El primer secreto que Vicky le había contado a Paula fue que había visto el espíritu de su abuela flotando sobre el ataúd cuando la velaron.

–Yo nunca vi a un fantasma de verdad –le confesó ese día, con vergüenza, Paula.

Vicky la miró por unos segundos. Los ojos de Paula eran verdes y brillantes, hacían pensar en un alma inquieta y en un gato.

–Creer sin pruebas vale doble –dijo Vicky, que hablaba bajito y tenía la voz ronca.

Esa noche, la primera en que Vicky se quedó a dormir en casa de Paula, se volvieron mejores amigas.

A Vicky le gustaba dormir en casa de Paula. Le gustaba que la llamaran a cenar antes de que le diera hambre. El olor de las sábanas limpias. Que el padre de Paula volviera siempre a la misma hora de trabajar y que las saludara siempre de la misma manera. Le gustaba que hubiera dos baños y que todas las toallas fueran iguales. Paula, en cambio, prefería quedarse en casa de Vicky, porque ahí podían ver la tele hasta quedarse dormidas y la mamá de Vicky no entraba a vigilarlas mientras estaban jugando al juego de la copa o a invocar al diablo en el espejo. Y además las dejaba usar fósforos. En una casa o en la otra, cuando ya estaban acostadas y habían apagado la luz, los temas de conversación eran siempre más o menos los mismos y les habían permitido elaborar un sistema compartido de creencias, que con el tiempo seguían ajustando.

Paula y Vicky creían en que daba mala suerte darle la espalda a un pelirrojo, en que las palomas están podridas por dentro, en que se puede adivinar si una persona va a vivir mucho o poco por la cantidad de lunares que tiene en la cara. Creían en la magia pero no en los magos. Y en que siempre hay que estrenar ropa el día del cumpleaños. Creían en los extraterrestres pero no en los vampiros; creían en los zombis pero no en los hombres lobo; creían en las brujas y en los médiums pero no en el horóscopo; y en especial creían en fantasmas.

En agosto de 1985, Paula y Vicky ya eran inseparables. Una de sus compañeras de clase, Luciana, llevaba dos meses desaparecida. Luciana nunca había besado a un chico, ni era más linda que la mayoría ni la más fea de todas, no era graciosa, ni demasiado inteligente y Paula y Vicky podían pasar semanas sin pensar ni una sola vez en ella. Pero desaparecer así, sin dejar ni un rastro, la había convertido en alguien especial. Lo habían discutido mucho, pero todavía no habían decidido si incluir o no a Luciana en su lista de fantasmas. Todavía no se habían puesto de acuerdo en si Luciana estaba muerta. Lo habían preguntado varias veces, pero los adultos seguían respondiendo que no con cara de sí y eso las dejaba todavía más confundidas.

El 4 de junio, muy tarde a la noche, la mamá de Luciana llamó a lo de Paula, a lo de Vicky, y al resto de las chicas y chicos del grado para preguntar si Luciana estaba con alguno de ellos. No, respondieron todos. Después de cortar, la mamá de Paula quiso saber cuál era Luciana. Paula intentó describírsela, pero su madre se la confundió una y otra vez con alguna otra de las chicas con las que ella tampoco se juntaba mucho. Al final, la madre secansó de intentarlo y se fue de la habitación murmurando “Pobre mujer”. En su casa, Vicky atendió ella misma el teléfono (esa noche su madre estaba de guardia en el hospital).

Al día siguiente Luciana no fue a la escuela. Ni al otro. El tercer día aparecieron los padres. Parecían muy cansados y hambrientos. La mamá no sacaba las manos de los bolsillos y rascaba el piso con una punta del zapato como si quisiera sacarle brillo. El papá decía “perdón” a cada rato porque se le mezclaban las palabras. Los acompañaban dos mujeres policía, con uniforme, que se instalaron en dos mesitas del salón de actos y, uno por uno, hablaron con los chicos de su grado, con las maestras, el director y la vicedirectora, el personal de cocina, el de limpieza y administrativos. Las dos policías estuvieron todo el día en la escuela, y fueron el gran tema de conversación durante los recreos.

Cuando los de la tele se instalaron frente a la escuela, les prohibieron hablar con ellos. Tampoco podían salir solos. Los padres tenían que ir a buscarlos y debían esquivar a camarógrafos, periodistas, cables y micrófonos caminando rápido y sin levantar la vista. En el revuelo, lo que más se repetía era el nombre Luciana.

