Carlos se pone los anteojos para leer las instrucciones de la caja de Torta Especial de Chocolate. La preparación es sencilla: batir huevos, mezclarlos con el polvo, calentar el horno, lo de siempre. Mientras bate los huevos, trata de recordar lo que soñó durante la siesta. Era con Susana. Estaban en un bote remando y ella le decía algo de la maña. Vos sí que te das maña. Y qué más. Nunca puede retener los sueños. Abre un armario para sacar el molde de torta y se le caen dos cacharros. El ruido del acero en el suelo termina por despabilarlo. Todavía está dormido y es capaz de hacer cualquier cosa. Dónde está el molde, el famoso molde de treinta y cinco centímetros de diámetro por el que se armó todo aquel lío. Como para olvidarlo. Susana le pidió un molde para tortas y él salió a comprarle uno. Era demasiado chico. Volvió a la tienda y lo cambió por otro más grande. Éste era demasiado grande. Tenía que tener treinta y cinco centímetros de diámetro, ni más ni menos, era una norma. Recién ahora se da cuenta de que es una norma porque la caja de la torta también pide un molde de treinta y cinco centímetros. Así que ella tenía razón. Siempre tiene razón. Durante los viajes, si hay que llegar a algún lugar, ella agarra el mapa y lo guía en dos patadas. Si en cambio lo hace él, terminan en la loma de los quinotos. No por nada ella tiene más estudios. Pero de ahí a tirarle la bronca y decirle todo el tiempo que él es un inútil, eso ya es otra cosa. Dónde se metió esa porquería de molde. Saca utensilios del armario. Si no hay molde, no hay torta. Y si no hay torta, no le quedará otra que ir a comprarla, esta vez de verdad, a la confitería de la señora Petra. Se pasó toda la noche pensando en esto y, no bien se despertó, se le cruzó la imagen de una torta llena de corales azucarados. A un aniversario de bodas de coral le corresponde una torta de corales, cómo no se le había ocurrido antes. Pero cuando fue a la confitería y vio a la nueva empleada de la señora Petra, una muchacha alta y con una silueta como la que alguna vez había tenido Susana, cambió de idea. La torta tenía que ser un corazón inmenso lleno de flores porque en el año 63 Susana había sido la Señorita Primavera, y eso es un título para toda la vida. Claro que la empleada es muy joven y no puede saber que en aquella época el concurso era un gran evento en el que participaban todas las muchachas del partido. La señora Petra había participado varias veces, pero él no creía que ella le hubiese hablado de eso a su empleada. Entonces se lo contó él, para que ella entendiera por qué él quería una torta así y no otra. A la muchacha no pareció interesarle y, cuando él le preguntó cuánto podía costarle, ella le dio una cifra garrafal. Parece mentira. Él tiene sus pequeños ahorros, pero ya hace tanto tiempo que sólo maneja la plata que Susana le da para las compras que no se atreve a gastar un centavo de más. Y una torta así vale sus buenos pesos. Se sintió ridículo. Le había contado todos esos temas personales y después no tenía la plata. ¿La encarga o no? Voy a pensarlo, dijo él. No le quedó otra que ir a lo del coreano para comprar una torta de caja y algunas cositas para hacer una buena picada. Carlos mira el piso de la cocina minado de cacerolas y sartenes. Y el molde sin aparecer. Sigue con otros armarios hasta que lo encuentra en el fondo, encajado entre el estante y la pared. Respira aliviado. Va a rellenar la torta con mucho dulce de leche repostero y, como decoración, le pondrá las florcitas de las velas rosas que están en el último cajón de la cocina, del tiempo de Matusalén. Él sí que se da maña. Ahora que lo piensa, tendría que haberle dicho al coreano que, si ve a Susana, no le diga que compró cigarrillos. Pero el coreano nunca entiende nada y además se emperró en saber qué le había pasado a su nariz. Golpe con puerta, le dijo Carlos contagiado del modo de hablar del coreano. Igual, no hubiera servido de nada prevenir al coreano, tarde o temprano, Susana se entera de todo. Ella llega de la escuela y le dice: Pasaste por el bar de Robino. Compraste una cerveza en el kiosco de Sánchez. Estuviste hablando con la mujer del cerrajero. Tiene que encontrar una excusa creíble. Pero por qué. Él gastó toda esa plata para hacerle un homenaje. Un homenaje a toda una vida juntos. Una buena vida hasta que hace algunos años él se quedó sin trabajo y ella empezó a ponerse mandona, arrogante y de