El “traidor” –así era considerado por los fanáticos ultranacionalistas– cree que la ocupación por el Ejército israelí de los territorios palestinos corroe los cimientos del propio Estado judío. Quizá la primera traición o rebelión, según como se la vea, haya sido cambiar su apellido paterno Klausner, cuando dejó a su familia de inmigrantes judíos lituanos y ucranianos para ingresar al kibutz de Hulda a los 15 años. “Me reconozco en muchos actos de traición. A veces es un título de honor”, afirmaba el escritor israelí Amos Oz –que murió en Tel Aviv a los 79 años– en una entrevista por la publicación de su última novela, Judas (2015), que  escribió precisamente por la cantidad de veces que lo señalaron con el dedo índice de la traición. La primera vez fue cuando tenía ocho años. “Mis amigos me acusaban de traición por hablar con un sargento inglés, por no secundar la Intifada judía contra los británicos. La última vez que me llamaron traidor fue en el verano de 2014, cuando critiqué la actuación de Israel en la guerra con Hamás en Gaza. A veces un traidor es alguien que está un poco por delante de su época. Alguien que cambia a los ojos de los que nunca cambian. A Lincoln lo llamaron así millones de estadounidenses porque liberó a los esclavos negros. O a Gorbachov, por los cambios que propició en el bloque soviético”. 

En Una historia de amor y oscuridad, su autobiografía novelada que fue llevada al cine hace tres años por Natalie Portman en su debut como directora, el escritor –que había nacido el 4 de mayo de 1939 en Jerusalén– cuenta que sus cultos y eruditos padres, que habían estudiado en Praga, como sus abuelos procedentes de Lituania, Ucrania y Rusia –su abuelo Shlomit inauguró el primer salón literario hebreo que hubo en Odessa– se definían como europeos, fieles a esa idea trasnacional de refinamiento moral y humanista de Europa. El padre de Oz hablaba siete idiomas y podía leer en diecisiete; su madre –que se suicidó cuando Oz tenía doce años– podía expresarse sin problemas en cinco lenguas. En 1953, cuando tenía catorce años y aún imaginaba que sería músico, se rebeló contra los valores burgueses y la atmósfera erudita de su familia, enfrentó a su padre y abandonó Jerusalén. “Decidí convertirme en todo lo que mi padre no era –recordó el escritor–. El era de derecha, yo decidí ser socialista. El era el erudito, yo decidí manejar un tractor. Él era el intelectual, yo decidí ser un granjero socialista. Y entre otras cosas, también decidí adoptar un nuevo apellido hebreo, Oz, que significa coraje, determinación, fuerza, cosas que necesitaba profundamente cuando dejé mi casa y me fui a vivir solo en un kibutz”. Salió de Hulda, donde vivió hasta 1986, para cursar la carrera de Filosofía y Literatura en la Universidad Hebrea de Jerusalén, para hacer el servicio militar (1961) y para combatir –“no por los lugares santos, sino por la vida”– en las guerras de los Seis Días (1967) y de Yom Kippur (1973). En los años 70, fue uno de los fundadores del movimiento israelí Paz Ahora (Shalom Ajshav), que promueve una solución del conflicto con los palestinos fundamentada en crear dos Estados.      

Autor de libros de cuentos, de novelas y ensayos traducidos a más de 30 idiomas, entre su obra se destacan Tierra de chacales (1965), Mi marido Mikhael (1968), Hasta la muerte (1971), Tocar el agua, tocar el viento (1973), La colina del mal consejo (1976), Soumchi (1978), Un descanso verdadero (1982), Una paz perfecta (1982), La caja negra (1987), Para conocer a una mujer (1989), La tercera condición (1991), No digas noche (1998), novela donde hay una alusión a Borges, de quien Oz ha dicho que “está sin duda cerca de mi corazón”; Una pantera en el sótano (1998), El mismo mar (2002), Una historia de amor y oscuridad (2002), La bicicleta de Sumji (2005), además de ensayos como Voces de Israel (1983) y Contra el fanatismo (2004), entre otros títulos. Oz ha recibido distinciones como el Premio Fémina a la mejor novela extranjera publicada en Francia por La caja negra (1988), el Premio de la Paz de los libreros alemanes (1992), el Premio Nacional de Literatura de Israel (1998), el Premio Goethe de Literatura (2005) por Una historia de amor y oscuridad, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (2007) –por haber contribuido a hacer de la lengua hebrea “un brillante instrumento para el arte literario y para la revelación certera de las realidades más acuciantes y universales de nuestro tiempo”– y el Premio Franz Kafka (2013). “Yo ya he tenido mi cuota de premios literarios. Si no recibo el Nobel, no me voy a morir insatisfecho”, aclaró Oz hace tres años.

Oz advertía que no todo aquel que critica a Israel es un antisemita. “Si se critica lo que hacen los judíos, se puede tener razón o no, pero es algo legítimo. Pero si se critica a los judíos por ser quienes son, existe antisemitismo. ¿Dónde está la línea roja? No lo sé, pero existe. Veamos la pintura del Renacimiento, empezando por Leonardo Da Vinci –ejemplificaba–. En La última cena se observa a Jesús presidiendo junto con los apóstoles, todos ellos con buen aspecto. Y al final de la mesa hay un pequeño y feo insecto, con grandes orejas y nariz puntiaguda, con los dientes podridos y una sonrisa desagradable. Esa imagen de Judas está en la mente de muchos cristianos. Cuando los nazis crearon las caricaturas antisemitas de los judíos, lo tomaron del arte tradicional cristiano”. 

Para Oz, una de las voces más reconocidas del pacifismo israelí, era imprescindible la creación de un Estado palestino.  El principal error, para el escritor israelí, fueron los asentamientos en los territorios ocupados. “Yo los rechacé y los objeté desde el principio, en 1967, y todavía pienso que es el error más trágico que cometió Israel”. En Contra el fanatismo, postula que la literatura, que se entrega el ejercicio de imaginar a los otros, de ponerse incluso en el lugar del enemigo y comprenderlo, es el verdadero antídoto contra la intolerancia y la violencia. Los libros de OZ arrojan un poco de luz en medio de tanta ceguera.