El pacto autobiográfico

En las vacaciones de verano, un día bajamos a desayunar solos con Emilia porque Judith decidió quedarse en la habitación un rato más. Aproveché la ocasión para gastar una ironía: "Prestá atención a todo, sobre todo a lo que yo diga, para que se te grave en la memoria. Algún día, cuando escribas tu autobiografía, lo vas a precisar para el capítulo 'Desayunos con mi padre'." En el breve intervalo que se abre mientras una imagen de instagram da paso a la siguiente, levantó la mirada y sonrió.

Un tiempo después, una tardecita de comienzos de otoño, me pidió que la acompañase a McDonald's. Acepté, pero con la condición, muy resistida, de que fuésemos caminando. A las pocas cuadras, con ánimo de aligerar el malhumor, repetí la ocurrencia: "Atesorá el momento: para el capítulo 'Caminatas con mi padre'." Más por condescendencia que por simpatía, volvió a sonreír.

Anoche, en la cena, Emilia contó que en el colegio había tenido que escribir un breve ensayo sobre alguna persona a la que considerase un modelo de vida y que escribió sobre Judith. Para interrumpir la celebración más bien ñoña de las identificaciones femeniles, simulé indignación: "¿Por qué no escribiste también sobre mí?" Giró despacio la cabeza, como si buscase una cámara, hasta clavarme lo ojos. "¿Y vos de qué podrías ser modelo?" Iba a responder, cuando vino en mi auxilio el dios de las ironías paternas. "Esto va al capítulo 'Noches en las que entristecí a mi padre', el más amargo de tu autobiografía."

Eso que hacen los psicoanalistas

Hace algunas semanas di una charla en San Nicolás, en el marco de un ciclo sobre las pasiones, invitado por una institución psicoanalítica. Como sabían que iba a sostener parte de la exposición en la lectura y el comentario de algunos fragmentos de El tiempo de la convalecencia, mis anfitrionas sugirieron que llevase ejemplares para vender. Entre algunos asistentes, la charla tuvo una recepción entusiasmada y un sorprendente efecto publicitario. Se vendieron unos cuantos libros y cada comprador quiso que le autografiara su ejemplar. Como no es algo a lo que esté acostumbrado, encaré el ritual con menos determinación que inquietud. Con los cinco primeros pude repetir la misma rutina: preguntar el nombre, propiciar algún comentario y solo entonces estampar la dedicatoria, aludiendo al pasar a lo comentado. "Para Gabriela, porque se rió con mis chistes". El recurso se agotó con la chica que había quedado sexta en la fila. Le pedí el nombre, forcé el elogio, pero en el momento de la justificación me quedé en blanco: "Para Diana, por..." Como detrás de ella quedaban algunos más, un poco se impacientó, lo noté en su mirada. Le pedí paciencia, "es que quiero ponerle a cada uno algo diferente, personalizado". "Ah, sos de ideales elevados. Así cómo no te vas a deprimir". Diría que me puso en mi lugar. "Para Diana, por su simpatía". Más o menos lo mismo les puse a todos los demás.

En Rufino

La semana pasada estuve en Rufino, unas pocas horas, para presentar El tiempo de la convalecencia en una biblioteca popular. La fugacidad de la visita no hizo más que acentuar lo curioso o extraordinario de algunas vivencias. Ahora que el olvido comenzó a simplificar los recuerdos y a ordenarlos a su arbitrio, la memoria sugiere abordar la narración distinguiendo dos secuencias. La primera es la de la caminata desde la terminal de ómnibus hasta la biblioteca, en compañía de Delia, mi anfitriona. La segunda, la de la presentación propiamente dicha, frente a una audiencia heteróclita, en la que se mezclaron un grupo de estudiantes con curiosidades literarias y algunos parientes y amigos de mis padres, interesados en escuchar lo que tenía para decir el hijo de Aldo y de Lita. La parte menos especializada de la audiencia fue la que tuvo una participación más activa en el momento de la conversación, también la más generosa cuando se ofrecieron a la venta algunos ejemplares. Me sorprendió la presencia de Susana Altuve. En una entrada autoficcional de El tiempo de la convalecencia le hago jugar el papel de una amiga insidiosa de mamá, en la descendencia de algunas voces femeninas del universo de Manuel Puig. Susana se prodigó en comentarios, compró un ejemplar del libro, me pidió que se lo autografiase y prometió leerlo. Confío en que lo haya dicho sólo por cortesía. O, llegado el caso, en que no se ofenda.

En la caminata con Delia, pasamos frente al lugar en el que estuvo la casa de mi infancia. No había vuelto en cuarenta años. La cuadra cambió demasiado, pero en una esquina se conserva la casa que fue de los Ferrari y, en la otra, la que todavía es de los Fregoso (más tarde, en la cena con mis primos, volvió de la nada el nombre de "Eda Fregoso", envuelto en un aura de temprano erotismo). La calle ya no se llama Córdoba, pero que ahora ostente el apellido de un amigo de mis padres, de la época en que ellos eran jóvenes, atenuó la decepción. Hasta la esquina del Club Social hay apenas tres cuadras, no las siete u ocho que imaginaba. El Marconi es un cine elegante, y el abandono actual no desmiente la prestancia que atesoró la memoria, pero lo recordaba imponente. Se diría que volví a Rufino para corroborar algunos lugares comunes de la rememoración adulta: la diferencia de escala entre la percepción actual de extensiones y volúmenes, y la infantil; el contraste asombroso entre la precisión con la que podemos recordar en la mediana edad vestigios de un pasado remoto, mientras olvidamos lo que ocurrió hace apenas una semana.

