Este tiempo argentino actual es tiempo de Soriano: sólo él para describir los personajes actuales, sólo él para detallar la gente, los gritos, los coros, el miedo, la crueldad, el dolor. Por eso me dije hace poco: voy a releer Cuarteles de invierno. Cuando él me visitó en el Berlín del exilio, en mayo de 1982, traía bajo el brazo justo ese libro, recién impreso. Pocas veces lo vi tan contento (creo que fue la preferida entre sus obras). Todavía en el subte que nos llevaba del aeropuerto a casa, en el barrio reo de Kreutzberg, sacó la lapicera y me asentó en la primera página esta dedicatoria, plena de esperanzas, que hoy me entristece, me llena de penas e ironías. Dice: “A Osvaldo Bayer, para que siga en la lucha que dos meses más, dos meses menos, vamos a ganar. Con toda mi amistad, Soriano. 30/5/82, Berlín”.

Dos meses más, dos meses menos. Han pasado ya más de veinte años. Y ahí tenemos esta Argentina de hoy, con Bussi, Patti y Rico como candidatos de la democracia de niños de estómago vacío y mirada asustada. ¿Lágrimas, tristeza, impotencia? Recuerdo todo lo planeado en ese año 1982, preparándonos ya para el regreso. El país iba a ser distinto. Adiós para siempre a los generales de desaparición y picana, pero también adiós a los políticos de comité. Para siempre fuera de la vida diaria los uniformes, y dignidad para los luchadores que la sociedad calificaba de desaparecidos. 1982-2003: más de dos décadas entre una fecha y otra, y la policía espanta a las obreras de Brukman con granadas a la altura del vientre, y un comisario histérico grita ante las cámaras de televisión: “¡Son bombas molotov, tienen bombas molotov, son izquierdistas!”, mientras agita una botella de plástico con orina adentro. Estampa para Soriano; escena para su nuevo libro, en este mayo del 2003. Con jóvenes caídos en Plaza de Mayo, en Puente Pueyrredón. Con una Argentina que pasó de ser patria del mundo a tierra de limosnas en corralito, y a sus plantas rendido un león.

De estar Soriano entre nosotros, su computadora hubiera registrado las crónicas del 20 de diciembre del 2001 hasta ahora, día por día. Con sus bichos, sus asesinos, sus desmesurados, sus épicos, sus mentirosos, sus camanduleros, sus llorones. Los de siempre, antes y después. ¡Qué galería hubiera pergeñado Soriano con Rodríguez Saá, Duhalde, el indescriptible Carlos Saúl, Reutemann el eterno segundo, Ruckauf el disimulado (a quien Soriano seguía de cerca porque, decía, era el más característico de nuestros políticos desde los tiempos de Chicho Grande), el Cavallo ya escondido pero López Murphy agregado como nuevo integrante del elenco, y siempre Barrionuevo y Juárez Mortaja, y los moderados llorones, que de radicales no tienen nada, y usan la moralidad en discursos mientras meten bala y firman el “yo no fui”! Y las demás figuras de ahora y ayer nomás: la sombra de quien nunca morirá, el turco Yabrán perdiéndose entre los árboles, y el caballero Yoma y aquel director de la aduana que no sabía hablar castellano, y los vendedores de armas por inocencia, y los fantasmas de los dueños del país (o, mejor dicho, de medio país porque se vendieron el resto), todos con modales de Ultima Cena en un Grand Guignol. Pero también los grones que cortan las rutas, las maestras que enseñan en las carpas y los anarquistas que vuelven del fondo de los siglos poniendo en marcha fábricas vacías y cantando la utopía en asambleas barriales. Yo los voy acomodando en la repisa para que Soriano elija y les dedique una página argentina a cada uno de ellos en su infinita novela sobre la Nueva Colonia Vela.

