, concesionario de nuestros accesos Norte y Oeste. Ganador en dos sentidos con esta finalísima. Con su poderoso club como vidriera y con los peajes que el gobierno de Macri le autorizó a aumentar hasta un 56 por ciento. El otro ganador –además de River, claro está– fue la televisión con el 40 por ciento de rating. La cadena Fox y su principal socio local en la distribución del producto, Cablevisión, todavía están contando la plata. 

El clásico fue esa versión sublimada de todo lo que la pantalla necesita para ponerse bien caliente. Alcanzó su clímax con la pasión bien entendida de la mayoría de los hinchas argentinos como aliada. Una pasión que casi siempre decora muy bien el escenario y le otorga valor al otro partido que también se juega en las tribunas. Cuando Boca le pidió a la Conmebol que le diera por ganada la final y la confederación decidía en paralelo que se jugara en el estadio Santiago Bernabéu, algo resultaba evidente. Que se disputaría con público. En Doha, Miami o Madrid, como finalmente sucedió, pero con hinchas de los dos equipos. Para la TV, las tribunas vacías son un incordio: no venden, dan mala imagen, generan una tristeza absoluta donde el espectáculo pide otra cosa: fiesta. 

Los jugadores de River lo recordaron a Daniel Angelici en el vestuario del estadio en pleno festejo. Lo insultaron y de paso cantaron lo obvio; “sos amigo de Macri…” Mientras tanto, el presidente de la Nación tuiteaba desde Chapelco –a 10 mil kilómetros– para felicitar al campeón de la Copa. Antes Benedetto había decorado su golazo con una mueca burlona a Montiel, olvidando la verdad de Perogrullo de quien ríe último ríe mejor. Pablo Pérez lloraba minutos después consolado por sus ex compañeros de Newell’s, Casco y Scocco en una demostración de hidalguía deportiva. Gallardo festejaba con mesura y el mellizo Guillermo departía con Rodolfo D’Onofrio en el medio de la cancha, previo a la entrega de la Copa. Un poco de cordura entre tanta locura generalizada. Esa que había llegado al arrebato máximo cuando una lluvia de piedras arrojadas por hinchas de River destruyó los vidrios del micro de Boca, camino a un desfiladero que nadie controlaba, donde la Policía de la Ciudad había promovido una zona liberada en connivencia con la Prefectura. 

La final que terminó entre las habituales y desaconsejadas cargadas, que ahora transporta a River hacia Abu Dhabi y a Boca lo devolvió a Buenos Aires, que abrió una grieta en el fútbol durante casi un mes, que hizo aflorar las peores miserias –y entre ellas, mofarse de Fernando Gago por su desgraciada lesión–, la que derivó en los festejos de River alrededor del Obelisco interrumpidos por una injustificada represión policial y la que unos impresentables señores de la Conmebol delegaron en otros acaudalados señores para su organización. Esa Copa, esa Libertadores rebautizada Conquistadores de América, marcará por mucho tiempo un antes y un después. Para enfermarnos o curarnos, como sostenía Dante Panzeri. En la Argentina es muy probable que siga pasando lo primero.  

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