Quizá sea uno de los mejores comienzos de la literatura argentina escrita en los últimos diez años. La escena más potente desde lo visual y lo simbólico, aunque no transcurra en el país, sino en la cordillera del Himalaya, en el continente asiático. “Dos sherpas están asomados al abismo. Sus cabezas oteando el nadir. Los cuerpos estirados sobre las rocas, las manos tomadas del canto de un precipicio. Se diría que esperan algo. Pero sin ansiedad. Con un repertorio de gestos serenos que modulan entre la resignación y el escepticismo”, revela el narrador de Dos sherpas (Entropía), la tercera novela del escritor y editor Sebastián Martínez Daniell. Lo que contemplan el sherpa viejo y el sherpa joven es el cuerpo inmóvil de un turista inglés, que se ha despeñado desde el monte Everest. A la manera de un Big Bang literario, emerge toda la materia digresiva que fusiona a Julio César y Pompeyo, el pueblo nómade que trashumaba la provincia de Sichuán, un accidente en un montacargas, el alpinista británico George Mallory, precursor en el ascenso del Everest; los partidarios del rol fundante del fuego versus los que defienden que “lo viviente nació de lo húmedo” y los pintores impresionistas Renoir y Monet, entre otras historias, que expanden en múltiples direcciones el universo narrativo.

Martínez Daniell (Buenos Aires, 1971), autor de Semana (2004) y Precipitaciones aisladas (2010), recuerda la genealogía de Dos sherpas. “Yo estaba escribiendo otra novela en 2008, una novela que debe tener unas treinta páginas y que nunca terminé. En esa historia había un ornitólogo inglés que se iba a una península en el Báltico a estudiar una especie de cormoranes. Mientras el ornitólogo estaba ahí, la península se desprendía del continente y empezaba a flotar a la deriva por el mar Báltico, entraba en aguas finlandesas y estallaba una guerra. Cuando estaba escribiendo esa novela, empiezo a escribir la historia del hijo de ese inglés, que para demostrarle a su padre que él valía se propone escalar el Everest. Cuando está escalando el Everest, se cae y dos sherpas se quedan contemplando su cuerpo. Esa escena y la peculiaridad de la función que cumple el sherpa en la montaña me atrapó. Y abandoné lo que venía escribiendo y me dediqué a construir una segunda novela a partir de esa escena”, cuenta el escritor en la entrevista con PáginaI12.

–Dos sherpas es una novela que gira en torno a esa primera escena de dos sherpas que contemplan el cuerpo del turista inglés. ¿Qué concepción de tiempo se trabaja en esta narración? ¿La del tiempo detenido?

–Es la única escena que vertebra la novela o toda la novela orbita en torno a esa escena. Me interesa el efecto un poco Aleph que tiene el hecho de que sea algo muy mínimo y que eso pueda disparar una digresión infinita, donde cualquier cosa del universo cognoscible se puede incorporar a la trama; jugar entre el minimalismo de la escena y el maximalismo del alcance de la narrativa. Eso me llevó a tener que trabajar mucho con el desarrollo del tiempo; es una novela que tiene muchísima detención y cuidado en el detalle, que trabaja sobre un tipo de lenguaje, un tipo de experiencia narrativa cercana a lo que puede ser (Juan José) Saer, (W.G.) Sebald o Marcelo Cohen también; escritores que tratan de agotar las posibilidades del lenguaje en torno a algo muy minúsculo. Esto te lleva a cierta desaceleración absoluta de la narrativa. Pero trato de jugar con lo contrario; hay una escena muy breve que se estira durante doscientas páginas y al mismo tiempo hay un período de quinientos años contado en un párrafo, como la inmigración de los sherpas, lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial, o el proceso de colonización británico en Nepal y el Tíbet, procesos históricos muy largos que son resumidos en pocos párrafos. Ese contraste entre desaceleración y aceleración también me interesa.

–“Cuando la palabra cambia de propietario, la razón se va con ella. Pero no hay que confundir: pocas cosas más alejadas de la idiosincrasia nepalí que el consenso. Nunca hay acuerdo, cree el sherpa viejo. Lo que ha habido en una discusión entre sherpas es nada menos, nada más, que una expansión de la experiencia del lenguaje”, dice el narrador de la novela. El hecho de detenerse en los detalles y detener el tiempo, ¿le permite ampliar la experiencia del lenguaje?

–Yo creo que sí, que permite cierto abordaje de las herramientas lingüísticas que uno tiene a mano para expresarse. Hay ciertos recursos como la afirmación y la puesta en cuestión inmediata de esa propia afirmación que te llevan a detener el instante, que no es del tiempo ni del espacio, sino de la lectura. Te permite detenerte y reconcentrar la tensión ahí. Cuando escribí ese fragmento, estaba pensando más en ese lugar común tan extendido en torno a que la solución de los problemas pasa por el consenso y ese tipo de expresiones bien intencionadas que tratan de dejar el conflicto de lado. En la novela siempre aparecen las perspectivas del sherpa joven, que es más pragmático, y el sherpa viejo, que tiene un idealismo más desencantado. ¿Qué pasa cuando hay un conflicto que no se puede resolver? El conflicto va a perdurar; lo que va a hacer es evolucionar en una tercera instancia, en la que hay una expansión del lenguaje. Las dos posturas confrontadas lo que hacen es crear una tercera. Quería discutir con la posición algo ingenua que postula que si la gente se pone de acuerdo los problemas se resuelven. No voy a ser el guía de lectura de mi novela porque sería insoportable, pero hay muchas cosas de la novela que tienen que ver con ese diálogo. 

