Julio Moura llega a la cervecería de City Bell y, apenas comienza a hablar, parece inevitable preguntarse cuál es ese rasgo familiar que lo conecta, más allá de lo obvio, con Federico y Marcelo, sus hermanos y compañeros de aventuras en Virus. Podría ser el tono de voz, levemente nasal. O ciertos modismos que acentúan su discurso con chispazos de elegancia. Cuando el grabador se enciende y transcurren los primeros segundos formales de la entrevista, la clave emerge sin que venga a cuento de nada, sin necesidad de indagar en ella. “Más allá de que hemos pasado por muchos estados de ánimo y distintas situaciones, el humor siempre fue una constante, en un mismo plano. Con lo cual ha mantenido nuestro equilibrio emocional, pero no fue algo buscado. Yo me acuerdo de momentos complicados de la vida en los que nos reíamos de nosotros mismos”, dice, a modo de introducción.

La de los Moura se podría leer como una de las sagas más apasionantes, conmovedoras, trágicas y luminosas de La Plata. Una que va de la militancia política de los 70 a la fundación de una línea estética que marcó a fuego el rock argento: pop y revolución. Y este ciudadano ilustre que volvió a vivir en el mismo barrio de los suburbios platenses en el que se echó a rodar la leyenda de Virus, ensaya un relato que buscar unir las piezas del rompecabezas que sostiene a Enigma 4, el disco que marca su debut como solista. “Mi padre tenía un humor especial, muy ácido, heavy”, dice. “Una vez le pregunté a mi madre si tenía hilo y aguja, para coser el bolsillo del pantalón. ‘Yo te lo coso, seguramente debe ser por las llaves’, me dijo. Y mi padre, que estaba escuchando, saltó: ‘Ah, mirá vos... Yo conozco dos boludos que ponen las llaves en el bolsillo. Uno vive en Luxemburgo y el otro sos vos’”.

El desarrollo de la banda ha sido revisado muchas veces desde la perspectiva de Federico y también de Marcelo, que llegó a escribir un libro de memorias. El punto de vista de Julio tal vez haya sido el menos frecuentado. Entonces se remonta a los orígenes y cuenta que Gina, Jorge, Estela y Federico habían nacido con poco tiempo de diferencia entre sí. Y que él llegó cinco años más tarde. “Para Federico fue tremendo, porque había sido el menor durante mucho tiempo. Un día estaba mirando televisión y yo estaba en la cuna. Y de pronto empecé a llorar como un loco, aparecieron todos y Federico, que estaba al lado de la cuna, dijo: ‘Ni lo toqué’. De esas hay miles”, dice. La relación con su hermano mayor también lo marcó. “Jorge tenía un humor genial, se la pasaba contando chistes. Como mi viejo laburaba muchísimo y mi vieja era maestra, Jorge, que me llevaba siete años, era un poco el padre, en algún sentido”.

La colección de canciones registrada en su primer álbum es de cosecha reciente, pero su impulso se podría rastrear en el pasado lejano. “Fue bastante atípico, porque el hecho de querer hacer un disco solista arrancó desde el principio de la banda”, recuerda. “Era una idea que tenía Federico, en función de que nosotros estábamos trabajando para un grupo, pero había muchas cosas a nivel compositivo que uno las descartaba porque eran ‘demasiado personales’. Entonces ahí surge el deseo de hacerlo más adelante, que finalmente pasó a ser muchísimo tiempo después. Me preguntan por qué tardé tanto y no es que haya tardado. No estaba esperando, haciendo tiempo para sacar un disco. Lo que implicó Virus fue muy intenso, fue una carrera muy vertiginosa, con mucho laburo atrás, más todo el compromiso que se fue generando a partir de que la música nos empezó a trascender a nosotros y se incorporó a la gente”.

¿En qué momento te diste cuenta que eso estaba pasando?

–Me acuerdo que llegamos a hablarlo con Federico. Es más, fue la última charla que tuve con él. Me costaba muchísimo verlo, él ya estaba muy mal. Cuando volvimos de mezclar Tierra del Fuego, lo llevé al estudio y cuando me senté y le dije que le quería hacer escuchar el disco, me dijo: “No, no... contame vos”. Ahí me di cuenta que, si me decía eso, era porque estaba en otro estadío. Y a mí me salió impulsivamente decir “se acabó todo nuestro sueño”. Me dijo: “No pienses de esa manera. Pensá que nosotros somos instrumentos de la música. Y que la música es lo que queremos que llegue. ¿Y eso lo logramos?”, me preguntó. “No lo sé”, le contesté. Y él se reía. Fue como un juego de preguntas y respuestas que uno siempre se hace, porque nunca podés definir exactamente cuándo termina una canción. No termina, la abandonás. Y después es de la gente. 