De tanto escucharlo, y de tanto decirlo, en la cabeza de Paula ese nombre empezó a deshacerse, a perder sentido o a convertirse en algo gracioso. Luciana. Lu-ci-a-na. Lucia-anana. An-lu-ci-na. Ana-ciu-la. Cia-nu-la. Cuando se lo contó a Vicky, ella le dijo que en los últimos días había tenido pesadillas con Luciana, que en sus sueños se llamaba Anaciula. Y las dos supieron que esa coincidencia significaba algo, que tenían que aprovecharla. Entonces Vicky propuso que escribieran todos los nuevos nombres de Luciana en un papelito, que doblaran el papelito cinco veces sobre sí mismo y lo llevaran siempre guardado en algún bolsillo. Paula pensó que era una idea excelente porque eso podría empezar a conectarlas con el espíritu de Luciana de una manera positiva.

Las semanas posteriores a la desaparición de Luciana, la madre de Paula le prohibió ver los noticieros de la noche. Todo lo que supo fue gracias a Vicky. Le contó que en la tele usaban la foto de Luciana que les habían sacado en la escuela el año anterior, que los del canal nueve habían entrevistado a su maestra, la señorita María Elena, y a la de música, que se había puesto nerviosa y un par de veces en lugar de decir Luciana dijo Lucila. Lucia–ni–la. Lu–li–la. La–ciu–ni–la, pensó Paula. Vicky sumó el nombre Lucila a los otros del papelito. 

En octubre, cuando la foto de Luciana ya no aparecía ni en la tele ni en los diarios y hacía varias semanas que las cámaras de televisión se habían ido, los padres de Luciana volvieron a la escuela. La madre tenía la ropa arrugada y estaba demasiado abrigada para una mañana de primavera con sol. El papá esperó a su mujer en el pasillo, de espaldas a la puerta del salón.

La mamá de Luciana agarraba con fuerza un papel y miraba fijo el pupitre que había sido de su hija y que nadie más había querido ocupar. Paula empezó a sentir curiosidad por ese papel. En cambio, Vicky no podía mirar a la mujer y hubiera preferido esperar afuera, al lado del padre, en silencio. La mamá de Luciana extendió el papel y se lo dio a Claudia, primer pupitre de la izquierda, para que lo viera y luego se lo pasara al de al lado. Lo único que la mujer dijo fue:

–¿Alguien vio alguna vez a este hombre?

El papelito tenía un dibujo en blanco y negro de la cara de un hombre. Era igual a casi cualquier hombre de unos cuarenta años, con el pelo oscuro y un bigote ancho y prolijo. Se parecía al papá de Paula, al profesor de gimnasia, al doctor que dos años antes había operado a Vicky y le había sacado las amígdalas. Y al mismo tiempo no era igual a nadie.

El dibujo había llegado a Rodrigo, octavo banco a la derecha, cuando sonó tres veces el timbre de la escuela. Esa era la señal de alarma, un aviso de que debían evacuar la escuela por amenaza de bomba.

Ya sabían lo que tenían que hacer. Guardaron rápido las cosas en las mochilas, buscaron a su compañero asignado y, tomados de las manos en parejas, hicieron una fila frente a la puerta abierta del aula, esperando su turno para desfilar por los pasillos, sin correr, hasta llegar a la calle.

Los chicos estaban tranquilos. Habían hecho varios simulacros, habían tenido que evacuar la escuela en serio muchas veces, y nunca pasaba nada grave. Al contrario: se salvaban de unas cuantas horas de clase y paseaban todos juntos por el barrio a un horario en que nunca estaban del lado de afuera de las rejas. La mamá de Luciana, en cambio, reaccionó como si el dibujo, la desaparición de su hija y la alarma estuvieran relacionados de alguna forma.

–El papelito, ¿dónde está el papelito? –preguntó casi gritando. 

Rodrigo dio un paso fuera de la fila y dejó el papelito, que sin querer había hecho un bollo, en la mano de la mujer.

–Perdón –dijo.

La mamá de Luciana le sonrió con una mueca horrible y, a un delicado pedido de la señorita María Elena, se corrió a un costado para que el grupo pudiera salir del aula.