–¿La intromisión de Julio César de William Shakespeare?

–Sí, la intromisión de la obra Julio César de Shakespeare se produce a partir de que uno de los personajes tiene que interpretar un papel para una representación escolar. Elegí esa obra de Shakespeare porque me interesa el choque que se da entre las figuras de Julio César y de Pompeyo. Hay dos capítulos que quedaron afuera de la novela, donde contaba la biografía de Julio César y de Pompeyo; pero finalmente los saqué porque terminaban siendo muy enciclopédicos. Julio César siempre fue considerado por la historia el tirano que concentró todo el poder, pero al mismo tiempo fue un líder muy popular. Hay ciertos personajes históricos como Julio César, Napoleón, Robespierre, que condensan una gran cantidad de contradicciones históricas y que suelen ser simplificados. Pompeyo siempre quedó en la historia como el republicano que venía a preservar las leyes del imperio romano y Julio César como el tirano que se apropió del poder. Y no fue así. No lo quiero trasladar a términos tan obvios como republicanismo y populismo; pero hay una tensión entre el cesarismo y el republicanismo. Cuando uno se pone a ver microscópicamente lo que pasó en la historia romana, había una aristocracia que cuando le convino lo apoyó a Pompeyo, pero antes lo habían boicoteado, una aristocracia a la que Julio César perteneció porque era de una familia patricia. Esa tensión en las formas de representar el Estado me interesa, dentro de una novela que no trata sobre eso, sino que es una novela sobre dos sherpas que contemplan el cuerpo de un inglés caído en la montaña. Cuando escribo, estoy muy atravesado por lo que está pasando y trato de algún modo de que las novelas que voy escribiendo sean como una especie de informe de los discursos que están circulando y que me interpelan subjetivamente.

–¿Por qué tiene tanta importancia en la novela la intertexualidad con Shakespeare? 

–Shakespeare está en la novela no por su aspecto canónico en la cultura occidental, sino porque logré encontrar dos elementos que para mí eran importantes: que era el autor de Julio César, y me interesaba como figura histórica; y el hecho de que era inglés y que el Reino Unido había sido la potencia que colonizó el territorio en el cual se desarrolla la novela. Que el personaje que cae en la montaña fuese inglés tampoco es arbitrario. Inglaterra fue una potencia imperial colonial y además la cuna de la Revolución Industrial, que un poco estamos viendo caer, ¿no? Cierta etapa del capitalismo, basado en la producción de bienes industriales, es lo que se está derrumbando ahora. Todo lo que alimentase la cultura de lo inglés -una cultura que admiro muchísimo- y la crítica a esa cultura me sumaba en la novela. 

–La imagen de esos dos sherpas viendo al turista inglés podría interpretarse como que los “atrasados y sometidos” miran al imperio derrumbado, representado en el cuerpo del turista.

–Es linda la lectura (risas)… Ellos ven caer el imperio, más que el imperio lo pensé como el capitalismo industrial; pero lo ven con resignación y escepticismo porque no creen que la cosa vaya necesariamente a mejorar; no es que cae por una revolución. Pero al final, cuando se repite esa escena, el narrador dice que “sus gestos recorren una panopia de sutilezas que tratan de eludir tanto la culpa del verdugo como la indignación de la víctima”. Ahí trato de ponerle un mínimo de optimismo a la situación; ellos, que han sido históricamente los sojuzgados por el sistema, van a tratar de asumir un protagonismo. En el caso del sherpa joven es más explícito, en el sentido de que va a tratar de tomar las riendas de su destino. 

–En Dos sherpas se cuentan historias que sucedieron en realidad, pero que parecen producto de la fabulación del narrador.

–Eso es muy borgeano, pero está bien que sea así. En el libro se mezclan a veces una cosa medio ensayística y medio poética con lo narrativo; están los tres niveles jugando. Todo lo que tiene que ver con la historia de la etnia sherpa, con la historia de llegar a la cima del Everest, de George Mallory, y Andrew Irvine, está documentado. Si la historia la inventaron, no la inventé yo (risas). Hay una idea de lo exótico que trato de impugnar en la novela, aunque eso vaya en desmedro de la verosimilitud. Yo no quería que mis sherpas fuesen exóticos, no quería que los lectores lo sintiesen como lejanos idiosincráticamente. Las particularidades culturales siguen existiendo, son fuertes y hay movimientos que las defienden, pero al mismo tiempo la explotación que sufren dos sherpas en el medio de una montaña en Nepal no es tan distinta de la explotación de alguien que está cortando caña de azúcar en Tucumán. En contextos culturales muy distintos, fenómenos como la explotación tienen raíces similares.