Una loca siempre sabe cómo responderle a un fascista: escupiéndole en la cara. Jean Wyllys lo hizo, como se recordará, durante la infame sesión en la que se votó el impeachment a Dilma Rouseff, luego de recibir insultos del entonces oscuro diputado Jair Bolsonaro. Ante las cámaras, Wyllys le lanzó un espectacular escupitajo que condensaba no sólo el asco ante el personaje sino que verificaba un límite que la democracia no debía atravesar. Bolsonaro había votado en nombre del torturador de Dilma —Carlos Ustra— , celebrando la figura no sólo del milico anticomunista sino también la del macho que tortura a la enemiga política (los hijos de Bolsonaro se pasean en la actualidad usando remeras con la leyenda “Ustra vive”). El gesto de Wyllys, diputado reconocido por su militancia glttbiq, condensaba eso: escupir sobre un personaje que usaba el parlamento para prometer el retorno de una violencia clasista, racista y patriarcal como modelo de poder.

Ese personaje es ahora el presidente. Llegó al poder prometiendo regeneración, mano dura y una democracia de balas –el gesto de ametrallar a todo el mundo alrededor suyo le sirvió como branding de su campaña electoral. Las cosas, sin embargo, son siempre más complicadas que unos gestos pistoleros y unas palabrotas resonantes. Antes de cumplir un mes de mandato, las evidencias de las alianzas de Bolsonaro y su familia con milicias mafiosas van saliendo a la luz. Especialmente con ex-participantes del grupo de tareas especiales llamado BOPE (se recordará su retrato en Tropa da Elite) que manejan negocios sucios --drogas, operaciones inmobiliarias, etc.— y que a la vez lavan sus mugres con la invocación de Dios, la familia y la santidad redentora del Padre y su “mano dura.” Mercenarios que se ponen al servicio del poder político y económico: de  uno de esos grupos, muy cercano a la familia Bolsonaro, salieron, según investigaciones recientes[i],  las balas que ejecutaron en las calles de Río de Janeiro a Marielle Franco, la concejala  negra, lesbiana y favelada, en marzo del año pasado. Negocios sucios, milicias en el poder, bandas armadas hasta los dientes: bajo la rúbrica del Padre y sus valores, el mercenario mafioso.  De eso está hecha la “regeneración” prometida por Bolsonaro.

Hace una semana, Jean Wyllys anunció su decisión de exiliarse de Brasil. Lo hace invocando razones de peso: ante el volumen de amenazas que viene recibiendo diariamente, desde hace más de un año Wyllys vive con guardia permanente, y apenas sale de su casa para cumplir con su trabajo (incluso su última campaña electoral se desarrolló principalmente online.) La ejecución de Marielle Franco, junto al plan, denunciado en diciembre, de asesinar a Marcelo Freixo (líder del partido al que pertenece Wyllys, el PSOL) dan la pauta del grado de realidad de las amenazas que recibe Wyllys. La protección del Estado --en manos de sus enemigos políticos más acérrimos, tanto a nivel nacional como a nivel local— ofrece pocas garantías: Wyllys sabe que es un objetivo móvil.  Por dos razones: porque es la encarnación de lo que el bolsonarismo odia —el diputado gay, que además humilló al “Mito”— pero también porque la defensa de derechos de sectores populares –incluyendo la población negra,  mujeres, comunidades trans y glttbiq-- especialmente en las periferias, enfrenta directamente los intereses económicos y políticos de las milicias empoderadas por Bolsonaro. Marielle Franco condensó esto, y fue ejecutada en una calle de Río. Su crimen sigue impune. Otrxs —Wyllys entre ellxs— siguen en la lista.

Jair Bolsonaro no tuvo empacho en celebrar por twitter el exilio de Wyllys. Hace tiempo que la pulsión asesina no se disimula más; al contrario, se vuelve espectáculo y gestualidad pública: Bolsonaro encarna eso. De todos modos, el festejo no le duró mucho: David Miranda, también militante gay,  es quien sucederá a Wyllys en la Cámara de Diputados. “Nos vemos en Brasilia”, le contestó Miranda al tweet de Bolsonaro.

El exilio de Wyllys habla principalmente de dos cosas. En primer lugar, denuncia una democracia que empieza a ser ocupada, sin ningún filtro ni disimulo, por milicias. Una democracia de las balas, digamos, refrendada por un gobierno que da rienda suelta a la posesión de armas, supuestamente como respuesta al reclamo de seguridad. Y que hace de esas balas y de la portación de armas el símbolo de una masculinidad que se supone viene a regenerar un Brasil corrupto. Ese macho armado, ese Padre regenerador se revela inmediatamente (¡que poco tiempo llevó!) en el Mafioso y en el Mercenario. El que encarna el permiso de matar para atacar indígenas y apropiarse de sus tierras, para asegurar sus pactos con una policía hipercorrupta, para perseguir y eliminar faveladxs, típicamente jóvenes negros. Ese permiso es lo que se verifica como peligro efectivo –además de realidad inhabitable-- en la decisión del exilio.

Porque también se trata una democracia armada (algunxs incluso hablan de “desdemocratización”) en la que se dibuja el perfil de sus enemigos más nítidos, los más reconocibles, aquellos que pueblan los sueños de exterminio del bolsonarismo: los cuerpos que desafían las normas de género, los que se cultivan la autonomía de los placeres y los afectos, los raros y las raras que indisciplinan el cuerpo para tramar formas de la libertad. Esos son los cuerpos que se odian y se persiguen en el planeta Bolsonaro: los que escupen en la cara del fascista y del macho. El exilio de Wyllys, como el asesinato de Marielle Franco, señalan el punto de tensión extrema entre las luchas feministas, antirracistas y glttbiq y un patriarcado mercenario que, invocando la regeneración de la familia y la restauración de la autoridad del Padre, abre la puerta para la violencia de unos negocios que no reconocen ningún límite ni regulación. Es ese patriarca mafioso el que se revela en la figura de Bolsonaro y en sus hijos abismales; ésa es también su obscenidad. Porque el patriarcado no es solamente un conjunto de prejuicios morales y de violencias disciplinadoras;  es también un conjunto de intereses y de privilegios económicos, de ambiciones mezquinas, de miserias concertadas.

Y esto no es un accidente ni una excepción: como el bolsonarismo deja muy en claro, está en el corazón mismo de esa máquina de violencia que llamamos patriarcado.