La reencarnación, o la idea de que literalmente vivimos muchas vidas, considerada herética por el cristianismo, constituye sin embargo (con grandes variaciones) un artículo de fe en varias religiones orientales y en muchas corrientes místicas esotéricas occidentales.

Narrar una biografía en el marco de una cosmovisión reencarnacionista implica una representación del tiempo muy diferente a la imagen de una línea recta que comienza en el nacimiento y termina en la muerte. Una alegoría más adecuada de la existencia humana en este contexto sería la rueda que se figuran el budismo y el hinduismo, con el círculo rodante como el samsara o encadenamiento de existencias ligadas entre sí por la ley del karma (causa y efecto), la posibilidad de la liberación como el vacío en el cubo de la rueda, y los dharmas o caminos que conducen a ella como los rayos de la rueda.

Es un universo donde los llamadores de ángeles llaman eficazmente a los ángeles y un narrador humano puede devenir gato.

En el esoterismo occidental, el progreso del alma o espíritu a través de la multiplicidad de existencias (siempre humanas a partir de cierto punto) se simboliza como una escalinata ascendente en espiral, cada recurrencia en una octava más alta que la anterior. Hay un bello grabado de William Blake, El sueño de Jacob, que ilustra esta visión.

A pesar de la rica complejidad que ella aportaría a la novela e incluso a la autobiografía, no hay en la literatura mainstream (sí en sus bordes: por ejemplo, los cientos de libros escritos por médiums que los atribuyen al dictado de espíritus de personas fallecidas, como el impresionante Nuestro hogar, de Chico Xavier) muchas novelas o biografías reencarnacionistas. Una excepción resonante, raro (o no tan raro) caso de obra literaria de alta calidad que fue best seller, es Karma, de la escritora y periodista italiana Fausta Leoni.

Tuvo que venir un rosarino, pintor y nacido en 1978 en la zona sur para más señas, a atreverse a continuar esa tradición. Publicada el año pasado en Rosario por el sello independiente Gato Grillé Ediciones, la novela Oro brujo, de Lázaro Diacovich, combina con la fluidez de su pintura un composé de pasajes autobiográficos. Estos incluyen memorias de viajes (externos nada turísticos e internos, psicodélicos), junto con poéticos relatos inspirados en sueños o visiones y crónicas más o menos ficcionalizadas sobre su propio trabajo como pintor en su taller y sus visitas a talleres de colegas.

A diferencia de Leoni, quien atribuyó inicialmente un valor testimonial a lo narrado en Karma, Lázaro Diacovich no le pide al lector más fe que la que reclama cualquier novelista: el famoso pacto de la teoría literaria de la ficción, la suspensión temporaria de la incredulidad. Más allá de su congruencia con sus íntimas convicciones, su relato no es presentado como la verdad sino como un verosímil. La reencarnación, en Oro brujo, no es impuesta como un dogma sino que constituye simplemente una más de las reglas que rigen un universo que podría ser realista o fantástico, según de qué lado del mapamundi se pare el lector. Es este un universo, cabe advertir, psicodélico, visionario o afín al realismo mágico; uno donde los llamadores de ángeles llaman eficazmente a los ángeles y es posible para un narrador humano el devenir gato por un rato y narrar como tal. Aquí la anamnesis (la irrupción en la conciencia del recuerdo de la otra vida) se produce al regresar de un viaje a la India.

La tapa del libro en el taller del artista plástico.

Excepto por los majestuosos pasajes visionarios, el tono del cautivante relato es amable y ligero, gracias a una sensación de levedad que arraiga en una concepción transpersonal y optimista de la(s) vida(s). El mendigo sin piernas, paria en la India, que según la anamnesis habría sido el pintor en su vida anterior, es feliz incluso en su feroz intemperie y en su pobreza porque se sabe así fiel pagador de todas sus deudas de aquellas otras existencias previas ya olvidadas. Renacerá en Rosario como un viajero curioso que goza expresando su espiritualidad a través de la pintura. Y que también disfruta de los sentidos: el amor carnal, la pintura misma, los encuentros con amigos en un bar bohemio de la calle Maipú.

"Ya no soy yo sino otra cosa que no puedo describir. Lentamente, parte a parte. Del revés íntegramente. Estoy dado vuelta. Lo que veo ahora genera un dolor indescriptible. Yo. Las tanzas siguen deslizándose y al fin cada anzuelo logra quedarse con un trozo. El miedo y el dolor desaparecen. Cuando cada uno de los infinitos anzuelos ha pescado lo suyo, todo se detiene. Como una foto viviente de pequeñas parcelas del yo flotando en tensión. […] Entonces la acción comienza. Todos los trozos giran caóticamente, no solo en el lugar sino que se desplazan, ahora no son trozos sino pequeñas luces. […] Soy el universo con todas sus finitudes e infinitudes. Soy un átomo girando con todas sus finitudes e infinitudes. No hay tiempos ni espacios ni tamaños. Solo energía de vibración crística sin nomenclatura. YO SOY. UNO. El 146 negro me deja a pocas cuadras, pero como acostumbro me bajo un tanto antes para que la caminata se prolongue…" 

Dibujo de Lázaro Diacovich que ilustra Oro brujo

Citas de libros sagrados de la India encabezan visiones místicas que se continúan con la vida cotidiana en la ciudad. Un romance atraviesa diversos países de la mano de la magia de los naipes de Tarot. Entre los personajes del libro, se pueden reconocer retratos de la personalidad, la voz, la obra e incluso el espacio de producción de sus colegas pintores locales Eduardo Contissa y Rodolfo Perassi (apodado en este libro como "el Viejo", cosa que no le hizo demasiada gracia al retratado, quien se lo perdonó al autor desde la magnanimidad que le otorga el haber sido también inspiración de un personaje del Negro Fontanarrosa), además de otros no tan conocidos. En estos tiempos de agotamiento de cierta fórmula consagrada de lo fantástico (el modelo Aira, digamos) y de cierta crisis inconfesada de la ficción que no logran paliar cientos y cientos de crónicas banales montadas en el giro autobiográfico y la literatura del yo, hay que dar la bienvenida a una novela que trasciende todo eso sin pose, producida sin ninguna expectativa de ingreso al canon literario por un autor que viene desde la plástica pero que tampoco se desvela por acceder al canon artístico. Y que además está muy bien escrita. Y que tiene el plus de estar ilustrada con pinturas y dibujos de su autor, algunos monocromos y otros en colores, en una cuidada edición dirigida con gran sensibilidad por la poeta María Paula Alzugaray.

Oro brujo es la obra literaria que el baqueteado realismo estaba necesitando para expandirse hacia nuevos horizontes. Viene a cumplir esa misión sin impostura alguna y abre algunas cabezas como al pasar mientras deja constancia del agite de la escena pictórica en Rosario.