mal genio todo el tiempo. No es que antes no lo fuera, pero al menos pasaban buenos momentos. Salían. Viajaban. Se divertían. Y la plata tampoco era un problema. Cada vez que él tiene que pedirle, ella le dice: ¿Para tus puchitos y tu cerveza de vago? Eso lo pone como una fiera y, por si ella lo olvidó, le recuerda que él no eligió que lo jubilaran por adelantado de la fábrica. Es fácil hablar cuando se tiene un trabajo, un trabajo infernal el de ella con todos esos alumnos maleducados, pero al fin y al cabo un trabajo. Cuánto daría él por encontrar uno. El más miserable. Pero qué va a encontrar a su edad con todos los jóvenes llenos de títulos que nacieron y seguirán naciendo. Mejor no pensar. De la heladera saca la manteca, corta un pedazo y lo pasa por el molde. Ahora le queda hacer la mezcla, pero ya se olvidó de cómo hacerla. Agarra de nuevo la caja, vuelve a leer las instrucciones y se da cuenta de que también se olvidó de encender el horno. Le pica la mano. Siempre le pica. En realidad es la cicatriz. Se rasca con cuidado. Le sigue doliendo un poco, pero ya le va a pasar. Como todo lo demás. Tiene que ser así. Al fin, enciende el horno. ¿No hay olor a quemado, viejo?, preguntaría Susana. Está seguro de que, no bien entre, ella va a hacer esa pregunta. Siempre la hace. Él no va a perder la calma, irá hacia ella, le dará un beso y después sí le explicará que no es olor a quemado, que es el horno que cada vez que se usa despide ese olor. Ella lo sabe. Y como todo lo demás estará en orden, la mesa puesta, la casa limpia, qué va a poder reprocharle. Nada. Y ahí mismo, para sorprenderla, le dirá: Feliz aniversario. No me lo merezco, vos lo sabés. Claro que sí, Susi, los dos nos lo merecemos. Y por favor no hablemos de eso hoy. Mezcla el polvo con los huevos y bate con tanta energía que se salpica la camisa. Imagina a Susana con los ojos fijos en la mancha. Qué pasa, Susi. Sus miradas se cruzarían, él con ansiedad y ella con disgusto. ¿Vos no viste cómo tenés la camisa? Es la que uso para hacer las tareas de la casa. Es repugnante. Bueno, bueno, dirá él. No sea que ella empiece con la camisa y después siga con otra cuestión y... Mañana la lavo. Mañana no se va a ir la mancha. Deja la preparación y sale apurado a la pieza para cambiarse de camisa. No se le puede escapar nada. Vuelve a la cocina. Vierte la preparación en el molde y después lo mete en el horno. Consulta la hora. Veinte minutos de cocción. Ni más ni menos. Toma la escoba y se pone a barrer. Si su madre estuviera viva, no podría creerlo: su hijo haciendo trabajos domésticos y... No, eso nunca se lo habría imaginado. Él puede entender. Ser directora de una escuela es mucha responsabilidad y además está la casa que tiene que mantener siendo mujer, todo eso debe alterarla. No es mala. Siempre se ha ocupado de los alumnos más humildes y no hay perro o gato de la calle que no haya sido alimentado por ella. Se pega en el pecho y eructa. Últimamente todo lo que come le queda atascado en la boca del estómago. Ya consultó a un médico que le dio unas pastillitas para la acidez. No hay caso: come y siente una rata pudriéndosele adentro. Sale al patio para barrerlo. Ya empieza a sentirse ese olor a quemado del horno, pero no va a darse manija. Se detiene frente al espejito colgado en la pared y se mira el moretón en la nariz. Casi no se ve y si alguno de sus hijos viene el fin de semana y le pregunta, dirá que se golpeó con la puerta, como le dijo al coreano. Viejo, te golpeas bastante seguido. Y bueno, que piensen que ya está un poco gaga y listo. Pero qué escándalo hicieron cuando lo vieron con la venda. Qué te pasó, Carlos, qué te hicieron, qué te hiciste, todas esas preguntas, qué fastidio. El diariero, el verdulero, el pibe de la quiniela, todos concentrados en su maldita nariz como si fuera el centro del mundo. A veces lo miran raro, y eso que él sabe mentir bien: se pone serio y cuenta la cosa como lo más natural del mundo. El secreto está en creérselo él primero. Y así, cuando tiene que cambiarse la venda, se dice frente al espejo: Hay que ser imbécil para golpearse la nariz abriendo una puerta. Un boludo. Un recontraremilpelotudo. Y entonces la verdad le aparece como un rayo y no quiere seguir mirando esa cara de inútil como ella le dice. Inútil. Eso va a cambiar, piensa mirándose en el espejito, él va a mostrarle que sí puede ser útil, aunque más no sea para hacerle una pequeña