Con la muerte de Federico, la banda entró en una nueva fase. “En la segunda etapa de Virus, que mucha gente no entiende o puede cuestionar, sentí la necesidad de mostrar todo lo que habíamos hecho. Trabajamos más que en la primera etapa: se incorporaron generaciones nuevas al público. Y la gente hasta quizás entendió más la música, el mensaje y hasta la estética de Federico”, explica. “Llegado a un punto, les dije a los chicos: ‘Para mí ya está. Paremos acá’. Algunos pararon antes, otros después. Y quedó ahí. Yo no me despedí de Virus, porque ni siquiera es algo mío, en algún punto. Virus está ahí. ¿Y va a volver? Quizás, pero no sé cuándo. Paré un tiempo. Estuve con mis hijas. Me vine a City Bell, hace ocho o nueve años. Gran parte de ese tiempo estuve como vacío, sin proyectar nada. Me dediqué a  otras cosas. Y ahí apareció la idea: ‘Quiero hacer un disco’. Todo lo que es canción, composición empieza ahí”.

Lo que antes podía resultar “demasiado personal”, entonces, pasó de los márgenes al centro de la escena. “Un día me senté con la guitarra y empezaron a aparecer cosas de los 70, de Woodstock hasta el presente. Millones de estilos, me agarré un pedo bárbaro. Pero no se trataba de proyectarlo en una dirección determinada. Yo dejé que salga lo que salga. Y después el laburo fue poder interpretarlas, exponerlas fluidamente. No tenía ningún compromiso, ningún apuro, nada. Terminé haciéndolo en casa, solo, tal vez por una cuestión individualista no necesariamente buscada, sino que se dio así: después de estar 35 años laburando con seis monos, pude hacer algo sin que nadie me discutiera nada. Insisto, así es como me tomo la vida, con humor. Pero cuando empezó a tomar forma, me transformé en una máquina obsesiva: la música me atrae, me atrapa y llega a un punto donde no existe nada más”.

DENSA REALIDAD

En su álbum debut, Moura pudo volcar las influencias que marcaron su trayectoria artística desde sus comienzos. “Para mí hubo un break muy importante que fue el movimiento contracultural, de paz y amor, del arte pop, de la libertad y los derechos civiles, todo eso que un poco se generó en Estados Unidos con la música como lenguaje universal, que desembocó en Woodstock mientras la guerra de Vietnam estaba a full. ¿Y eso qué pasó a ser? La manera de vestir, de llevar el pelo, de fumar, que rompía con todo lo conocido. Fue un hecho contracultural. A partir de ahí arranca el rock, la psicodelia y tantas variantes. Eso a mí me atrapó absolutamente y me llevó de lleno a la música. En el caso de la ciudad de La Plata, había un gran porcentaje de gente que estaba comprometida con un proceso social e histórico. Y yo me fui de mi casa a La 55 Casita, que era de estudiantes de arquitectura vinculados a la música”, cuenta.

La juventud inconformista platense experimentaba con formas comunitarias alternativas, en la casa pionera de La Cofradía de la Flor Solar o en otras como La Casa de la Luna, por la que pasaron varios de los futuros Redondos. “Recién empezaba segundo año del Colegio Nacional y ya estaba completamente decidido: mi vida era la música. ¿Para qué seguir en el colegio? Era una tortura. Entonces me fui a La 55 Casita y me quedé cuatro meses. Ahí nació el Dulcemembriyo”, recuerda. “Un día Jorge me dice ‘mamá quiere que vayas’. Entonces volví a lo de mis padres, me metí en un cuarto que había atrás y al otro día me levantó mi viejo. ‘Subí al auto’, me dijo. Me llevó a la peluquería, me cortaron el pelo y después me dejó en el consultorio de un psiquiatra que fumaba un mentolado atrás de otro. ¡Y me dio un antidepresivo! Un antidepresivo a un pibe de catorce años que lo único que tenía eran inquietudes y ganas de hacer cosas”.

“Ya no culpo a mi padre”, dice el guitarrista, que evoca el choque de planetas generacional con una sonrisa. “No fue algo que me marcó ni nada. Simplemente, me empecé a liberar. Y me dediqué de lleno a la música: ese era mi deseo. Ahí es donde empieza la parte más jodida, con la dictadura”, dice. En esa época, además, se enroló en la Juventud Guevarista, que formaba parte del Ejército Revolucionario del Pueblo, en cuyas filas reportaba Jorge, el mayor de los Moura. “Empecé a militar para vincularme a algo en lo cual creía. Pero me hablaban de materialismo dialéctico y no entendía un carajo”, asegura. En una pintada que habían organizado en La Plata, tres de los cinco compañeros que iban a participar jamás llegaron a la cita. “Mataron a uno, a otros dos los metieron en cana. Entonces pasó el tiempo y quedé desconectado, porque no había comunicación interna”.