No habrá más penas ni olvido fue la primera parte. Ahí está el peronismo de 1974; la mejor descripción literaria del peronismo. Están todos y todos mueren por el general: unos buscando la ayuda de los militares y de la policía; los otros, creyendo que el joven de barba nacido en Rosario y muerto en el cañadón boliviano tenía razón. Los verdugos y los discípulos de los sueños y los proyectos del horizonte. Soriano quiso dejar una estampa del peronismo porque era un tema que lo volvía loco. Cien veces discutimos –y yo lo escuché en otros tantos debates–, tratando de encontrar una plataforma común que nos llevara a una comprensión de ese fenómeno exclusivamente argentino por sus idas y vueltas, por sus extremos y sus medios. No pudimos nunca. Yo tenía la experiencia de haber vivido intensamente, como obrero y estudiante, el primer peronismo, cosa que él conocía sólo por referencias de su padre, dada su edad. Pero lo captó profundamente en imágenes. El combate de la municipalidad de Colonia Vela es el gran mapa donde se describen los diversos climas y reacciones del peronismo y Perón, más allá de toda sospecha. Lo bastardo y lo heroico de sus huestes; las traiciones más bajas y el poner el pecho; el correr a los cuarteles y el jugarse por entero. De Perón a Jauretche; de Evita a Isabelita; de Juancito Duarte a John William Cooke. Y, por debajo, el comisario general y ministro José López Rega, aquel “peronista de Perón”. Y, por encima, esa maldición tan temida, “el comunismo” –no se sabe cuál–, como si fuera la lepra y el antiargentinismo al mismo tiempo, el culpable de todo.

Por eso Cuarteles de invierno fue la segunda parte. Lástima que no llegara a redactar la indispensable tercera parte, pienso mientras releo Cuarteles de invierno. Pero al llegar a la última página me digo: está todo dicho. El poder militar en Colonia Vela y los representantes del pueblo vencido. La humillación es permanente, desde el autor al lector. Nos humillan porque nos humillamos. El boxeador ex ídolo y el cantor de tangos, los dos sospechados de comunistas. El pueblo aplaudiendo a los torturadores que nos vienen a uniformar. El político Exequiel Avila Gallo que les abre el camino: obediencia debida. No es difícil imaginar a Soriano dibujando la Plaza de Mayo aquel 19 y 20 de diciembre y el Puente Pueyrredón. Repetiría la descripción precisa del ejército de Colonia Vela en Cuarteles de invierno, los mismos bestias de la desaparición de personas. Así, sin adjetivos. Es el clima que rodea al boxeador Sepúlveda, preferido de los militares, frente al débil y popular Rocha, el Gatica ya vencido.

Sé que al leer nuestras estadísticas del hambre y la desocupación se pondría a llorar, con ese pañuelo blanco, grande, parecido a una bandera, que usaba en las madrugadas de invierno. Pero sé también cuánto le gustaría ese Cutral-Có 2, Gendarmería 0, que fue el cartel que iban poniendo los vecinos de ese pueblo para referir las veces en que ellos corrieron con cascotes a los uniformados de ametralladoras.

En nuestras caminatas por los bosques de Goethe y de Nietzsche en aquel 1982, nos aproximábamos a un socialismo abiertamente democrático, fácil de digerir, después de los fracasos de los populismos y de los infames crímenes militares. Él, ya en lecturas tempranas, se había entusiasmado con Trotski. Yo seguía, sigo y seguiré soñando con los principios libertarios. Fueron largas, interminables discusiones, porque Soriano en esa época revolvía mucho a Marx (es decir que no es como dicen las malas lenguas: que mi tocayo de lo único que hablaba era de San Lorenzo). A lo largo del lustro desde su partida en 1997, cada vez que se fue aproximando la malhadada fecha de otro aniversario de lo nefasto nos dedicamos al recuerdo del amigo, de su mujer Catherine, y de su hijo y vivo retrato, Manuel, que habían partido para Francia. Hoy nos parece que deberíamos superar los aniversarios y hablar de él como intérprete de lo que está pasando. Arlt fue el genio que nos describió tal cual el Buenos Aires de la Década Infame. Soriano nos dejó las estampas vivas de esa Argentina traumática de los 70. Y, si siguiera entre nosotros hoy, en sus páginas retrataría a todos: los traidores y los consecuentes, idealistas y policías, la mano abierta y la mano en la lata, los nobles y las ratas. Todos argentinos. En la verdadera literatura se puede comenzar a entender la historia profunda.

Este texto de Osvaldo Bayer es el prólogo de Cuarteles de invierno que publicó Seix Barral en 2003.