José Pablo Feinmann¿Algo lo había atemorizado en su vida? ¿A él? Imposible, no a él. A otros, sí. Los otros eran otros porque no eran como él. Algunos lo ignoraban, pero él hacía de todos los restantes seres humanos del planeta: otros. El modo era sencillo, cristalino: había establecido cómo se era humano, qué se hacía para serlo. Qué, no. Si él era el paradigma absoluto y si ese paradigma giraba en torno a qué era el ente antropológico que habita y da sentido a este mundo, él era él. Los demás, los otros. El ser distintos de él no les arrebataba su condición de entes antropológicos. Les arrebataba la exultación de serlo unívocamente, sin fisura alguna. Estaban llenos de hendijas y de flaquezas. A los escritores estas crispaciones del alma, estos desgarramientos, estas dudas acerca del sentido de la totalidad, ese neurótico menester de Dios para explicarlo todo hasta los confines de la nada que provoca la angustia y la certeza de la muerte, les fascinaba. ¿Qué personaje puede ser interesante si no está sumido en la borrasca de las incertezas, del amor, del fracaso, del triunfo fulgurante pero cruelmente efímero, de la derrota, de la humillación, del temor al poder, a sus caprichos, a sus veleidades, hoy el Leviatán los trata bien, confía en ellos, y, un buen día, uno cualquiera, sin que sepan ni oscuramente por qué, son, de pronto, culpables y están donde nunca quisieron estar: en sótanos malolientes, excedidos de ratas, con verdugos brutales, con eruditos de las zonas privilegiadamente dolorosas del cuerpo, genios de la tortura, artistas del dolor, tipos malos que formulan preguntas sin sentido, preguntas tramadas de modo que no tengan respuestas, y el que responde muere, y ellos mueren, mueren como seres humanos, se hunden en la indignidad en que sepultan al torturado. ¡Falsedades de viejos escritores existencialistas! El torturador vive en el acto de la tortura. Le gusta. Goza con  él.  Es un sádico. Y todo sádico se alimenta del dolor ajeno. En tanto los demás pasan a formar parte del bando incesante, indetenible, de las víctimas. Pero él, no. Él no tenía dudas. Dudaba más el Leviatán de sus fuerzas que él de las suyas. Él era su servidor, pero si alguna vez llegaba el final, él perduraría. Porque sus actos eran menos notorios. Y porque trabajaba solo. No pertenecía a ninguna corporación llena de delatores, de adictos a la traición.

Ahora estaba en un lugar en que escasas veces había estado. El consultorio de un médico. Esa mañana, al afeitarse, había descubierto dos pelos blancos en su armoniosa cabeza. ¿Qué era eso? ¿Podía él encanecer? ¿No le pasaba eso a los otros? ¿Qué era encanecer? ¿Cuál era su significado, si lo tenía? Había advertido que los hombres a los que se llamaba viejos tenían su cabeza llena de cabellos blancos. ¿Era, entonces, tener canas ser viejo o empezar a serlo? ¿Marchaba él por ese camino tan transitado, por ese camino de los otros, de los que decaen, de los que terminan dando pena y, más aún, porque sus familiares, los que dicen quererlos, los meten en esos establecimientos cuasi carcelarios que llevan el nombre de geriátricos?

–¿Nombre? –preguntó el médico en tanto confeccionaba su ficha.

–Bond, James Bond.

–No entiendo.

–¿Qué no entiende? Todos lo han entendido siempre. Bond, James Bond.

–Le pregunté por su nombre. ¿Es Bond? ¿Es Bond James Bond? Extraño, para serle sincero. Empecemos de nuevo: ¿nombre?

–James Bond.

–Así está mejor. ¿Edad?

–La necesaria como para venir a confiarle el problema que me aqueja.

–No le pregunto eso. Sólo su edad.

–Entre los treinta y los cincuenta años.

–¿Podría precisar? Al menos: ¿entre los treinta y los cuarenta o entre los cuarenta y los cincuenta? Necesito saberlo.

–Entre los cuarenta y los cincuenta.

–Cincuenta años –dijo el médico y anotó en la ficha.

Bond hizo un gesto de fastidio, chasqueó la lengua, sacó un cigarrillo y lo encendió.

–Aún no le dije si puede fumar.

–¿No me diga? ¿Y tengo que pedirle permiso para hacerlo? 

–Tengo que revisarlo antes, señor Bond. Si luego le digo: fume. Usted fuma. Si le digo: no fume. Usted no fuma. Si le digo fume y usted fuma, nada pasa. Si le digo no fume y usted fuma, se muere.

