Grosera tiene cuatro amigos.

Un amigo que sabe de música, que la noche en que empieza este relato le dice que el vinilo que le acaba de regalar el pendejo es el peor disco de esa banda.

Otro amigo que tres días antes le dijo: “dejalo ir, amiga”.

Otro al que le consulta los problemas serios, como cómo depositar un cheque y esas cosas. 

Y finalmente, un amigo que cuando le contó del pendejo le dijo: “vos cuando se murió tu mamá te volviste miedosa”. Con este último amigo Grosera alguna vez tuvo algo que se puede definir como sexo. 

Grosera no tiene amigas mujeres.

Esta es la historia de cómo Grosera y tres de sus cuatro amigos terminaron en la playa.

Me la contó ella una madrugada en un bar. Y me pidió que no la escribiera. En realidad lo que me dijo fue “no la vas a escribir, pelotuda, eh”. 

Yo le dije que obviamente que no. 

Íbamos por la cuarta cerveza y sentía que ya éramos amigas. 

Pero a la mañana siguiente me acordé que Grosera no tiene amigas mujeres.

El día que el pendejo le regaló el vinilo, tres después de que el segundo amigo le dijera “dejalo ir, amiga”, Grosera llegó a su casa con la cara deformada por el llanto porque en el abrazo que le había dado al pendejo para agradecerle el regalo, un abrazo corto y torpe, había alcanzado a sentirle el perfume de Chiquita. Grosera sospechaba que entre Chiquita y el pendejo, ocasionalmente pasaba algo. Esa idea no la dejaba dormir. Se levantaba de madrugada y escribía mensajes preguntando: “¿táscurtiendo con Chiquita la c tu madre?” Nunca los mandaba. 

Pero la noche del vinilo se miró la cara en el espejo del baño y pensó: suficiente. Aunque lo que dijo en voz alta fue “me recontracago en la hostia”.

O al menos eso es lo que me contó a mí.

Por qué sus cuatro amigos la apoyaron es algo que Grosera no me aclaró. Y yo no le pregunté por miedo a que todo se volviera inverosímil. Lo que sí me contó es que a la mañana siguiente los juntó a los cuatro en el parque. Les explicó qué le gustaba del pendejo. Le manoteó el celular al amigo de la música y copió un número del suyo. Cuando empezó a llamar, le pasó el aparato al amigo que le dijo déjalo ir amiga, quien sin demasiadas explicaciones (o al menos Grosera no me las dio y yo no quiero escribir cosas que no pasaron) consiguió que el pendejo accediera a sumarse al grupo. “Y después me vas a hacer caso y lo vas a dejar ir”, dijo el amigo satisfecho mientras le devolvía el celular al amigo de la música. 

Después se sentaron todos al sol a llenar este relato de detalles que no vienen al caso, hasta que Grosera distinguió al pendejo cruzando el parque hacia ellos. 

Los cuatro amigos coincidieron en que la descripción de Grosera había sido perfecta.

Ahí yo reaccioné y le pregunté si no pensaba describirme al pendejo.

Grosera me contestó: “¿vos no eras escritora, infeliz? No me hagas perder tiempo”. 

Mientras, sin ningún apuro, el pendejo terminaba de acercarse. Grosera se puso colorada y empezó a balbucear. El amigo con el que alguna vez tuvo algo que se puede definir como sexo la tomó de los hombros y empezó a sacudirla. El amigo que le dijo “dejalo ir, amiga”, le dijo, “te dije que lo dejaras ir, boluda”.

“Qué hacés”, dijo el pendejo cuando llegó. No era un saludo, era una pregunta literal: Grosera se había agachado detrás del amigo que sabe de música. “Me arrepentí”, dijo en voz baja. “¿Cómo?”, preguntó el pendejo. Grosera salió de atrás del amigo y trató de explicarse: “Disculpame. Disculpen todos”. “¿Qué disculpe qué? No escuché qué dijiste ahí agachada”, dijo el pendejo. 

El amigo que sabe de música dijo que la historia atrasaba dos décadas, y que los veía después en la fiesta. “¿Qué fiesta?”, preguntó el pendejo interesado. “¿Por qué a este pendejo le interesa todo menos lo que yo digo?”, gritó Grosera y se tiró a los brazos del amigo de las cosas serias. El amigo de las cosas serias la esquivó y dijo “eso, ¿qué fiesta?”. 

