Para todo aquel viajero que haya visitado la ciudad de Viena, las primeras imágenes de Introduzione all’oscuro, cuarto largometraje del argentino Gastón Solnicki, tendrán un aire familiar, de cercanía emocional. Si el visitante es además cinéfilo, las siluetas en movimiento de los juegos del Prater –el célebre parque de atracciones vienés, con su aún más famosa noria, inmortalizada en el clímax de El tercer hombre– conjugarán en la memoria el persistente recuerdo de imágenes ajenas, reconvertidas por el embrujo de la pantalla de cine en pertenencias íntimas. El de Solnicki es un objeto audiovisual que recorre los laberintos de una ciudad que, por momentos, parece detenida en el tiempo. Unas calles y unos edificios indisolublemente ligados, para el director de Kékszakállú y Süden, a la presencia de un único ser humano. Y de un ser humano único. Hans Hurch era un “extravagante” (Solnicki dixit), un hombre que solía usar su único traje negro hasta que ya no era aceptado en la tintorería y que, con la impronta de una personalidad fuerte, dirigió durante dos décadas el Festival de Cine de Viena, la Viennale, transformándolo en uno de los más exquisitos, exigentes y estimulantes del mundo.
Viena y el cine –es decir, Viena y Hurch– son los “temas” de Introduzione..., largometraje que, a mitad de camino entre el diario íntimo, el ensayo cinematográfico y el registro documental de seres, objetos y sonidos, nació como una particular forma de homenaje luego de la inesperada muerte del programador, hace un año y medio. No es necesario haber conocido al austríaco, visitante asiduo del Bafici, para acercarse a la semblanza de Solnicki: de manera sensible e inteligente, la película abraza una universalidad que se desprende de las señas particulares de su propia forma. El realizador recorre bares, museos y locales comerciales en escenas ligeramente construidas con los elementos propios de la ficción. Como si se tratara de un detective en busca de las pistas fantasmales de una ausencia, intenta hallar el bolígrafo cuyo trazo y color más se asemeje al utilizado por Hurch (la escritura manual era una de sus marcas de estilo) y, más tarde, visita el café Engländer, uno de los lugares favoritos de H.H. en Viena, donde un espresso triple lleva su nombre. Las imágenes, prístinas y cuidadosamente encuadradas, fueron registradas por el director de fotografía portugués Rui Poças (el mismo de Zama y El ornitólogo), aliado ideal de Solnicki en la búsqueda de un estilo objetivo –por momentos, clínico– y al mismo tiempo cargado de emotividad.
Son escasas las imágenes de Hans Hurch que aparecen en la película, pero su voz recorre los 70 minutos de proyección como si se tratara de un sonido rector, un diapasón. Se trata de una grabación que registra la “devolución” que el entonces director de la Viennale le hizo a Solnicki a propósito de Papirosen, su segundo largometraje. “Very nice. Half nice. Very half nice”, afirma en off en un inglés con fuerte acento alemán, refiriéndose seguramente a la duración y/o contenido de una serie de planos. Esa relación semiprofesional, con algo de maestro–alumno, devino con los años en férrea amistad, en parte epistolar: Introduzione... incluye una serie de postales enviadas por Hans desde diversos lugares del mundo. En paralelo a esas palabras registradas en confianza, la película presenta un ensayo de la obra musical de Salvatore Sciarrino que le presta su nombre al título; la música contemporánea, incluidos sus caminos más vanguardistas, era una de las cuestiones que unía a los amigos en vida. Los recuerdos físicos, la música y el cine –esa forma colectiva de la remembranza– los sigue uniendo después de la muerte.
Ciudad de museos y de artistas famosos, los señoriales epitafios de Beethoven y Brahms comparten el mismo suelo que la sobria tumba de Hurch en el Cementerio Central de Viena. A pesar de su tono inevitablemente elegíaco, la película se permite un ligero sentido del humor, que incluso hace gala de cierta negrura. A una serie de imágenes caseras de una fiesta no incluidas en Papirosen le sigue el plano fijo de una muñeca de cera de tamaño natural, recostada y encerrada en una caja de cristal, montaje de choque que posibilita múltiples y ambiguos sentidos. Cerca del final, Solnicki presenta Un ladrón en la alcoba, de Ernst Lubitsch, en el Gartenbaukino, uno de los cines más bellos de la ciudad. El alemán era uno de los directores favoritos del homenajeado, que en los años ochenta supo asistir a la exigente dupla de realizadores Straub-Huillet. Nueva demostración empírica de la ridícula separación entre arte alto y bajo, como lo era en gran medida la programación de la Viennale bajo la mirada atenta de Hans.