sorpresa. Sigue barriendo y ordenando la casa hasta que se cumplen los veinte minutos. Vuelve a la cocina, abre el horno y se encuentra con una torta deformada. Porquería de aparato. Se han hecho dos bultos y eso es un error imperdonable. Cómo va a hacer ahora para que la superficie se empareje. Se pone una manopla y la saca. Es una torta con forma de camello, bromeará. Sí, dirá Susana, porque estamos bien jorobados. Jodidos, piensa él. Lo que cuenta es la intención. Y él siempre ha tenido buenas intenciones, salvo aquella noche. Qué tanto. No es porque ella se enfermó de los nervios que él no puede agasajarla para el aniversario de casados. Al fin y al cabo, es su mujer, la misma que le dio dos hijos. Él la eligió hace 35 años y hoy le gustaría decir con orgullo que sigue eligiéndola, pero no sabe. Consulta la hora una vez más. Mientras la torta se enfría, prepara la picada. Después sale al patio para encenderse un puchito de vago. Cada vez que fuma, no puede evitar mirarse la cicatriz de la mano. Cuánto tiempo estuvo para rehabilitar eso del tendón. Los moretones se van, las cicatrices son para siempre. No hay que dejarla en la cocina. Cuanto más lejos ella esté de los cuchillos, mucho mejor. Fue como un accidente. A ella la pone loca que él le pase la mano por delante, ya sea para agarrar un trapo o para dejar la esponja, sobre todo cuando ella está dale que dale cortando cebolla. Me tapás la visión, Carlos. Además ese día discutían por el arreglo de la pared, que él no sabía hablar con la gente y por eso el albañil lo había estafado. ¡No te me cruces más! Para qué recordarlo. Jamás hubiera imaginado que ella podía ir tan lejos. Y después, en el médico, lo de siempre: Me corté con el cuchillo eléctrico, doctor. ¿Cómo hizo? Siempre quieren saber cómo hizo. Apaga el cigarrillo y le viene el sueño de la siesta con más nitidez. Vos sí que te das maña, le dijo Susana, pero soy yo la que tengo la fuerza. Se imagina entrando y revoleando todo por los aires, como hacía antes. Porque cuando él era joven también tenía sus ataques. Y cómo se peleaban y se insultaban delante de los chicos. Ahora ya no. Desde lo de la fábrica, no tiene ganas de buscarle camorra a nadie, y mucho menos a su mujer. Es más, ni humor tiene de juntarse con los del bar. Qué es de tu vida, Carlitos, que no pisás más por el acá, le decían hasta hace muy poco. Prefiere tomar solo, mirar la televisión, ocuparse de las tareas de la casa y que lo dejen en paz. Eso sí, él jamás hace las cosas como ella quiere y entonces, con cualquier excusa, ella se saca. Cualquier objeto a su alcance se convierte en un misil. Lo que suele venir después Carlos lo pierde. El adorno que se rompe o incluso lo que ella le grita no dejan rastro en su memoria. Lo que sí queda es el recuerdo de su transformación. No la reconoce. Y por más que después ella acepte que se le fue la mano, que va a tratar de controlarse, siempre recomienza. Qué fue de su mujer, la misma que supo ser un encanto de cuerpo y alma, la Señorita Primavera, la sonrisa dulce y amable. Qué fue, carajo. Entra a la cocina. Mira la picada y la torta camello. No puede más. Y pensar que aquella noche salió como una bala para la comisaría. Tenía el labio partido y casi no lo sentía. Cuando entró, supo lo que era la vergüenza. No sólo la de él, sino la de estar a punto de denunciar a su propia mujer, más aún, a una mujer que todo el mundo admira y respeta. Qué tal Carlitos, le había dicho el agente, tanto tiempo. No bien él llegó al mostrador, el agente dejó de sonreír. Su aspecto debía ser aterrador. Qué te pasó, Carlitos. Una denuncia y todo terminaba. Qué te pasó, che, hablá. Se imaginó la cara de Susana recibiendo el telegrama en su oficina de directora. Esa sí hubiera sido una linda sorpresa para la Señorita Primavera, y para las generaciones de chicos que pasaron y pasarán por esas aulas, semillas de la futura patria como ella dice en los actos. Carlos se desplomó en una silla y se escuchó decir: Me robaron. ¿Qué otra cosa podía hacer? Había jurado estar con ella en las buenas y en las malas y, después de tantos años, no iba a quebrar su juramento. Además, Susana puede cambiar y quién sabe, esta noche, gracias a la torta y el aniversario, todo vuelve a ser como antes. Carlos levanta la torta y la contempla victorioso. No será la torta más hermosa del mundo, pero es su torta. Y eso que todavía le falta el dulce de leche. Y las rositas.