Cuando Grosera terminó de sacudirse el pasto de la ropa, el amigo que le dijo dejalo ir, dijo “dejanos ir”, y el amigo con el que alguna vez tuvo algo que se puede definir como sexo le dijo que si a ella le daba miedo la fiesta la acompañaban hasta su casa. Grosera gritó “por qué no se van todos a la mierda”. El amigo con el que alguna vez tuvo algo parecido a sexo le dijo que seguía siendo la misma Grosera de siempre. 

Media cuadra después los cuatro amigos apuraron el paso y Grosera logró quedar caminando a la par del pendejo. “¿Qué te dijo mi amigo para que vinieras?”, preguntó Grosera. “¿Cuál amigo?”, preguntó el pendejo. “El que te llamó”, dijo Grosera haciéndole una caída de ojos. “No me llamó ningún amigo tuyo”, dijo el pendejo. Grosera le dijo que se explicara. El amigo que le dijo que lo dejara ir se tiró desde dos metros adelante, la bajó de un tacle y le dijo “te dije que lo dejaras ir, boluda”. El pendejo siguió caminando como si nada. “No pasó nada”, dijo Grosera aceptando el brazo del amigo de la música para levantarse.

Sobre la fiesta, Grosera no quiso darme detalles. (“¿Y tu imaginación de escritora, flaca?: una fiesta llena de pendejos”). En lo que se detuvo fue en que a eso de las cinco de la mañana logró llegar a la computadora, poner una canción del disco que le había regalado el pendejo y buscar su mirada. “Dejalo ir, amiga”, murmuró desde un sillón el amigo que le había dicho que lo dejara ir, con la boca ocupada en algo que Grosera también se negó a explicitarme. El pendejo estaba en el balcón haciendo algo con el celular. En un intento por despertar su complicidad, Grosera subió el volumen. El amigo que le había dicho que lo dejara ir volvió a liberar su boca para, esta vez, gritar: “dejalo ir, boludaaaa”. Sin darse vuelta, el pendejo pidió con un gesto que bajaran un poco. Grosera corrió al baño, se encerró con llave y empezó a pegarse la cabeza contra el espejo. A las patadas, sus cuatro amigos tiraron la puerta abajo.

Una hora después salía el sol, y Grosera, sus cuatro amigos y el pendejo se acomodaban en una mesa del bar del cementerio. Grosera empezó a hacer malabares para quedar al lado del pendejo. El amigo de la música le tiró las pelotitas de un manotazo, y le dijo que por una vez se portara como una mujer adulta.

“Ya fue: vámonos a la playa”, dijo el amigo de la música. El amigo de los problemas serios dijo que tenía que pensarlo y se fue del bar.

Del bar y de este relato. 

Ya adelanté al principio que esta es la historia de cómo Grosera terminó en la playa con tres de sus cuatro amigos. 

El pendejo dijo que la idea del viaje le copaba pero que no tenía un mango. Grosera saltó hasta el techo de contenta, y enseguida, arrastrándose como una babosa, dijo que ella le pagaba. El amigo “dejalo ir, amiga” la levantó hasta la silla otra vez y dijo que él ponía el auto pero que los demás pusieran la nafta. 

A mitad de camino pararon a llenar el tanque. El amigo de la música hizo una cola para comprar medialunas, y el amigo con el que alguna vez Grosera tuvo algo que se puede definir como sexo fue al baño. Grosera dijo “qué calor” y encaró para un guardarraíl a la sombra tratando de captar la atención del pendejo con una mirada por encima del hombro y un vaivén patético del culo.

“Patético” es un agregado mío. Grosera no sabe que estoy definiendo su jugada en estos términos. (Por favor, no le cuenten nunca.)

Cuando llegó al guardarraíl, Grosera se dio vuelta: el pendejo y el amigo que le dijo “dejalo ir, amiga” se habían apoyado contra el auto y charlaban animadamente. Por los gestos, Grosera adivinó que estaban hablando de alguna mujer. “Dejalo venir, pedazo de pajero” le gritó a su amigo. “Es que me empezó a caer bien”, dijo el amigo y pasó un brazo por detrás de los hombros del pendejo. Grosera se tiró al piso y empezó a meterse puñados de tierra en la boca. El pendejo se sopló el flequillo y sacó su celular. Grosera empezó a volver hasta el auto de rodillas. El amigo de la música le ofreció el paquete de medialunas abierto y le dijo: “ponete las pilas, parece que te hubieran echado a patadas de un video de Marilyn Manson”. 