Un día se encontró con Jorge y hablaron sobre lo sucedido. “‘Dentro de una semana te conecto de nuevo’, me dijo. Y nunca más apareció. Después me di cuenta por qué: si lo hacía, me estaba mandando al mismo muere que se mandó él, que no quiso dejar. A mí me costó mucho entenderlo, porque él sabía que iba a terminar así. Y decidió eso”, reflexiona. El camino de Julio rumbeó definitivamente hacia el rock, pero el dolor por la desaparición de su hermano en manos de la dictadura y la energía política de aquellas experiencias dejaron una cicatriz, una huella en Virus. “Nosotros arrancamos con un tema que se llamaba “Densa realidad”, donde decíamos: “No quiero ver mi ciudad/ con esa onda determinada/ negros, grises y azul/ dominan calles/ no valen nada”. Y lo tocábamos y nos metían en cana. Y después, cuando ya salimos más públicamente, no cagaron a piedrazos. O sea que, de alguna manera, nosotros estábamos proponiendo algo”.

ROMANCE GUITARRERO

“En Enigma 4 está todo esto”, sintetiza. Y si hay un tema del disco que refleja su trayecto vital y artístico de manera más acabada, ese es “Una foto de nadie”. “Todas reflejan un detalle compartido/ cada una en su tiempo a lo largo del camino”, les canta a aquellas pequeñas cosas que su memoria atesora. “No es una letra conceptual. Me salió naturalmente. Y es un poco la foto de Jorge. Era la única que me faltaba. ‘No sé qué carajo decir’, le comenté a mi hija. Me quedé sentado y empecé a mirar las cosas que tengo colgadas, las que fui juntando a lo largo de la historia. Empecé a detallarlas, a escribir sin siquiera rimar con la línea melódica: ‘Son esas cosas que junté desde hace tiempo/ Están por toda mi casa/ cada una tiene vida/ Una herradura, un sombrero y una tijera/ Una foto de nadie, un pulóver cualquiera’. Es la manera más clara de describir la importancia que tiene cada una en mi vida, al nivel del sentimiento y del deseo de seguir haciendo música”.

Después de componer himnos pop en Virus (“El rock es mi forma de ser”, “Amor descartable”, “Dame una señal”, “Mirada speed”, “Superficies de placer”) y de la experiencia fugaz de Limbo, en esta etapa se abrieron nuevas posibilidades a la hora de la creación. “Cambió un poco el formato, porque en la última época de Virus trabajé mucho con teclados. Este disco es prácticamente de guitarras, incluso hay muchas cosas que parecen teclados pero son guitarras. Fue como volver a un romance con las guitarras. También influyó el hecho de vivir en City Bell. Se dieron una serie de factores que hicieron que me conecte por ese lado”, dice. “La gente me pregunta cómo es lo de ser un nuevo cantante. Y yo fui cantante toda mi vida. Lo que pasa es que dentro del grupo el cantante era Federico. Y después fue Marcelo. Pero yo canté siempre. Igual no me considero un cantante o un instrumentista. Si me tengo que definir, soy un cancionista: un tipo que hace canciones”.

¿Y qué tiene que tener una canción para que trascienda?

–Es imposible de saber, primero porque no hay métodos, no hay esquemas. Y, después, porque los gustos y las interpretaciones son absolutamente personales. Yo lo que puedo llegar a ver como punto de referencia en alguna canción que trasciende es la manera en la que fue expresada. Por ejemplo, “¿Qué hago en Manila?”. Yo vivía en la casa de mis viejos, que se habían ido a Europa. Empecé con el tema, me interesó la idea y justo vino mi hermano con la novia. Era un departamento chico, entonces ellos estaban en el living y yo quedé recluido en la cocina, donde iba tocándolo de a poquito. Y ahí terminé la letra y la música. La orquestación es relativamente simple. Muy pocos días después, la tocamos en vivo. Cuando la empecé a tocar y lo escuché cantar a Federico, me fui alejando cada vez más, porque quería verlo como si fuera parte del público. Pude disfrutar cómo interpretaba la canción, no porque fuera mía. Y eso que fue tan simple, que tenía una anécdota si se quiere burda de fondo, no fue algo pensado, pero pegó enseguida en la gente. Y fue genial.