–¿Usted cree que yo puedo morir por un cigarrillo?

–Por uno, no. Por muchos, sí. Cáncer de pulmón. No es agradable. 

–Fumo desde que tengo uso de memoria y nada me ha sucedido.

–Hasta ahora.

–¿Qué es lo que cambió?

–Tiene cincuenta años, señor Bond. Eso cambió. Antes no los tenía. Los años se acumulan. Los riesgos también. ¿Usted quiere vivir? 

–Sí.

–No fume.

–¿Sexo?

–Espaciando su frecuencia. Además, usted y sólo usted decidió que tenía cincuenta años.

–Nunca me equivoco en esas cuestiones. ¿Los tiene?

–Sí.

–Entonces: no fume y sexo de tanto en tanto. El cigarrillo produce riesgo cardíaco y el sexo abundante requiere arterias fuertes.

–Yo no vine por todo esto. Me está quitando la paciencia, doctor.

–¿Ya?

–¿Le parece muy pronto?

–Excesivamente.

–Vine por una novedad que se ha producido en mi cabello.

–Escaso.

–Exagera.

–Dejemos eso. ¿Cuál es la novedad?

–Me han aparecido dos pelos blancos.

–Dos canas. Así se les suele decir.

–Bien, dos canas. ¿Qué sentido debo darle a ese hecho?

–Sólo uno. No hay otro.

–¿Cuál es?

–Un anuncio de la Muerte. Envía esas señales antes de venir por el todo.

–¿Por el todo?

–Por usted. Usted, para usted, es el todo. Venga, acompáñeme.

Entraron en otra habitación. Bond, James Bond, se llevó la sorpresa de su vida. Había una imponente figura de cera. Era la Muerte. Con su túnica larga y negra. Con su guadaña cargada al hombro. Con su calavera pálida. Con todos esos dientes que sonreían metiendo el frío del terror en el corazón de todos los mortales. Hasta de Bond, James Bond.

–Es tal como se la representa –dijo. Y algo tembló su voz.

–Se presenta así para que los insignificantes mortales la reconozcan. Vino a visitarme días pasados. Juro que es así, como usted ahora la ve.

–¿Qué le dijo?

–Que le estaba entregando poco material. Que tendría que intervenir personalmente. Le dije: mi misión es salvar vidas, no entregárselas a usted. Cuídese, doctor –me amenazó:– Si se rebela puedo venir por usted.

–¿Qué le dijo?

–Estoy acostumbrado a mirarle la cara. A veces, estoy operando y la veo en un rincón del quirófano. Sombría, inmutable. Siempre con esa guadaña al hombro. “¿Qué hace aquí?”, le pregunto de mal humor. Señala la camilla. “Va a perder a este paciente”, dice. “Vengo a buscarlo”. “Evite decirme que voy a perder a un paciente porque eso me pone de pésimo humor”. “Sus estados de humor, sean buenos o malos, nada tienen que ver en esto. Ese paciente se le va. Viene directo a mis brazos”. Salvé al paciente. Cuando la miré de nuevo, ya no estaba.

–¿Qué le dice la gente de su equipo al escucharlo hablar con alguien que ellos no ven?

–Tampoco me ven hablar a mí. Mis diálogos con la muerte pertenecen a otro pliegue de la realidad, que tiene muchos.

Bond se plantó ante la figura de cera y la examinó.

–Es fea. Debe meterles mucho miedo a los hombres comunes.

–Usted es un hombre común.

–Delira, doctor. Decir de James Bond que es un hombre común...

– Todos somos hombres comunes ante la muerte. 

–No yo. No me importa morir. Con eso anulo sus poderes.

–Y si, por uno de sus caprichos, Ella lo hace morir en una cárcel de Ghana en medio de torturas última moda, que han encontrado nuevos sitios de dolor, más terribles que los hasta ahora conocidos.

–Sé controlar mi dolor. Enloquecería a mis torturadores.

–No pierda su tiempo. Ya lo están. Para entrar en los más sofisticados servicios de tortura, se someten a esas torturas que luego aplicarán. Le pierden el miedo a todo. Toleran cualquier dolor. No se ha inventado el que pueda quebrarlos. 

–Tampoco el que pueda hacerlo conmigo.

–Cada día la Ciencia crea una nueva forma y un nuevo lugar de dolor. ¿Cree estar al día, Bond?

–Sé tolerar el dolor desde el día en que nací.

–¿Su padre, brutalmente alcoholizado, le pegaba de niño? – Bond negó.–Tuvo suerte. ¿Qué dolor aprendió a tolerar?

–El de mi madre. Era dura en el castigo cuando bebía de más.