Ahí yo la frené y le pregunté por qué. “No tengo la menor idea, ¿a vos te parece que arrodillada y con la boca llena de tierra daba para preguntar eso, gila?”. Yo dije que había supuesto que todo era una gran metáfora. “Detesto las grandes metáforas”, me contestó. 

Cuando el amigo con el que alguna vez tuvo algo que se puede definir como sexo volvió al auto, siguieron viaje. A los tres minutos el pendejo dijo algo inentendible y apoyó la cabeza contra la ventanilla. “Oia… se durmió”, dijo el amigo de la música y bajó el volumen del estéreo. “Quiero que los tres me expliquen una cosa”, murmuró Grosera asomándose al asiento de adelante y tironeando del brazo del amigo del sexo para que hiciera lo mismo. “Explíquenme por qué se preocupan tanto por este pendejo si YO soy la amiga de ustedes: YO.” “No nos preocupamos por el pendejo, nos preocupamos con el pendejo”, dijo el amigo de la música. “Vos no estás bien, Grosera”, dijo el amigo con el que alguna vez tuvo algo que se puede definir como sexo. “Desde que se murió tu mamá te volviste miedosa, ¿cuántas veces te lo tengo que decir?”. Grosera se inclinó aún más hacia adelante y dijo: “loco, necesito que me apoyen”. “Acá el único que siempre tiene ganas de apoyarte es éste”, dijo el amigo de la música cabeceando hacia el amigo de atrás, “yo estoy para que me consultes sobre música”. “Y yo para recordarte que lo dejes ir, amiga”, dijo el amigo “dejalo ir, amiga”. “Okeeeei”, gritó Grosera y empezó a forcejear con la manija de la puerta contra la que dormía el pendejo. 

Finalmente dijo resignada: “tiene puesta la traba para niños, ¿no?”. “Seee”, contestó el amigo que le dijo “dejalo ir, amiga”. El pendejo frunció los ojos, se acurrucó mejor y no los volvió a abrir.

Hasta que el auto derrapó junto a la costanera. 

Entonces levantó la cabeza y dijo: “che, yo tendría que avisarle a mi vieja que estoy acá”. 

Pero lo que hicieron los cinco fue olvidarse de todo lo que tenía que ver con la ciudad y bajar del auto corriendo. El primero en zambullirse fue el pendejo. La última, Grosera, quien otra vez había intentado llamar su atención, esta vez con un estriptís demorado excesivamente por la imposibilidad de desprenderse el corpiño, hasta que el amigo de la música salió del agua, tiró del elástico con el único fin de que le pegara en la espalda y la dejó en tetas inglamorosamente. 

“La palabra ‘inglamorosamente’ no existe”, la interrumpí. “Si me hubieras visto ahí te darías cuenta que sí, loca”, me contestó. “¿Qué querés transmitir: ‘toscamente’, ‘con torpeza’, ‘de un modo patético’?, pregunté. “‘Patético’, la usaste vos más arriba para definir un vaivén que hice con el culo”, me dijo entonces, “¿vos te pensás que soy pelotuda, yo?”. 

El pendejo estaba haciendo la plancha en la primera naciente. Después salió y se tiró de espaldas sobre la arena mojada. El amigo de la música había vuelto a la orilla y se escurría el boxer. El amigo del sexo caminaba hacia el muelle tratando de entablar conversación con las dos chaboncitas.

“¿Qué dos chaboncitas?”, la interrumpí. “Dos chaboncitas que van a estar mencionadas sólo en dos frases acá y en un párrafo bastante más abajo, así que ni da gastarse en hacerlas entrar en la historia de un modo prolijo”, me explicó Grosera. 

Efectivamente: las chaboncitas sonrieron de un modo burlón, apuraron el paso y dos minutos después desaparecieron. El amigo del sexo les gritó algo que Grosera no escuchó porque el viento soplaba para el otro lado, pero que entendió como un último intento de convencerlas, porque se había puesto de rodillas. El amigo “dejalo ir”, gritó “dejalas ir” y siguió mirando el horizonte desde el mangrullo del guardavidas. 

El amigo de la música se acercó de una corrida al pendejo. Grosera alcanzó a entender que le estaba proponiendo intentar con las chaboncitas juntos. Pero el pendejo ni siquiera levantó la cabeza.

“Qué abúlicos son los pibes de ahora, ¿no?”, dije yo buscando despertar la complicidad de Grosera. “No sé de qué hablás”, me contestó de mal modo, “el pendejo no levantó la cabeza porque se había quedado dormido”.

