para Amneris

Según especula la filosofía, cada incidente, por trivial que sea, supone una infinita red anterior de causas y de efectos, laberinto cuyo desentrañamiento podría llevarnos a comprender un punto cualquiera del presente. Siguiendo este postulado, admito que requeriría una ardua reflexión desenmarañar la cadena de circunstancias, fatales o fortuitas según se crea en el destino o en el azar, que dieron lugar al encuentro de mi tía y Madonna, personas, a mi criterio (equivocado, como se verá), predestinadas a no encontrarse jamás. 

Me limitaré a relatar los hechos, absolutamente verídicos y comprobables, tal como sucedieron en aquellos días del verano de 1996. Relato que todos nosotros, familiares y sobrinos de la protagonista, enterados varios días después de los sucesos, le rogábamos, para su sorpresa, que contara una y otra vez.

Mi tía, de muy bien llevados 89 años, vive en Vicente López en compañía de su pasado, disperso en gran cantidad de portarretratos, y de Sissy, una chihuahua auténtica. Es viuda, no tiene hijos, y no tiene televisión. No le gusta el cine. Pero una inclinación la ha acompañado fielmente a lo largo de toda su vida: la predilección por la ropa, los modistos, los sombreros y todo lo que tenga que ver con la moda, poseyendo una memoria prodigiosa en ese campo, que le permite recordar de manera fotográfica, por ejemplo, el vestido de novia de una amiga que se casó en 1944. Como se verá, estos datos no son menores ni ociosos para lo que voy a contar. 

La serie de encadenamientos fortuitos (o no) a la que aludí culminó una mañana en que el timbre imperioso del teléfono sonó en su coqueto departamento. Llamado que, según sus comentarios posteriores, en un primer momento le sonó “raro”. En términos de mi tía, la palabra significa “sospechoso”. Alguien que se identificó como “de la producción de Madonna” preguntó si allí vivía la Sra. de Tal. “Sí”, contestó intrigada mi tía, “soy yo”. Acto seguido, la persona, “un muchacho joven”, opinó mi tía, dijo: “En ese caso, la Sra. Madonna desea tener una entrevista con usted”. Mi tía, entre intrigada y a la defensiva, preguntó: 

–¿Y quién es la señora Madonna?

Del otro lado de la línea, se hizo un silencio.

 –Perdone, ¿me está diciendo que no conoce a Madonna?

–No señor, no la conozco –contestó mi tía airada, porque ya empezaba a pensar en la broma de algún maleducado-. Y no sé para qué quiere verme si no nos conocemos –terminó muy digna–. Estoy ocupada, llame en otro momento. 

Y colgó. Transcurrió el día y cuando mi tía ya había olvidado el incidente, el teléfono vuelve a sonar. La misma pregunta, la misma respuesta, sólo que esta vez la voz dijo que llamaba de parte de Oscar.

–¡Ah! –exclamó mi tía, más tranquila y dispuesta a la charla– Oscarcito, ¿cómo está? Hace bastante que no lo veo; a la abuela, quiero decir a Amelia, sí la veo porque nos visitamos todas las semanas. Es lógico, los jóvenes están siempre muy ocupados. ¿Qué dice Oscarcito?

–Bien, bien –dijo la voz–. De parte de Oscar, a la señora Madonna le gustaría invitarla a tomar el té en el hotel.

–¿En qué hotel?

Luego de una vacilación, el hombre  contestó.

–En el hotel donde está alojada, en el Hyatt. Está en la Argentina filmando una película.

–¿Una película? Mire, yo no sé nada de una película. Voy a hablar con Amelia para ver de qué se trata todo esto y si es verdad lo de Oscarcito. Después le contesto. Llámeme mañana.

