Entre el material que los sellos Maten al Mensajero y Waicomics despliegan, está el nombre editor del rosarino José Sainz, cuya mirada le hace partícipe junto a Santiago Kahn (Maten al Mensajero), y El Waibe e Iván Riskin (Waicomics), de dos de los mejores catálogos del panorama. Los libros resultantes son claro ejemplo de los rumbos eclécticos y vivificantes que la historieta conoce, en coincidencia limítrofe con conceptos como ilustración, diario personal, fanzine, revista. De todo un poco, pero con una identidad que se perfila con cada título.

En este sentido, acercarse a las ediciones de Waicomics y Maten al mensajero es hacerlo a una ventana caleidoscópica, en donde la historieta continúa como ámbito contenedor. Evidentemente, se trata de un medio todavía de vanguardia, capaz de revisar su siglo de historia y problematizar categorías ya un tanto cansadas de sí mismas.

Van acá cuatro títulos. Podrían ser más.

Tres Veranos, de La Watson (Maten al Mensajero)

Quien se haya (felizmente) familiarizado con dos de los libros insignes de 2017: El Volcán: Un presente de la historieta argentina (EMR, Musaraña, 2017) e Historieta LGBTI (EMR, 2017), habrá leído a la colombiana Sofía Álvarez (1983), más conocida como La Watson. En Tres Veranos, la dibujante ensaya una relación de pareja que se divide en grandes capítulos. Grandes por el tamaño elegido para las viñetas, muy pocas, a veces únicas en toda la extensión de la página. Encuadres cerrados, en donde prima la ausencia de palabras, y los detalles hablan junto a la relación que los cuadros provocan.

De esta manera: las arrugas, el cabello lacio, la arena de playa, un cuadro, la comida, el cabello corto, la pava para el té, el cuerpo hundido en el mar, el monedero, el sol, las lágrimas (¿de cebolla?, tal vez), el cuerpo hundido en un campo de flores. De igual modo, los gestos pequeños, alguna palabra, y un ramillete que se ofrenda como síntesis. Hay algo de angustia, pero sobre todo, un cariño de convivencia que prevalece. Las protagonistas de Tres Veranos guardan para sí un mundo de secretos.

Mowgli en el espejo, de Oliver Schrauwen (Waicomics)

Leer al belga Olivier Schrauwen (Brujas, 1977) en una edición local es un placer. Animador también, con trabajos de historieta que se reparten por el mundo, nominaciones en el Festival de Angoulême. De hecho, Mowgli en el espejo fue incluido en la Selección Oficial de ese Festival.

A partir de la referencia que implica el personaje de Rudyard Kipling, Shrauwen construye un relato minimalista, sin diálogo, en páginas amplias, con dos colores. Azul y naranja pueblan como relación y contraste las aventuras ¿metafísicas? de este niño de la selva. Desde el juego espejado con el simio en el que se mira Mowgli (¿quién mira a quién?), las páginas encuentran una estructura normativa y el devenir narrador.

Desde ya, la elección de Kipling para una obra que es recreación personal y deriva reflexiva, hace inevitable hincapié en la relación del denominado "hombre blanco" con lo salvaje, lo primitivo, lo animal. El sexo, la progenie, el otro, como aspectos de una fábula que elige una selva de ensueño, dormida en sí misma, violenta y poética.

Planes para toda la vida, de Antolín (Maten al Mensajero)

La calidez que desprende el arte de Antolín (1983) hace querer que Planes para toda la vida no termine nunca. Que se prolongue y continúe siempre porque, una vez concluido, habrá que sopesar en lo personal cuánto hay de dinosaurio, de niño que no quiere escuela, de adulto de años contados, de soñador y de oso de caverna. Además de rimar la esencia de lo que allí anida con personalidades como Kafka, Proust y Kurt Cobain.

El hechizo que desprende el arte del dibujante salteño -también músico y poeta- coincide con una construcción narrativa paciente, reiterativa, aparentemente quieta. Sin embargo, lo que sucede es tan intenso que hace mella en cada cuadrito, de blanco y negro, en dibujos simpáticos, que inevitablemente se quieren leer, y junto a ellos compartir esas preguntas que siempre rondan, que prometen un mañana de aventuras, pero que luego se conforman con respuestas a la mano. Según se desprende del libro, las respuestas fundamentales descansan en una tarde de dibujos animados. Y si son de Chilly Willy, tanto mejor.

Antes de que me olviden, de Jo Murúa (Waicomics)

Difícilmente se pueda olvidar a Jo Murúa (1990) tras su primer libro. En Antes de que me olviden, el dibujante de Buenos Aires practica una alquimia variopinta y contundente. La variedad habrá que atribuirla a la procedencia previa del material, que a lo largo de varios años conoció difusión virtual y en fanzines. Libros como éste son reveladores, porque permiten, justamente, encontrar unidad en la producción dispersa y dar una mirada organizada (tarea editorial que es de valía insustituible).

Destaca una historia pequeña, hermosa -"Paciencia y melancolía"-, en donde una pareja duerme y habla en sueños. Apenas dos palabras. Es la última noche juntos y no lo saben. Sólo hay un gato que lo intuye, y lo dialoga con la voz narradora. En una relación de voces que es un hallazgo: los gatos, evidentemente, saben más. Hasta pueden contestarle a esa voz fantasma, omnisciente, tal vez la de quien dibuja desde el mismísimo tablero.