El barquito se mece, a un lado y al otro, sobre el asfalto caliente en la tarde. Lo traen a hombros como un ataúd. En su proa se erige Iemanyá, la diosa africana de las aguas surgida de la esclavitud y el colonialismo: pasó de no tener forma física en África –habitaba en una piedra– a figurarse como la Virgen María, la única opción de poder adorarla. De lo contrario vendrían el azote y el cepo. 

Un centenar de peregrinos -algunos descalzos, otros en zapatillas- avanzan cantando una letanía umbanda en portugués: “Mãe d’água, rainha das ondas, sereia do mar, / Mãe d’água, seu canto é bonito cuando tem luar”.

La comunidad religiosa ha partido desde algún terreiro –templo en el fondo de una casa– del barrio de Palermo, bastión negro y mulato de Montevideo. Van por la costanera rumbo a la Playa Ramírez, centro principal de ofrendas a Iemanyá cada 2 de febrero. 

Pero esta procesión comenzó en África a orillas del río Ogún en Abeokutá, Nigeria, quién sabe cuándo pero hace muchos siglos. Luego viajó en barco a Brasil, adonde los negros esclavos no pudieron llevar otra cosa que su patrimonio inmaterial como esta procesión. Y desde allí fue al Uruguay ya transformada por el sincretismo. 

La solemne marcha entra a la playa al mismo tiempo que el sol se hunde en el Río de la Plata, que parece un mar inmóvil. Los cánticos ganan intensidad y cuatro hombres baten los tambores atabaques, mientras las mujeres vestidas de blanco bailan girando sobre su eje. Una de ellas es “incorporada” de repente por una deidad y comienza a tambalearse con los ojos desorbitados sin dejar de bailar: está a punto de caer y otras la sostienen.

Los devotos posan la barca azul y blanca sobre la arena y comienzan a cavar hoyos alrededor: allí colocan las velas para que no se apaguen. Muchos van dejando un sobrecito en la cubierta con una petición. Una mae de santo acomoda las ofrendas y nos comenta que no se puede pedir cualquier cosa: “No hay que rogarle que vuelva un novio o un marido porque lo que hará es alejarlo más; a la diosa no le gusta que sus hijas sufran por amor”.

Entre las ofrendas a la reina de los mares y los navegantes hay perfumes, collares, pulseras, tortas, caramelos, flores, miel, figuras de santos, frutas acuosas como uvas y sandías, granos de maíz blanco y amarillo, mazamorra, caracoles, botellas de sidra, merengues en forma de concha y un delfín de yeso.

Ofrendas listas para ir al agua, el punto culminante para la comunidad umbanda.

EL PAI Y LA MAE Jonathan Benítez es pai umbanda a cargo de un templo, argentino de la provincia de Buenos Aires, 40 años, pelo trenzado hasta los hombros y antojos oscuros. Le pega duro a su tambor y al terminar me explica que está desde la noche anterior: “La música es para llamar a las entidades”. Le pido que trate de explicarme lo inexplicable: ¿qué se siente al ser poseído?

“Nosotros somos un médium, prestamos el cuerpo a la entidad para que se haga presente. Algunos no ven ni escuchan, otros oyen lo que les dice el ancestro de un indio caboclo –mezclado con negro– como en mi caso, que no veo pero escucho. Vos seguro no entendés nada de lo que te cuento pero esta religión comenzó el 15 de noviembre de 1908 en Río de Janeiro, cuando llevaron a un chico parapléjico a un centro espiritista y se curó. Al caer de espaldas le preguntaron quién era y dijo ser el espíritu de un caboclo”, explica Jonathan con certeza de clarividente. 

El umbandista tiene el torso desnudo, delgado y fibroso. “Urema” leo arriba de su ombligo, una de sus nueve hijos con nombres de indígenas cabloclos. Además le cuelga una cruz en el pecho: “La tengo porque todos creemos en dios, pero igual esta no representa a Jesucristo”. 

La mae Norma de Oxalá viste de blanco, descalza sobre la arena. Se considera hija de Oxalá -Dios de la creación- y tiene su propia interpretación del hecho de ser incorporado por una deidad: “Según tu grado de evolución espiritual será el nivel del trance. Nosotros desarrollamos una mediunidad a través de la cual se hace presente una entidad sagrada. O sea que yo le presto el cuerpo y después no me quedan recuerdos; no nos damos cuenta de nada”. 

La sacerdotisa dice que en Montevideo también existe el candomblé bahiano, pero cada vez menos: “Esa religión es de otras regiones de África, mientras que nuestras creencias vienen –a través de Brasil– desde la nación Nago Yeyé, que corresponde a Nigeria y Angola. Por eso seguimos al santo Anagoyé”. Mientras conversamos la mae acomoda las ofrendas de la barca de su comunidad. Le pregunto si ella también deja cartitas allí: “No, porque nosotros nos contactamos con la madre de otra manera, pero las personas que no cultúan y quieren hacer un pedido vienen acá, incluso católicos”.

LA RELIGIÓN En la cosmovisión umbanda no existen una institucionalización ni jerarquías eclesiásticas o vinculación entre los diferentes centros de culto: mucho menos hay una autoridad máxima. Sus sacerdotes son hombre o mujer por igual. 

La fiesta de Iemanyá comienza el 1 de febrero a la noche, cuando muchos fieles llegan a la playa e instalan carpas con altares: las horas de oscuridad transcurren entre toques de tambor y aguardiente. Pero el día de la gran fiesta es el 2. Si bien las céntricas playas de Ramírez y Buceo son el eje masivo de la celebración, el rito sucede en toda la costa de la Montevideo. Cuando en los ‘90 se inauguró una estatua de Iemanyá en el parque Rodó, Ramírez se hizo muy popular cada 2 de febrero entre los umbandistas. Al día siguiente quedan aquí toneladas de basura –incluso gallos muertos– por las ofrendas que devuelve el río: las gaviotas hacen su festín.

Una barquita simbólica como ofrenda a la sincrética diosa de las aguas.

AL AGUA La noche transcurre con una fervorosa actividad religiosa entre centenares de cráteres luminosos en la arena, truenos de tambores, baile, “incorporaciones” con trance profundo, pases purificadores e imposiciones de mano, maes y pais ordenando nuevos sacerdotes. 

Miles de curiosos abarrotan la playa. Detrás de la arena, sobre la rambla, se forman rondas de capoeira, esa mezcla de danza acrobática con simulación de combate creada por los esclavos africanos en Brasil. A partir de la medianoche cada comunidad umbanda levanta en hombros su barca entrando de a poco en el agua, con las velas flameando en la cubierta: la fiesta llega al clímax. Suenan las campanitas ceremoniales adjá y las personas se sumergen hasta el cuello antes de soltar la barca, evitando que sea devuelta a la orilla: sería muy mal presagio. Si se hunde, fue aceptada por la diosa, quien a cambio de las ofrendas cumplirá los deseos. 

Mientras miran la barca perderse en el oleaje nocturno, los devotos caminan hacia atrás sin darle nunca la espalda a Iemanyá: cualquier error en la ritualidad conducirá al fracaso.