En esos días, Madonna estaba en Buenos Aires filmando, junto a Antonio Banderas y Jonathan Pryce, Evita, de Alan Parker, y muchos habrían pagado fortunas o hecho cualquier disparate por esa invitación. No era el caso de mi tía, para quien el nombre de la diva no significaba nada. Ni siquiera la había oído nombrar. Había crecido entre el tango, el fox–trot y el charlestón; no veía películas y el pop le era totalmente desconocido. Sin embargo, quien crea que mi tía es un ama de casa cuyo mundo termina en la cocina, se equivoca. Ha sido y es una mujer muy elegante, de la época de los noviazgos largos, las conversaciones entretenidas, los sombreros y los bailes anuales en un club tradicional de Junín. Fue en aquel entonces que se casó, en primeras nupcias, con un sobrino político de Eva Duarte. Durante los años cuarenta ella y su marido salieron muchas veces al teatro  y a cenar con Eva y con Perón. Esta relación no tenía nada que ver con la política y era estrictamente familiar. La novelesca debilidad de mi tía por la ropa hizo que llegara a ser una experta notable en el guardarropa de Eva. Si uno le preguntaba por Eva, sus  historias solían empezar así: “Tenía puesto un trajecito regio, divino...”, para pasar a detallar el modelo en cuestión y si lo firmaba Jamandreu o Dior. Aunque como muchas mujeres juninenses de su generación conocía prejuiciosamente la “historia de Eva”, a la hora de opinar esto no obnubilaba a mi tía y dictaminaba que “Eva era naturalmente elegante” y “que tenía un porte regio” (palabra muy usada por ella). Esta historia la conocían su amiga Amelia y su nieto Oscar (que trabajaba en un canal de TV) quien, al tanto de la preocupación profesional de Madonna por “conocer– a –alguien– que– hubiera –conocido– de– verdad– y en persona– a Eva Perón” se lo dijo a un amigo de la producción local de la película de Alan Parker quien, a su vez, se lo dijo a la reina del pop. 

Fue así que, sorteados todos los obstáculos, dos días más tarde una limusina blanca con chofer estacionaba frente al edificio de departamentos de mi tía. Cuando ella bajó, se quedó atónita. Aunque Amelia algo le había explicado de lo que le había explicado su nieto, no terminaba de quedarle claro a mi tía quién era la persona con la que se iba a encontrar. Sólo despejó que no era algo peligroso y que le hacía un favor a Oscarcito. El chofer le abrió la puerta de la limusina, mi tía se ubicó y partieron. El viaje fue placentero, contó, pero cuando llegan al Hyatt mi tía divisa una multitud en la calle. Unos quinientos fanáticos montaban guardia día y noche en la calle esperando algún asomo al balcón de la diva. Al ver la limusina muchos creyeron tocar el cielo con las manos y en medio de una gritería desaforada corrieron atropellándose en un intento de ver de cerca a su ídolo. 

–¡Qué es esto, qué pasa, quién es esta gente! –mi tía, espantada, le preguntaba al chofer, mientras se corría en el asiento para evitar todas esas caras estrelladas contra el vidrio.

Aunque los de la primera fila sufrieron una amarga sorpresa, los de atrás no se enteraron y el tumulto creció entre la multitud desatada que, apelotonada alrededor del coche, gritaba un solo nombre, ¡¡Madonna!! ¡¡Madonna!! A duras penas la limusina pudo avanzar hasta la entrada del hotel; entre gritos, codazos y corridas, los guardias de seguridad abrían paso, empujando sin consideración a los fanáticos. Atónita, sin salir de su asombro y sin entender la causa del revuelo, mi tía pudo, al fin, bajar y ser llevada en andas hasta la puerta del hotel y entrar al hall. Sin saberlo, o peor, sin interesarle en lo más mínimo, mi tía, en ese momento de ochenta años, estaba experimentando las tribulaciones de las celebridades. Cuando se recompuso y se acomodó el pelo y la cartera, contó después que había quedado “algo desaliñada”, dejó que seguridad la condujeran a la suite de Madonna. Según su propio relato, mi tía ya se estaba formando una idea de que se trataba de alguien famoso, una actriz de cine, parecía, por lo que aprovechó el viaje en ascensor para apelar a su memoria y a las imágenes de las estrellas que recordaba. Rita Hayworth, Ava Gardner y, por qué no, la Jean Harlow de su primera juventud, mujeres que, dijo, “no te cruzaban a comprar una caja de fósforos sin antes dedicarle unas cuatro horas a su arreglo personal”, mucho más cuando debían posar para las fotografías de las revistas por las cuales mi tía las había conocido. Esas mujeres rutilantes acudieron a su mente. De modo tal que cuando se abrió la puerta de la suite  y vio a “una chica bajita, de bata blanca, sin nada de maquillaje, con el pelo agarrado de cualquier modo, en pantuflas y con una botella de agua mineral en la mano” mi tía consideró que se trataba de una ayudante o asistente desprolija (“una mucama no, porque no llevaba uniforme”) de la diva. Cuando las presentaron, quedó estupefacta y tardó unos momentos en recuperarse. Llegado este momento del relato, mi tía pronunciaba su frase insignia, la que pautaría la historia y que quedó en la familia:

–¡Qué insignificante! –repetía, escandalizada–. Si esa chica pasa por la esquina de casa no la mira nadie. ¿Y esa chica va a hacer de Eva? ¡Por favor! 

