Como era de esperar, el año que está por terminar dejó momentos destacables en la música de concierto, la ópera y ese conjunto de maneras de expresar y escuchar que confluyen en el genérico “música clásica”. La temporada 2018 dio motivos para seguir pensando que Buenos Aires no deja de ser una ciudad musicalmente dinámica. Incluso a pesar del achatamiento lento pero sostenido de su curiosidad artística y el contexto más bien conservador que la domina. Un contexto que, por carencia o convicción, a menudo se muestra poco interesado en posibles y necesarias aperturas. 

Buenos Aires tiene una importante tradición en música clásica, claro. Una tradición en movimiento que en sus pliegues muestra las sucesivas marcas de las articulaciones sociales, la voluntad de asombro y, por supuesto, las formas de expresar el gusto de una ciudad cuyo patrimonio cultural, más que en la inestabilidad de los espacios y las políticas que los sostienen, está en la avidez de sus habitantes. Es la tradición propia de una ciudad grande y por lo tanto omnívora, que entre los continuos movimientos que contribuyen a conformar su identidad cultural, afronta en estas épocas algo más complejo: un cambio de paradigma de lo que recibe, irradia y entiende como cultura. 

El gran reflejo de este cambio de paradigma en la idea de cultura es el Teatro Colón, alguna vez núcleo de aquella tradición y hoy una casa de espectáculos abierta a expresiones de despareja índole, en la que los valores artísticos y culturales se relativizan. Entre el diálogo con el circuito comercial y su función de ser custodio de la tradicional idea de cultura, el  mayor teatro de gestión estatal del país ofreció una temporada que en buena medida cumplió con sus aspiraciones, que de todas maneras no eran extraordinarias. 

La Orquesta Filarmónica de Viena, con Gustavo Dudamel.

La temporada de ópera se inauguró con una buena puesta de Tres Hermanas, de Péter Eötvös, un título contemporáneo que había quedado pendiente de 2017. Fue el raro y precioso preludio de una serie que sin embargo enseguida tomó un rumbo hacia lo previsible. Italiana en Argel de Rossini, Aída de Verdi, La boheme de Puccini, Norma de Bellini, entre luces y sombras, fueron las expresiones de un gusto en la programación que en términos operísticos bien puede definirse como populista. El homenaje a Claude Debussy en el centenario de su muerte se cumplió con una discreta puesta de Pelleas et Melisande, que de alguna manera se conjugó con la versión de Tristán e Isolda que antes presentó el Festival Barenboim. 

El drama de Wagner fue de lo mejor de una temporada que en materia de presencias internacionales tuvo además la marca de la Filarmónica de Viena bajo la batuta de Gustavo Dudamel, la soprano Anna Netrebko, el barítono Bryn Terfel y el tenor Juan Diego Florez. Como siempre, resultaron fundamentales los aportes del Mozarteum, que en abril comenzó su temporada con la Camerata Salzburg, con la gran Bernarda Fink, y sucesivamente ofreció programas de gran calidad, entre los que se destacaron la Orquesta Filarmónica de Dresden y la extraordinaria pianista Yuja Wang. Significativo también fue el aporte de Nuova Harmonia. Bajo el lema “¡Lo Clásico es moderno!”, el abono  en el Teatro Coliseo buscó diversidades, por ejemplo con el Oratorio La vita nuova, de Nicola Piovani sobre Dante Alighieri, y el concierto a dos pianos de Karin Lechner y Natasha Binder, sobre imágenes de Mariano Nante. 

Después del inicio en el Colón con Wagner, el Festival Barenboim, en julio, se completó en el Centro Cultural Kirchner con la integral de las sinfonías de Johannes Brahms y un complemento con La consagración de la primavera de Stravinsky e Imágenes de Debussy: una gran orquesta con un gran director ante un gran repertorio en una gran sala. Este fue el año en que por primera vez se cobró entrada para un espectáculo en el CCK, para esta ocasión. La modalidad se repitió en el ciclo de dos conciertos protagonizados por Martha Argerich y amigos en agosto. El segundo de esos conciertos, Argerich en dúo de pianos con Graciela Reca, quedará entre las perlas de 2018. En materia de música clásica, el CCK fue el escenario natural de la Sinfónica Nacional y albergó también “Clásica Joven”, un interesante ciclo en el que encontraron espacio y público numerosos intérpretes de las nuevas generaciones. En el mismo sentido, La Usina del arte tuvo su ciclo “Casi famosos” en su Sala de Cámara.

La Filarmónica de Buenos Aires cumplió su temporada de 18 conciertos en el Colón. Enrique Arturo Dimiecke, titular de la orquesta y director artístico del teatro, la inauguró con música de Leonard Bernstein a cien años de su nacimiento, y pasaron después directores invitados interesantes, como Juan Pablo Izquierdo y Alexander Lazarev, y solistas importantes, entre ellos Bruno Gelber, Misha Maisky, Pablo Saraví. Con escasas excursiones hacia la música actual, también el repertorio del ciclo de la Filarmónica evitó riesgos y se centró en obras del Romanticismo tardío y el Siglo XX histórico. 

