Era la hora en que el cielo se empezaba a teñir de un rosa té como en los grabados que adornaban malamente la tintorería El Sol de Japón. Las montañas de hielo, los estuarios, las rocas estallando de espuma. Esos reflejos volcados sobre el vidrio, dispuestos de a pedacitos armaban un caleidoscopio hasta que los rayos espichaban tras los tapiales de la sodería. 

 

Ese color. Ese olor del plátano y la presunción de la tormenta bramando, con astas embistiendo lo invisible, me ponía de un ánimo exultante. Era el poder del otoño que todo cambiaba. Avanzaba con una energía contenida, alcanzaba las cumbres nevadas, me hacía creer en el bien y en un futuro venturoso. Era como una orden: “No pensar, no pensar, no pensar”. 

La japonesa sonreía envuelta en los vapores, emergiendo de siglos: una niñita presa en su celda de humos protegida de los dragones gracias a algún hechizo dispuesto por su padre, un rey que vigilaba desde su almena en las figurillas de la pared. Yo estaba solo, andaba solo, necesitaba estar solo porque me estaba curando de algunos desamparos y sablazos oblicuos como espadas que los jovencitos sentíamos pero que no sabíamos expresar. 

Yo sentía crecer dentro de mí una ancha ferocidad, tanto que me daba lo mismo trompearme que bailar solo en el borde del precipicio abierto a una garganta de piedra con fondo de claraboyas. Cruzar frente a los troles cerrando los ojos; hablarle extendiendo la mano a cualquier perrazo malo, meterme en las villas. 

En esa Era Alucinatoria entraba a charlar con ella que entendiéndome poco y nada se sonreía con toda la cara y con todo el cuerpo que daba gusto. Hay una edad sin fechas, un cronómetro que un día se desarma y cruje y vuelve a andar pero ya no es el mismo porque el viento furibundo de seda y de hollín se nos ha metido en nuestros pulmones y ha llegado hasta el cerebro como una letanía y al ignorar de qué materia está hecho o qué es lo que tenemos en el fondo, nos enamoramos de nadie, nos golpeamos de ganas, dejamos de comer, nos encerramos, y el relojito entonces hace !tic! y se detiene. 

Yo tenía todo eso junto. Defendía a una abejita que se debatía para no ser arriada hasta el hormiguero repleto; coleccionaba fotos de autos chocados; entraba a las casas abandonadas y en una galería de ladrillos desiguales esperar la llegada de algún fantasma. Y venteaba lo nuevo, la guerra civil, el cambio de faro en la casilla del guardabarreras, solo que lo que vendría de nuevo no habría de ser un tren. Sería un algo, no lo sabía bien, por eso no dormía ni hablaba con nadie. 

Sólo con la japonesa. Milenaria y sudada, petisa, de piernas blancas y pantorrillas de tacón. Nadie hubiese dado un centavo por ella pero en mi nueva condición de ángel de epifanías llegué a verla un ser superior. Me dejaba estarme allí, al amparo del calor de pavimento, cerca del vaho químico bajo las paletas del ventilador que parecían pertenecer a la popa de un barco y en su lento girar me dejaba asar, pues era un artefacto de magia. Estábamos en alta mar y en cubierta las olas se debatían y todo era un infierno, pero combatíamos por una patria. Cimitarras, tiburones, bombas en los bajíos, metrallas de trincheras entre dunas, la libertad al fin y la sangre pirata derramada. Una mañana ella me indicó que la siguiera por un pasillito de madera hasta dar con una pieza rectangular oliente a esencia de hornillo y humedad de casilla de pobres. Me señalaba la cunita donde otra orientalita dormía como si fuera de juguete. Me estaba ofreciendo su tesoro, me lo estaba abriendo, dejándomelo adorar. Tuve en ese instante una idea magnífica: sería el Niño Dios que precisábamos para el pesebre que se habría de celebrar en la ochava, como todos los años. Le expliqué, le hice dibujitos sobre unos signos que aparecían en una revista de su idioma. No sé si entendió. Me abrazó delicadamente y luego me indicó que me fuera, que había gente en el mostrador. 

Volé con la noticia como un cohete hasta la sacristía, donde bajo el alero algunos chicos leían el catecismo. A la buena nueva la llevaba como agarrada de mi pecho esperando que salte sobre la mesa cuando me hubiera detenido. No me daban las piernas. Busqué al cura que lo organizaba y le desgrané la idea atoradamente. Me recibió con una sonrisa glacial

—Dios no ahuyenta a sus criaturas pero válgame que tener un niño Jesús así... con esos ojos... no creo que sea conveniente. Además ya está: ayer tarde me ha traído el suyo la señora Fernanda, un primor tan rubito y tan blanco como nuestro Señor Jesús.

 

Hizo un gesto en cámara lenta como si se expulsara de su cara a un moscardón y sonrió como hacían los viejos en los rincones de los bares mugrosos prohibidos para menores. Afuera, el sol era el mismo y el verde de los paraísos también, lo único que había cambiado era que jamás de los jamases volvería a pisar aquellas baldosas ni a jugar de nueve para la parroquia. Había entendido y esa comprensión me estaba esperando para asimilar cómo sería el mundo: una batalla campal con carneros rompiéndose los cuernos entre grietas y faldeos de lavandas como picas en medio de lo absurdo de las rocas cayendo a un abismo, obuses y granadas explotando cerca. Cuerpo a cuerpo, sangre contra sangre, cabeza a cabeza, corazón a corazón, veneno contra veneno.

Extrañamente sentí que me pacificaba. Todo empezaba a estar claro, la desemejanza entre mi ideario y la contundencia del dolor habría de constituirse en un algo siniestro contra lo cual había que combatir, como los patriotas, como los presos en su galeotes, como los niños salvados de los Herodes, esas bestias negras con faldas de mujer que amaban a un Cristo alto y hermoso, un Cristo sajón, sencillamente porque deduje estarían enamorados de él. Cuando entré a la tintorería ya sabía que había dejado de ser oveja: hacía mucho calor para tanta lana.

—Ya no soy cristiano, —le murmuré.

—No impota, tiene, tomá... -Y me ofreció un té color rosa japonés. Me lo mostraba entre sus dedos extendidos como si la taza contuviera algo hermoso. Era su corazón licuado, perfumado, corazón de santidad japonesa que todo lo perdonaba, todo lo entendía y lo olvidaba.

-No impota, tiene, tomá.

Y me besó en la frente.

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