Esto, como diría Borges, más que leerlo hay que escucharlo. “Lo que sí”, agregó enseguida mi tía con ese rasgo de imparcialidad que la caracteriza, “es muy atenta”. En la suite, hubo un pequeño revuelo entre el masajista, la traductora y la que después supo mi tía era la asesora de vestuario. Habían servido una mesa para el té, con sandwiches y masas, “todo muy lindo, muy amables”, contó, mientras se recuperaba de la sorpresa y se sentaba, muy digna, a ver qué pretendían de ella.

Inmune por completo a cualquier charme, sex appeal o halo que pudiera desprenderse de la reina del pop, mi tía habló con la mayor tranquilidad del mundo, mientras aceptaba una masa y empezaba a entender de qué se trataba. “Sí, conocí muy bien a Evita; salíamos, éramos jóvenes”. Madonna había buscado en Buenos Aires una persona que le hablara de Eva de primera mano, y allí la tenía, pero cuando por un comentario casual de mi tía percibió lo sagaz que era para la ropa, la sex simbol corrió a cambiarse al cuarto de al lado y empezó el desfile. Llegado el punto de entender que ahora querían que opinara sobre lo que más le gustaba –el vestuario de época que debía lucir Madonna en la película-, mi tía, entre sorbos de té y sándwiches, se arrellanó en su silloncito, ya a sus anchas, y observó, sin piedad, cada pasada de la diva. Opinaba, más que con sinceridad, lapidariamente. 

–No, qué esperanza, así no se lleva la estola– le dijo a la primera pasada.

–No vas a comparar– nos explicaba después-, Eva llevaba la ropa de otra manera; esta chica la luce, sí, pero nada que ver, qué esperanza. Eva sabía manejar una estola, llevar sombreros de firma, era perfecta con el trajecito sastre. Esta chica es buena, atenta, sí, pero ¡qué insignificante!

 Un doblez aquí, subir unos centímetros allá, el sombrero no se inclinaba así, el modelo de cartera era feo, había que ver el tema guantes. Traductora mediante, Madonna (“muy respetuosa y atenta”) bebía las palabras de mi tía y, ansiosa, se apuraba a cambiar de ropa mientras sus asistentes hacían esbozos, tomaban pinzas con alfileres y sacaban fotos. Transcurrió la tarde y mi tía consideró que, al fin y al cabo, costearse hasta el hotel no había sido tan molesto, dejando de lado el tumulto de la llegada, por supuesto. En la puerta de la suite, Madonna le rogó que volviera al día siguiente; le insistía. Quedaban cosas por ver y ya se sentía íntima de mi tía, a la que admiraba sin disimulo. De compromiso, mi tía se reía sin decir ni sí ni no. Al fin, dándole unas palmaditas en el cachete condescendió: “Vamos a ver, querida, vamos a ver”, así fue que le dijo y así le palmeó el cachete. Pero algo tuvo que admitir, algo la había cautivado: la caniche de Madonna, que toda la tarde había estado saltando de aquí para allá. Y esa era una debilidad grande de mi tía, las mascotas. Aceptó.

 A la tarde siguiente, se repite el ritual sólo que esta vez a mi tía ya no la sobresaltaron los fans ni la impresionó la limusina: al fin y al cabo había entrado de una vez y para siempre por la puerta grande del mundo del espectáculo. En esta segunda ocasión, Madonna pareció conformar más a mi tía quien, como gesto de simpatía, había llevado para mostrarle algo que atesoraba: un diminuto impermeable escocés con capucha, comprado en Francia, a una de sus caniches favoritas, muerta hacía muchos años. Era un verdadero chiche, un recuerdo que guardaba como otras cosas de sus queridas mascotas. Pero – ¡ay! –una mala interpretación de la traductora hizo que Madonna creyera que mi tía se lo regalaba.

–No le dije nada, pobre chica –concluía el relato, indulgente, mi tía – ¿Qué iba a hacer si se ilusionó? Se lo dejé para su perrita.

Así fue como, luego de otra sesión de modas de los años cuarenta y cincuenta, té y masas, mi tía salió del Hyatt y de la vida de Madonna para siempre; y así fue como, tal vez, la caniche de Madonna usó alguna tarde lluviosa de Londres o de Nueva York, el piloto escocés regalo de mi tía. 

Como sea, estos felices y heterogéneos intercambios no produjeron en mi tía la menor curiosidad por conocer alguna canción de la reina del pop ni por ver ninguna de sus películas, ni siquiera Evita. No se enteró de la canción, ganadora de un Oscar, ni del revuelo que en la Argentina había causado esa versión de la vida de Eva. Nada de eso le interesó. Madonna había estado lejos de conformarla en cuanto a ser una estrella se refiere.