–Si fue su madre, tal vez sea cierto lo que dice. Nada puede superar el amor ni la crueldad de una madre. La consulta termina aquí. Recuerde, Bond. Cuídese. Hay muchos servicios especiales de distintos países detrás de usted. Spectre ha vuelto a actuar. Con eso le digo todo. Jubílese. Persevere en encontrar una isla solitaria. Viva, ahí, tranquilo, inalcanzable, sus últimos días.

Bond hizo caso. Le pareció razonable lo que ese doctor dijo. Ahora está viejo, tiene setenta años y vive de sus mejores recuerdos; que no son muchos, no porque no lo hayan sido, sino porque el arte de la memoria lo está abandonando. Ya no se ocupa de nada. Ni siquiera le piden nada. Es un descarte. Pero tiene mucho dinero y se compró una isla en el Caribe que pareciera haber surgido del mar para cobijarlo a él. Toma, excesivamente, whisky porque la soledad, que, en un principio, como una mujer nueva y explorable, le gustó, ya no le gusta tanto. Se deprime por las tardes y lleva una silla de cáñamo a la orilla del mar, espera el atardecer y se pone melancólico y bebe. No se droga. Eso, recuerda, lo hacía Sherlock Holmes: morfina en las abultadas venas de sus brazos flacos, largos. También tocaba el violín. Bond tiene en su casa costera un piano blanco como es blanca la arena de ese lugar que prefigura el Paraíso. Tiene abdomen: se le ha dado por comer. Se cocina unos platos formidables con los mejores mariscos que le entrega el mar. Tiene un criado hindú. El criado hindú le prepara un baño caliente antes de la cena y un té digestivo después. Porque Bond, a los setenta años, digiere lenta, pesadamente. Incluso, a veces, eructa y esto lo llena de vergüenza, aunque nadie lo vea, pero es él el que se ve, y su mirada es la peor de todas, la que más lo humilla, porque él, Bond, sigue esperando lo mejor de sí. Se pone un sombrero jamaiquino. Y tiene un par de mulatas fibrosas y delgadas, que miden casi dos metros y que siempre que él lo pide le bailan danzas exóticas antes de practicarle unas fellatios que, de tan desmedidas, lo llevan al borde del desvanecimiento, de la muerte tal vez. Bond, en esta película que no se hará, es, llegó el momento de decirlo, Michael Caine, el último Bond, el más grande, el que afronta el más enorme peligro de su vida, el de morir de viejo, solo y sin gloria. Olvidado.

Cierto día llega a su secreta casa de ese secreto Trópico una mujer tan ajada, tan alcohólica y tan bella en su decadencia como él. Bond la recuerda. Fue la mejor de sus compañeras. Una mujer inglesa con la que hizo el amor bajo el manto pudoroso de la tela de un paracaídas. Es Pussy Galore. Podríamos haberle dado, como correspondía, el papel a Honor Blackman, que lo hizo en Goldfinger, pero ambicionamos la perfección. Aquí, en este film crepuscular y perfecto, Pussy Galore será Hellen Mirren. Pussy Galore llega con una larga túnica azul que la brisa afectuosa de la tarde agita con la gracia de un cisne que mueve sus alas como si bailara una sonata para cello de Schumann interpretada por Jaqueline du Pré, a quien Bond, antes de la tragedia que apagó a esa bella jovencita inglesa, una demoníaca esclerosis múltiple, amó bajo melodías de Bach y de Brahms, a espaldas de Barenboim. Du Pré no pudo resistírsele, como tantas otras. Pero le dejó sonoridades, una melodía de Schumann que, a veces, suele cantar. Morir, piensa, es simple, sólo es necesario aceptarlo y abrir los brazos, recibiéndola, a Ella, la última de las amantes, la que lo amará y lo hará suyo para lo eterno. Pero lo eterno aún no llega y Pussy Galore llega hasta él, bebe de su whisky, enciende un delgado cigarro cubano y le habla de un peligro inesperado: Goldfinger no murió al salir despedido por la ventanilla de su avión, tiempo atrás, cuando la vida era una estridencia incesante. Cómo, dice Pussy Galore, no imaginamos que abriría un paracaídas secreto, que lo llevaría hasta la tierra y la impunidad. Bond pregunta a Galore qué tiene eso que ver con él y Pussy le dice que Goldfinger sabe de la existencia de su isla inexistente. ¿Quién sino él para descubrirla? Está más gordo, algo más tosco, arrugado por las grietas que los años dejan en las caras de los hombres y de las mujeres; se ha teñido de negro el pelo para disimular, pero es él, es Goldfinger. Este papel lo hará De Niro. De Niro engordará veinte kilos desvencijados, blandos, para conseguirlo; si no, no lo logrará y se lo darán a Mickey Rourke, que más arruinado no puede estar. Michael Caine tiene la exacta fatiga de un hombre que amó mucho, que amó carnalmente porque sólo así supo amar, amó sin amar, amó con los sentidos, penetró infinitas mujeres y de todas se fue, de todas retornó a sí mismo y ahora está solo y basta una digestión pesada para que piense en el fin. 