Donde sí se encargaron y se estrenaron obras fue en el Ciclo de Conciertos de Música Contemporánea del San Martín, que entre noviembre y diciembre articuló músicas conocidas y por conocer. Entre otras cosas se pudo escuchar conciertos monográficos de Esteban Insinger y del inagotable Oscar Edelstein, e intérpretes como la contrabajista Joëlle Leandre, además de la Sinfónica Nacional haciendo obras de Scelsi, Lutoslawski y Martín Matalón. También el ciclo Colón Contemporáneo incluyó música de Matalón. En el mismo ciclo, el cuarteto Arditti junto al pianista Nicholas Hodges articularon otro gran momento de esta temporada. 

Prueba de que el gran coliseo, más que un edificio fastuoso, es el sistema de valores artísticos que lo sostiene, lo mejor que produjo este año el Teatro Colón no se dio en su sala. En el Teatro 25 de Mayo, la Ópera de Cámara estrenó Powder Her Face, de Thomas Adès, con la puesta en escena de su director, Marcelo Lombardero. Una propuesta que en su música compleja y atractiva y un argumento fragoso proyectó en el presente mucho de la mejor tradición operística. Además, terminó con entradas agotadas, dato que a los peritos mercantiles de la gestión cultural oficial, podría interesar. 

Fuera del Colón, la ópera en sus distintas formas mostró vida propia y en muchos casos puso en juego lecturas transversales. En agosto, la Compañía Lírica Teatral Dov’è la Bussola? presentó su versión de L’Orfeo de Claudio Monteverdi, con cantantes, artistas circenses y power trío. Con la dramaturgia de Alejandra Arístegui y la música de Luis Mihovilcevic el Teatro del Artefacto ofreció Rosa Luxemburgo Oper, sobre la vida y la lucha de la revolucionaria polaco-alemana. Guillo Espel estrenó Elecciones primarias, sobre la novela de Silvia Hopenhayn, con la escritora como relatora, en el Teatro Cervantes, que cerró su temporada con La pieza de Franz, en vivo por Jorge Zulueta y en la recuperada película de Alberto Fischerman. 

En agosto tuvo lugar la segunda edición del Festival Nueva Ópera de Buenos Aires, que entre otras presentó cosas nueve obras, en locaciones sugestivas. Por ejemplo, en el Planetario se puso en escena Kopernikus, del canadiense Claude Vivier, y el Museo Nacional de Bellas Artes albergó el recorrido de Escena Kagel. También el CETC recordó al compositor argentino de Alemania con una potente puesta de La traición oral. Una épica musical sobre el diablo.

El compositor Marcelo Delgado fue el curador de Urondo Contemporáneo: cuatro conciertos en el centro cultural de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que cruzaron obras de distintas épocas, desde Juan Calos Paz, Galina Utvolskaja y Gerardo Gandini hasta Fernando Tarrés, José Halac, Martín Liut y el mismo Delgado. Participaron intérpretes del calibre del trombonista Pablo Fenoglio, el violinista David Núñez y el pianista Lucas Urdapilleta, además del ensamble de flautas MEI, La Compañía Oblicua y el Cuarteto de Cuerdas Untref. El ciclo propuso como espacio virtual un blog abierto, para dejar sentadas reflexiones de músicos y público, redondeando una experiencia particularmente estimulante.

Tristán e Isolda, en el marco del Festival Barenboim.

En la línea de adaptar sus contenidos para acercarse a un público más amplio, el Festival Konex de Música Clásica dedicó su cuarta edición al Barroco, con Bach y Vivaldi como insignias.  La Barroca del Suquía dirigida por Manfredo Kraemer y Horacio Lavandera, que interpretó obras de Bach, protagonizaron momentos sobresalientes de la serie que tuvo lugar en abril en la Ciudad Cultural Konex. 

Seguramente 2018 será recordado como el año en que la cultura dejó de merecer un ministerio. El retroceso pareció no importar a muchos, entre ellos a quien aceptó ser degradado de ministro a secretario. Como parte de la ahora Secretaría de Cultura de la Nación, la Dirección Nacional de Organismos Estables impulsó la actividad de los once cuerpos artísticos oficiales, con resultados desparejos. Si por ejemplo la Orquesta Nacional de Música Argentina Juan de Dios Filiberto mira al futuro con optimismo, la Orquesta Sinfónica Nacional suspendió los concursos programados para octubre y todavía no designó a quienes ganaron en abril. La programación se fue modificando in itinere, a medida que se acababa la plata, y hay preocupación por lo que viene. 

Esto es un poco de lo mucho que pasó. Algo quedará.