La ley de la inercia

Ayer me hice cortar el pelo. Desde hace mucho tiempo me lo hago cortar mensualmente y uso el mismo corte. Desde hace más tiempo todavía, cuarenta y dos años, me lo hago cortar en la misma peluquería. Queda en el Pasaje Juan Álvarez, frente a la Plaza Pringles. Es la misma peluquería de siempre, pero como los peluqueros fueron cambiando, también fue cambiando de nombre. Primero se llamaba "Valentino y Salvador", después sólo "Salvador", después "Salvador y Andrés", ahora sólo "Andrés".

Al principio no daban turnos, atendían por orden de llegada. Si uno no manifestaba su preferencia, se cortaba con el peluquero que acababa de quedar libre. Después de un tiempo de timidez, más que de indecisión, elegí a Valentino. Era italiano y unos diez años mayor que Salvador. También era más simpático, supongo que lo elegí por eso. Valentino fue mi peluquero entre mis dieciséis y mis treinta y ocho años. Todavía recuerdo la calidez de su voz como si acabara de escucharla. Un día se tomó vacaciones, viajó a Europa con la familia. Lo esperé hasta que las ondas se volvieron ingobernables y me tuve que hacer cortar por Salvador. Esta fue la primera vez que la intervención de una fuerza externa precipitó un cambio en mis movimientos habituales. Para romper el hielo que se había formado durante los muchos años en que no lo elegí, le pregunté a Salvador por Valentino, hasta cuándo pensaba prolongar las vacaciones. Me contestó que había muerto la semana anterior, junto con la mujer, en un accidente automovilístico, volviendo de Ezeiza. Fue una sorpresa brutal. Los ojos se me llenaron de lágrimas pero pude contenerme, imaginé que el sufrimiento de Salvador sería profundo (además de amigo, Valentino había sido su mentor) y que ya habría repetido el mismo diálogo muchas veces. Desde entonces, entre mis treinta y ocho y mis cincuenta y siete años, Salvador fue mi peluquero. Con él conversé mucho más que con Valentino, algo sobre mi profesión, más de cuestiones familiares. En los últimos años hablábamos, sobre todo, de sus nietos y de Emilia. Durante un tiempo, Salvador atendió solo. Después apareció su hijo Andrés, primero como secretario, luego como aprendiz. Cuando se incorporó a la peluquería, hacía poco que Andrés había regresado de Italia, donde se interrumpió su carrera futbolística. Aunque simpaticé de inmediato con el gesto de hospitalidad paterna, evité que el hijo me cortase el pelo mientras pude. Un vez llegué a horario, tenía turno, pero sólo estaba Andrés. Salvador había tenido un infarto y lo esperaba una prolongada recuperación. Esa fue la segunda vez que la intervención de una fuerza externa precipitó un cambio en mis movimientos habituales. Por un par de meses me hice cortar en la peluquería de mamá, como si estuviese en el extranjero. Salvador se recuperó bien pero moderaba sus esfuerzos. Un día me sugirió que, en lugar de esperarlo, me dejase cortar por Andrés. Hubiese sido una descortesía no aceptar. La misma escena se repitió en otras ocasiones. Yo consentía, cada vez, resignado. Lo tomaba como algo excepcional. Me dejaba cortar por el aprendiz hasta que el maestro se recuperara definitivamente. Una tarde llegué a la peluquería, tenía turno con el padre, pero sólo estaba el hijo. Aunque siempre temía que Salvador también muriese entre un corte y otro, ese día imaginé que sólo habría tenido una recaída. Había muerto hacia un par de semanas. Fue la tercera vez que la intervención de una fuerza externa precipitó un cambio en mis movimientos habituales. Desde hace algo más de un año, Andrés es mi peluquero. Casi no conversamos.

Memorias de una discoteca

Fue mi afición al rock sinfónico, a los álbumes conceptuales de Rick Wakeman (Las seis esposas de Enrique VIII y Viaje al centro de la tierra), lo que hizo que me interesase por la música clásica en 1975. Este pasaje tal vez no hubiese ocurrido sin la intercesión de Lucio, un compañero de la escuela secundaria. Fue él quien me sugirió que escuchase la obra para órgano de Bach, de la que provenían, según su juicio, algunos recursos de Wakeman. El primer disco de Bach que compré fue uno del organista Anton Heiller interpretando la famosa Tocata y fuga en re menor y otras obras que no recuerdo. Fue también el primer disco de los muchos que compré en un pequeño local dedicado íntegramente a la música clásica que quedaba en la Galería Rosario (a mano izquierda, antes de la mitad, si uno entraba por San Martín). Lo atendían dos mujeres. Nunca supe el nombre de ellas, ni ahora recuerdo el de la disquería, tampoco cuándo cerró. Seguro fue un lugar de referencia y encuentro para los melómanos rosarinos. Aunque frecuenté el local por bastante más de una década, al principio con dos o tres visitas semanales, nunca me vi obligado a entrar en conversación con las mujeres que lo atendían, aunque eran conversadoras, a juzgar por el trato con otros clientes. Mi corazón de adolescente tímido y solitario les está eternamente agradecido. Casi todo lo que compraba provenía de las bateas de ofertas. Nunca supe hasta escucharlo en casa qué tan bueno, de qué calidad, era el disco que había adquirido. La discreción de las mujeres preservaba la posibilidad de que yo sintiese, en el momento de la primera escucha, que había hecho un hallazgo.

Como una prueba más de la fuerza con que la ley de la inercia regía mis conductas, recuerdo que los primeros treinta discos que compré en ese local eran obras de Bach. Un día de infrecuente audacia compré una grabación de tres sonatas para piano de Beethoven y me pareció una música rara.

La economía familiar, durante mi adolescencia, no era próspera. