Desde Barcelona

UNO El pasado lunes 14 de enero, como tanto escritores y lectores y editores, Rodríguez se acercó y entró con dificultad –porque no cabía un alma y mucho menos más cuerpos– al salón del Tanatorio Sant Gervasi donde se llevaba a cabo el funeral por Claudio López de Lamadrid. Rodríguez –habitual habitante de esta página semanal– no lo hizo porque yo, su autor, se lo obligase. Lo hizo de motu propio. Y es que Rodríguez –como tantísimos otros– es un lector que sueña con escribir y, puestos a soñar, soñaba con que Claudio fuese algún día su editor.

  Yo lo vi entrar a Rodríguez más triste que de costumbre y lo invité a sentarse a mi lado. Y le ordené que se estuviese calladito; porque ese día iban a hablar otros –yo entre ellos, tuve no el placer pero sí el privilegio de ser invitado a hacerlo– y a él, por una vez le iba a tocar escuchar.

Escucha, oh Rodríguez. 

DOS Así fue –y  a partir de ahora hablo yo– cómo subí a decir lo mío. El lugar desde allí delante parecía la portada del Sgt. Pepper’s, con el cajón del Gran Beatle al frente. Y, antes de leer lo que había preparado, no pude sino manifestar –fuera de página y de programa– mi sorpresa de enterarme recién allí, por boca de la elegía de uno de los hermanos de Claudio, de que le decían Toti.

¿Toti?

¿De verdad?

Veinte años siendo mi editor y casi treinta siendo mi amigo y ¿recién entonces me enteraba yo? ¿Viajamos juntos, cruzamos continentes, compartimos hoteles y nunca salió el tema ni nadie le dijo Toti estando yo allí? ¿Lo sabían Miguel Aguilar, Riccardo Cavallero, Ignacio Echevarría, Andreu Jaume, los otros cuatro amigos y colegas convocados a glosar la figura de Claudio? Algo me hace sospechar de que sí (y que hasta fuese posible que las setecientas personas que desbordaban el lugar estuviesen al tanto del enormemente cariñoso y diminutivo apodo). Y que tal vez Claudio había conspirado todo este tiempo para que sólo yo no me enterase de la cuestión sospechando con fundamento que yo, de saberlo, lo hubiese sometido a tres décadas de duro y burlona totiteo y totitez.

TRES Por que de verdad: ¿Toti? Podría llegar a admitir un Totinkong o un Totikraken o hasta un Totintantz. Algo enorme y contundente y épico e, incluso, atemorizante para esos momentos en los que Claudio se daba el lujo de atemorizar con gracia. En serio: ¿le decían así desde pequeño? ¿Existían fotos de Claudio pequeño? De tamaño pequeño, quiero decir ¿Le dijeron así a Claudio desde el principio y le siguieron diciendo así siempre y –por ejemplo y sin ir más lejos– hasta el verano pasado en la casa familiar de Comillas? ¿Y entonces cuando alguien gritaba “Toti, a comer”, entonces Claudio dejaba el libro que tuviera entre manos y ojos y se ponía de pie y... obedecía a ese llamado y a ese nombre?

¿Toti? 

CUATRO Pensé en preguntar todo esto ahí mismo y en voz alta; pero decidí que tal vez no correspondía y me contuve con esfuerzo  (aunque sí era algo muy urgente para mí). Temí que en medio de mis preguntas el ataúd con el cuerpo de Claudio se pusiese en movimiento o que (por instrucciones previas dejadas por él en algún documento) viniese a ser llevado por los empleados de la funeraria y saliese de allí antes de tiempo pero a su tiempo y en una última de sus muchas huidas ante el pasmo de los dolientes y dolidos.

 Y no dejo de pensarlo desde hace días: en lo de Toti como excusa para descubrir lo que uno ya sabe pero aún así... Para comprender lo mucho que no se sabe acerca de alguien a quien siempre se creyó conocer mucho. En los múltiples pliegues de una misma persona –incluso entre los más queridos de los seres queridos– que siempre es muchas y nunca todas al mismo tiempo. En ese misterio que, probablemente, es lo que nos vuelve interesantes hasta el final porque nunca se nos leerá del todo. Y, sí, Claudio era muy interesante. Y estaba muy bien escrito.