“El pendejo palmó”, gritó desde el pie del mangrullo el amigo de la música. El grito era para el amigo “dejalo ir”, no tanto para Grosera que se había subido en un arranque de seguridad y ahora trataba de controlar el vértigo aferrada a la pierna de su amigo. El amigo le dijo dos veces “déjame ir”. Al final se liberó a la fuerza y bajó. Al pie del mangrullo también estaba el amigo del sexo señalando hacia el lugar por el que se habían ido las chaboncitas. 

“Loco, no me dejen acá”, gritó Grosera aferrándose a los restos de una baranda. El amigo del sexo se rodeó la boca con las manos y gritó: “vos después de que se murió tu mamá te volviste miedosa”. “¡Vuelvan, conchudos!”, insistió Grosera justo antes de que salieran de cuadro.

El pendejo se levantó y empezó a caminar hacia el mangrullo. “¿Estás bien?”, preguntó hacia arriba cuando llegó. “Sí, sí”, dijo Grosera tratando de aparentar que lo que estaba haciendo era tomar sol. “Buenísimo, entonces me voy a ver qué están por hacer aquellos”, dijo el pendejo y trotó hacia fuera de cuadro.

Grosera gritó hasta sentir la garganta como un rayador. 

Después respiró hondo, y tratando de no mirar, bajó uno a uno los escalones hasta la arena.  

Corrió fuera de cuadro. 

Estaban los cuatro sentados en un médano compartiendo una cerveza del pico con las dos chaboncitas. “¿Qué onda, forros?”, dijo Grosera indignada, “¿consiguen escabio y no me avisan?”. El pendejo le tendió la botella y sonrió. Grosera sintió que se derretía mientras trataba de recibirla. Pero fue inútil: de golpe era sólo una masa viscosa que se empezaba a filtrar entre la arena. “Uf, qué asco”, dijo el pendejo mientras el amigo que le dijo “dejalo ir” empezaba a juntar a Grosera con las manos. Cuando lo logró, el amigo con el que alguna vez tuvo algo que se puede definir como sexo señaló fuera de cuadro y dijo: “oia, las guachas se fueron”. Grosera lo miró con reprobación: una cosa eran las groserías y otra el lenguaje sexista. 

“‘Guacha’ no es una palabra sexista”, la interrumpí yo, “en todo caso es discriminativa de la orfandad”. “Disculpame”, me contestó, “¿vos las viste a las chaboncitas? ¿vos estabas en esa playa? No, ¿no? Entonces cerrá el orto”. Pensé en decirle que ese último modismo sí bordeaba el maltratato de género. Pero como ella también era mujer esto último no estaba tan claro. Así que asentí para que avanzara en el relato. 

“Tenemos que buscar dónde quedarnos”, dijo el amigo de la música.

“Sí”, dijo el amigo del sexo, “busquemos una habitación cuádruple con baño en el medio. Yo duermo con Grosera”. “El problema es que somos cinco”, dijo el amigo de la música y ahora también de los problemas serios. “Pero, cómo, ¿a éste no lo dejamos acá?”, dijo el amigo del sexo mirando al pendejo que se había ido a la orilla a escribir con un palo. “Es cierto”, dijo el amigo de la música más serio incluso que el amigo de los problemas serios “ya no cumple ninguna función en esta historia”. “Miralo, Grosera”, dijo el amigo “dejalo ir” agarrándole el mentón. 

“Tienen razón”, dijo Grosera, “es inalcanzable”. “‘¿Inalcanzable?’. No, boluda: es bobo”. “No es bobo, es chico”, dijo el amigo de la música, “por eso te regaló el peor disco de esa banda”. “Es de otra generación, Grosera”, gritó el amigo de los problemas serios desde la ventanilla de un micro que desapareció.

“¿Por qué no le preguntás a él y listo?”, dijo el amigo del sexo.

“No”, dijo Grosera. “Prefiero quedarme con un buen recuerdo”. “¿Qué buen recuerdo, si no tuvieron ni una escena en toda la historia, amiga?”, dijo el amigo que le dijo “dejalo ir, amiga” de entrada. “¿Sabés lo que es este pendejo? Un personaje mal definido”. 

Grosera tomó el fondo del vaso de un trago. 

“¿Y?”, dije yo. 

“¿Y qué?”, me contestó. 

“¿Qué pasó? ¿Le preguntaste?”. 

“Boluda”, dijo mientras le hacía al mozo el gesto de la cuenta. “Desde el segundo párrafo avisamos que esta era la historia de cómo yo y tres de mis cuatro amigos terminamos en la playa. Me están esperando. Invitás vos, ¿no?”