Esos días, cuando había amenaza de bomba (y a veces había hasta dos por semana), cada grado salía en fila del colegio y caminaba seis cuadras hasta un rincón del parque donde pasaban el rato jugando y comiendo los sándwiches que llevaban las cocineras para ganar al menos la hora del almuerzo. De vuelta en la escuela, tenían el ánimo agitado por la emoción de haber alterado la rutina y las mejillas coloradas por el sol y las corridas. Todo eso no tenía la menor gravedad para los chicos, y los adultos que los acompañaban tampoco parecían muy preocupados. 

Solo aquella vez las cosas fueron distintas. Dejaron atrás a la madre de Luciana y su extraño dibujo, caminaron hasta el parque y, después de un par de horas, una de las maestras de séptimo llamó a todos los chicos al sector de la fuente y les comunicó que no podían volver a la escuela.

Tuvieron dos días de asueto.

Durante esos dos días en que no pudieron volver a la escuela, Paula y Vicky estuvieron siempre juntas y aprovecharon para terminar de preparar todo para su gran plan: invocar el fantasma de Luciana.

Habían intentado varias veces invocar a algún fantasma, especialmente de los conocidos. También lo habían intentado con fantasmas de famosos. Siempre sin éxito. Para los distintos fracasos habían ido encontrando diferentes excusas. Que se había muerto en otro país, que cuando murió ya era sordo, que los perros no tienen alma, y así. Pero el fantasma de Luciana las hacía sentirse confiadas. De alguna forma habían llegado a la conclusión de que lo mejor era hablar con espíritus de la misma edad.

La noche del segundo día, mientras la madre de Vicky miraba la tele, ellas se encerraron en la habitación.

Dibujaron una estrella de tiza roja en el centro del cuarto y dentro pusieron tres espejitos de mano, la foto de Luciana, un frasco donde habían juntado pedacitos de uñas de las dos y una gota de sangre de cada una, un vaso con agua y sal, tres cintas azules, un cuaderno en blanco, unas barritas de azufre, otro frasco con dos grillos muertos, encendieron tres velas blancas que colocaron fuera del círculo y prendieron el grabador. Vicky y Paula, una vez cada una, habían grabado un lado completo de un cassette con todos los nombres de Luciana. Entonces se soltaron el pelo, dieron un paso dentro del círculo y se sentaron en el piso, enfrentadas, con las bocas bien cerradas para que no pudiera metérseles ningún espíritu y las manos y los ojos bien abiertos para ser más receptivas.

Era una noche oscura y silenciosa y no se oía nada más que sus propias voces metálicas repitiendo una y otra vez los mismos nombres. La grabación duraba treinta minutos. Cuando un viento fuerte agitó las cortinas y tiró una caja de chinches que había sobre el escritorio, el ruido las sobresaltó, pero se miraron fijamente para transmitirse calma y confianza. Sin embargo, Vicky bajó la vista y descubrió que tres chinches habían rodado hasta caer dentro del círculo de tiza. Y en ese momento las velas, que estaban titilando y se habían derretido hasta que las llamas quedaron peligrosamente cerca del piso, se apagaron.

En la oscuridad absoluta del cuarto, todo lo que acababan de hacer parecía más real, más peligroso. Sin consultarlo con su amiga, Vicky gateó hasta salir del círculo y alcanzar el velador. Cuando prendió la luz, vio que Paula seguía sentada en medio de las cosas que habían preparado para invocar el fantasma de Luciana, mirándola desconcertada.

–¿Qué hacés? –dijo Paula–. No lo cerramos…

Vicky iba a señalarle las chinches y explicarle lo que había pasado, pero justo entonces sonó el teléfono y las chicas saltaron del susto. Una vez repuestas, corrieron a entornar la puerta del cuarto para escuchar la conversación.

En realidad, no pudieron enterarse de nada, porque la madre de Vicky, a quien fuera que estuviera del otro lado, solo le dijo “ajá”, “ajá”, y “sí, yo hablo con ellas”. 

Tenían que juntar todo antes de que las descubrieran. Se apuraron para levantar la cera que se había pegado al piso, limpiaron la tiza y guardaron todo en una caja que volvieron a meter en el rincón del placard de Vicky. Pero la madre de Vicky no fue a buscarlas. Ni siquiera se asomó para decirles buenas noches. Vicky y Paula no pudieron dormir. Tampoco conversaron de lo que acababan de hacer. 

A la mañana siguiente, la madre de Vicky las estaba esperando en la cocina. Había servido tres vasos de leche y estaba preparando unas tostadas.