CINCO Pensaba además en ese posible “Toti, a comer” en Comillas. Ese sitio al que Claudio me invitó a mí y a los míos tantas veces y nos desinvitó casi a último momento tantas veces. Cuando esas veces ya fueron demasiadas, suficientes, un día le dije: “Hagamos una cosa, Claudio: finjamos que ya fui, que volví, y que me pareció un sitio espantoso y que la pasé peor que nunca en mi vida”. “Hecho”, gruñó pero aceptó Claudio.

Pero, claro, estoy seguro de que no es así. Nada me hace pensar que Comillas no es un sitio fantástico y legendario y que Claudio encontraba allí su más preciso lugar en el mundo. Y con eso de mantenerme alejado de allí Claudio me hizo otro de los grandes regalos que un editor puede hacerle a un escritor: el que Comillas hoy sea para mí como el centro de la Tierra o la Luna para Verne o la Isla Tortuga y la Malasia para Salgari. Es decir: un sitio en el que nunca estuve pero que podría inventar a la perfección.

Y pocas cosas me parecen más poéticas y justicieras –ahora que lo pienso– que el que el lugar favorito de un gran editor se llame Comillas.

SEIS Y en Comillas, claro, otro enigma para mí. La familia de Claudio quien –sin dudas– fue el solitario más familiar que conocí en mi vida. Todos esos López de Lamadrid y sus derivados. Los fui conociendo de a poco y poco y por separado. O en grupos de tres. Una vez le dije a Claudio que su familia más que una familia era una cruza entre una secta y una raza y alguno de esos escuadrones de dimensión alternativa à la Marvel Comics y que sólo existían para sí mismos al juntarse y luchar, todos juntos, contra el Mal Absoluto. “¡Qué vas a saber tú de familias si tus padres se divorciaron ocho veces y los tuyos no son más que los dedos de una mano. A ver si aprendes algo de tu mujer mexicana y de su clan, argentino desfamiliarizado!”, gruñó otra vez. 

Pero, a su vez, Claudio tenía que admitir que yo –como principio de posible dinastía– no lo estaba haciendo mal con Ana y con mi hijo, Daniel, a quienes quería mucho y quienes tal vez, ahora que lo pienso, también siempre supieron lo de Toti.

La semana pasada, aquel mismo lunes, a la salida del colegio de mi hijo de doce años, alguien se me acercó para preguntarme cómo estaba Daniel. “Un poco resfriado”, les dije. “Ah, no, te lo pregunto porque Daniel comentó en clase que estaba muy triste porque había muerto un amigo suyo muy querido”. Casi me vengo abajo entonces, pero la sonrisa le ganó a la lágrima y, sí, es verdad: Claudio y Daniel no sólo eran amigos sino que Claudio autorizó el que Daniel diseñase las portadas de mis últimos cuatro libros. Me gusta mucho pensar y sentir que mi editor y mi hijo siguen juntos así.

Y que son parientes.

Porque Claudio es pariente mío al pertenecer a esa familia de árbol genealógico siempre conflictivo y de aire en más de una ocasión tóxico que es la familia de los escritores. Allí en lo alto –intercontinental, a ambos lados del océano– Claudio es alguien como la copa de un pino. Claudio fue un patriarca para los de mi oficio y fue un patriarca desde muy joven. Y pocas cosas producen mayor sensación de orfandad que la muerte temprana de un patriarca joven y poderoso y generoso.

Sobre todo si responde al nombre de Toti I. 

SIETE El texto que leí hace dos lunes en el funeral de Claudio terminaba con las siguientes palabras a las que tan sólo me he permitido hacerles una pequeña edición que no hace falta que puntualice aquí porque, creo, salta a la vista (aunque no estoy del todo seguro de que Claudio la hubiese admitido).

  Así casi dije entonces, justo antes de que Rodríguez saliese de allí a una mañana radiante pero triste de Barcelona; así digo ahora:

  “Si hubiese algo de coherencia narrativa en un momento en el que nada parece tenerla, ahora Toti debería levantarse e irse de aquí casi sin que nos demos cuenta de su huida. O, incluso, ni siquiera haber venido porque –con esa voz– habría gruñido un ‘va a ser un coñazo’. 

  “Tuvo que pasar lo que pasó para que, finalmente, nos demos cuenta de cuál era su magistral truco: Toti se iba sólo para poder volver. 

  “Una y otra vez.

  “Ahora –mal que le pese, descanse en paz, que afortunados fuimos y somos y seguiremos siendo por esto– se queda con nosotros para siempre”.

OCHO Bienvenido, Toti.