Pussy Galore le recuerda los años del sexo radiante. Todavía puede alzarla en sus brazos débiles y llevarla a esa cama blanca, excesiva que tiene en su dormitorio aireado por la brisa de su isla misteriosa. Hacen el amor. Bond tiene la mejor erección de su vida, pero no sabe que es la última y que esa merced alguien, el destino, la vida o Dios, se la ha otorgado. Se recuesta contra las almohadas y enciende un habano y se sirve un whisky y empieza a perder su lucidez, que no ha sido mucha en los últimos años. Pregunta, entonces, qué quiere Goldfinger. Pussy Galore ha gozado de esa erección tal vez concedida, como fue dicho, por la mismísima divinidad, como no ha gozado de otra en su vida. Y sus pechos siguen turgentes, y sus pezones aún están erizados y húmedos por el deseo, aunque el deseo haya sido calmado y colmado. Goldfinger, le dice, viene a vengarse. Claro, reflexiona Bond, ¿a qué otra cosa podría venir? Qué hombre previsible, ¿no Pussy? Porque la venganza es el menos sorprendente de todos los propósitos con que podía venir. Pero Goldfinger llega, se sienta en la cama y ahora son tres ahí, en ese lecho de amor, y Goldfinger, en efecto, está más gordo, y se ha teñido de negro, y es De Niro gastado, triste porque ya no hay películas para él, salvo este film de bajo presupuesto con estrellas en decadencia. Pero no le importa. Entonces Goldfinger saca una Luger, apunta hacia Bond, sus miradas se cruzan, años de batallas ganadas y perdidas (porque Bond perdió innumerables batallas que nunca se filmaron) están en esos ojos, de amores contrariados, de alcohol compulsivo, de depresiones largas, de soledades dolorosas, y Goldfinger baja la pistola, la tira a un costado y dice: Vamos, James, vamos, Pussy, sentémonos frente a ese mar tan atardecido y bebamos juntos hasta que el día termine, hasta que la vida se acabe, como amigos reconciliados por la vejez, por el miedo a la muerte, la enemiga final, la enemiga que siempre estuvo, aun en el pasado, aun durante los días tumultuosos, ella estuvo, aguardando, porque la enemiga verdadera era ella, James, y si ahora está cerca hagámosle frente con desapego, juntos, vos, Pussy, bella como nunca, mirando el mar, el sol que se pone, los pájaros con sus melodías indescifrables y lo inevitable, con su gusto amargo pero con la caricia tierna de la eternidad. Permaneceremos, James. La eternidad, ese patrimonio, nos lo ganamos entre granadas, metralletas, barras de oro de Fort Knox, juegos tramposos de cartas marcadas, alcohol y grandes amores. ¡Oh, Pussy Galore, cuánto te amé y lo elegiste a él! Pussy lo miró con los ojos claros de Helen Mirren: Oh, Goldie, James estaba tan guapo en esa película, y tú sólo tenías oro y ases en la manga. Bond exhala el humo de su cigarro y, serenando a su, ahora, amigo: No sufras, Goldie, era sólo una película. Como todo, sólo una película.

Se sentaron, los tres, en reposeras de cáñamo, y silenciosos, gastados y sabios, esperaron el final.

A sus espaldas había un médano, alto, majestuoso y ardiente como se pone la arena al mediodía. Nuestros aventureros contaban con varios años por delante para gozar de la quietud, la paz del retiro. De ese paisaje irreal. El mar era claro, las pequeñas olas llegaban quedamente hasta sus pies y los acariciaban. Qué duda podía caber. Todo estaba claro, como el agua clara del mar. Era el premio a sus vidas azarosas. Detrás del enorme médano, lentamente, apareció una figura que Bond conocía, que un doctor le había presentado. Pero ya no era de cera. Era real y caminaba con decisión hacia ellos, sin que ellos, de espaldas, pudieran advertir su cercanía. Vestía un manto negro, su cara era huesuda, eso que suele llamarse calavera, y sus dientes eran enormes y se dilataban en una sonrisa feliz pero sádica, que siempre preludiaba sus triunfos inminentes.