Surtidas de mariposas amarillas de papel, pancartas y cánticos, muchísimas fueron las personas que, visiblemente afligidas, se congregaron en Seúl el pasado 1 de febrero para despedir a la icónica activista surcoreana Kim Bok-dong, fallecida a los 92. Ex esclava sexual del ejército japonés durante la Segunda Guerra Mundial, Kim devino emblema de lucha al laburar incansablemente por lograr sinceras disculpas de Tokio y reparaciones por las atrocidades que miles de muchachas asiáticas, como ella, padecieron. Según historiadores varios, sin más, a razón de 200 mil mujeres de Corea y países aledaños fueron forzadas por Japón a servir como esclavas sexuales durante el conflicto bélico, conocidas desde entonces con el infame mote de “mujeres de consuelo”. Kim Bok-dong –que nació en el pequeño pueblo Yangsan en 1926, la cuarta de seis hijas– tenía apenas 14 cuando fue reclutada a fuerza de amenazas para laburar en una fábrica de ropa. Al menos, eso le dijeron a su familia: en cambio, ubicaron a la chica en burdeles para milicos de China y, más tarde, de Hong Kong, Malasia, Indonesia, Singapur. “Durante la semana me obligaban a estar con 15 soldados al día; los sábados y domingos, con más de 50. Nos trataban peor que a bestias”, contó cierta vez sobre los horrores que padeció hasta finiquitada la guerra. 

A comienzos de los 90, fue una de las primeras mujeres en romper décadas de silencio, hablar de lo que le habían hecho, dar testimonio por el mundo, inclusive en Naciones Unidas. Desde entonces, era moneda frecuente verla en las manifestaciones semanales frente a la Embajada de Japón reclamando justicia, a pesar de que inicialmente fuera tratada como una vergüenza nacional, como una deshonra.

Las tibias disculpas del gobierno japonés en 2015 le supieron con gusto a nada; vio a sus antiguos captores pagar mil millones de yenes (8,3 millones de dólares) a Corea del Sur para financiar un centro para las víctimas, pero no recibió lo que reclamaba: una admisión total de culpa, una declaración legal de responsabilidad. Voces oficiales ponjas, finalmente, continuaban alegando que ninguna mujer había sido obligada a prostituirse, que no existían pruebas de que hubiesen ido contra su voluntad. “No se trata de dinero; ¡siguen diciendo que fuimos allí porque queríamos!”, se encolerizó entonces frente al acuerdo. Y continuó peleando la buena pelea. De hecho, los que pudieron acompañar a Kim (que solía donar cuantos billetes lograba separar de su restaurant de pescado en Busan a grupos de víctimas de esclavitud sexual o a fondos de educación para niñas en zonas de guerra) en su tramo final, cuentan que la última palabra audible que pronunció la indómita dama fue una puteada contra el gobierno japonés. La chispa siempre encendida encendió a otras, que acompañaron su cortejo fúnebre, acompañaron su féretro por las calles al grito de: “¿¡Dónde están nuestras disculpas, Japón!?”