Es sábado a la mañana, la luz resplandece en la calle aún sin tráfico. Viajo hacia la facultad después de una noche sin dormir. Por la ventana del colectivo, las imágenes pasan lentas y los colores se tornan siempre hacia un mismo tinte azulado. En la Plaza Houssay ranchean pibites que toman jugo,  andan en skate y juegan al básquet. Cerca de la esquina, les niñes improvisan un picadito de fútbol en la necrópolis de colillas. Las chapitas metálicas se incrustan en el pasto seco y centellean cuando el sol las descubre debajo de las raíces gastadas.  El colectivo deja atrás la plaza y escucho el murmullo disonante que escala el volumen cuando alguien llega y se suma a la ronda del mate. 

Entro al aula. Sobre el escritorio se marchita una flor rosa. Los pétalos se encojen y se agrietan como las manos rugosas de la profesora que se mueven lentas. Los dedos manchados de tiza, se escabullen entre los papeles desparramados de notas manuscritas y burlan la flor muerta que se apaga. La profesora se levanta, se quita los anteojos, y destapa sus ojos acuosos y celestes. Con la voz frágil y ronca por la ingesta diaria de cigarrillos dice: hola. Acaricia la piel fina y gastada que se separa de su cuello, mira en silencio a la audiencia muda y repite: hola. No sé porqué nadie responde, atribuyo mi silencio al insomnio y a la información visual que me tiene distraída en los detalles de la imagen que se construye frente a mí. La mujer repite por última vez el saludo y sin esperar que alguien conteste pregunta ¿Qué es el amor? Estoy sentada en la primera fila y eso hace que la pregunta caiga como un misil sobre mis ojos esquivos que miran el piso. La profesora sonríe y no dice nada más. Pienso en cómo salir de esta situación vergonzosa, nadie interviene, busco respuestas descomprometidas, citas de autoridad, pienso en Platón o Badiou, en el amor como una construcción de verdad, como una forma de vivir desde la diferencia, en la invención de una manera distinta de duración para la vida. Pienso en Rimbaud y la reinvención del amor. Pienso en giladas. En la gente que amo, en la noche que acabo de pasar sin dormir, en las letras de la palabra amor. En el color rosa, en la flor del escritorio, en el chico de atrás mío que me pasa un mate para ayudarme a evadir el momento, a él ahora lo amo. 

El amor es trabajo no pago, dice la profesora con una risa diminuta escapando de su rostro como si hubiese estado escuchando la caterva de pensamientos que me atravesaron en los últimos minutos. Me río. ¿No? Pregunta sin sacarme los ojos de encima. Si, digo rápido para ver si así podemos cambiar el foco de atención.  Intimidada por la situación, todavía no pude escuchar la frase que acaba de arrojar. El amor es trabajo no pago. El amor es la desigualdad en la organización del trabajo entre hombres y mujeres, continúa la profesora mientras los ojos somnolientos del auditorio comienzan a despertar. Las afirmaciones crecen y con la contundencia de lo que dice, la mujer abre su mirada hacia el resto de la clase. Sin el peso de su mirada,  puedo  escuchar con más claridad. El amor es el trabajo doméstico no remunerado. Hace un silencio. Es el trabajo no pago en las casas y en las camas, dice mientras anota en el pizarrón el nombre de Silvia Federici. A través de una pregunta que a todes nos gusta escuchar, la mujer de los ojos acuosos nos presenta a una de las voces más interesantes para pensar el cuestionamiento económico del feminismo hacia el marxismo. Silvia Federici pone luz sobre un punto fundamental: la desvalorización e invisibilización del trabajo doméstico (productor de la fuerza de trabajo) y  la naturalización de que este debe ser asumido por las mujeres. 

 Me siento un poco ingenua con mis primeras aproximaciones a la pregunta por el amor. Después, menos radioactiva, entiendo que son definiciones compatibles y que si bien el mito del amor ha servido para cimentar las bases del sistema capitalista, el amor es también la forma de enseñar de esta mujer de ojos acuosos que hace una pregunta y espera a que todas las ideas posibles pasen por nuestra cabeza antes de arrojar su respuesta. Es también la flor que mi compañera de banco confiesa haberle traído a la profesora, por acompañarla en la denuncia de un abuso. Es también saber que para estar en el aula ningune de nosotres tuvo que pagar.  

La clase se extiende mucho más de lo que determina la hora cátedra. Cuando salimos, el sol alcanza la altura de las grúas amarillas, un aerosol verde fluorescente se estampa sobre los carteles que promocionan 2x1 en electrodomésticos fotografiados junto a mujeres de sonrisas radiantes : “eso que llaman amor es trabajo no pago”, escribe una letra prolija y brillante. O quizás no, pero el amor es también, la voluntad de construir una ficción posible.