–Tengo que contarles algo –dijo la mamá de Vicky extendiendo un vaso de leche a cada una–. Anoche llamó tu mamá –y miró a Paula– y me dijo que la habían llamado para avisarle que encontraron a Luciana. No queríamos que se enteren en la escuela, porque seguro que hoy dan la noticia en todos lados, por eso se las estoy contando ahora, por si tienen alguna pregunta.

–¿Dónde estaba? –preguntó Vicky.

–Un hombre se la robó y la tuvo este tiempo con él. Pero ella está bien. Quizá tarde un tiempo en volver a la escuela, pero está bien.

–¿Qué hombre? –preguntó Vicky.

–No sé. Un hombre malo. No importa.

–¿Y cómo la encontraron? –preguntó entonces Paula.

–Un vecino de este hombre reconoció a Luciana por las fotos que habían salido en la tele y llamó a la policía.

–¿Por qué no la encontraron antes? Si la foto la mostraron en la tele hace mil años. –Paula escuchó a su amiga asintiendo con la cabeza, esa era la misma pregunta que hubiera hecho ella.

–No sé, chicas, se acordó recién ahora, o volvió a ver la foto en algún lado… –la madre de Vicky hizo silencio. Estaba buscando las palabras–. Es más complicado. Pero lo importante es que Luciana apareció, que está bien y que está con sus padres. Esa es la buena noticia.

Algo en el gesto de la madre de Vicky, en la forma en que retorcía el repasador entre las manos mientras hablaba, en el hecho de que estaba evitando mirarlas a los ojos, hizo que las chicas dudaran de que la aparición de Luciana fuera una buena noticia, no al menos una de esas buenas noticias que no tienen discusión, ni dobleces, ni varias interpretaciones. Como cuando les decían que Luciana no estaba muerta, aunque en toda la cara se les notaba que creían que sí.

–Y ahora se visten que tu papá las va a venir a buscar para llevarlas a la escuela.

El padre de Paula llegó media hora después y durante todo el viaje no prendió la radio del auto, como solía hacer, y no dijo nada sobre Luciana ni sobre nada. La puerta de la escuela estaba otra vez invadida por cámaras de televisión y periodistas. El padre de Paula dijo que lo esperaran y salió del auto, dio la vuelta y agarró a cada una de la mano para hacerlas atravesar la nube de micrófonos y flashes casi sin tocar el piso. Solo las soltó cuando llegaron a la puerta de su salón y Paula dijo:

–Duele, pa.

Vicky no se había animado a decírselo, pero también a ella la había agarrado demasiado fuerte y ahora sentía un cosquilleo en la mano y el brazo.

El padre de Paula se disculpó, le dio un beso idéntico a cada una y, encorvado dentro de su gabardina beige, se perdió por el pasillo entre la maraña de otros padres y madres rumbo a la salida.

El revuelo entre los chicos de su grado era mucho mayor que en cualquiera de los demás grados; a fin de cuentas, era a su grupo al que todo ese tiempo le había faltado una pieza.

Cuando la señorita María Elena finalmente se paró frente a la clase, era evidente que tenía un discurso preparado, pero le costó un buen rato tranquilizar los ánimos.

Una vez que todos estuvieron sentados en su lugar y en silencio, empezó a hablar. Justo unos segundos antes, Vicky le había pasado un papelito a Paula donde había escrito: “va a decir lo mismo que mi mamá”. Y así fue. Hasta usó las mismas palabras. Y el remate fue igual de contradictorio: ella dijo “son excelentes noticias” y en su cara no había ni el intento de una sonrisa. 

En el primer recreo, Vicky y Paula no salieron al patio, se quedaron en el aula intercambiando zapatillas. Todos los jueves se cambiaban zapatillas y usaban las de la otra hasta el día siguiente. Sus madres nunca se habían dado cuenta.

–Lo que está ahí afuera no es Luciana –dijo Vicky.

–Más o menos –dijo Paula.

–¿La hicimos volver nosotras?

–Creo que sí, sí, no sé –respondió Vicky.

–¿Estará enojada? –preguntó Paula, y el miedo se le desbordó en una pequeña lágrima que enseguida secó con la manga del guardapolvo.

–Con el hombre, seguro; con nosotras, no sé.

–Yo quiero ser su amiga igual –dijo al fin Paula.

–Yo también, va a necesitar amigas –respondió Vicky y las dos respiraron hondo y soltaron un largo suspiro lleno de futuro.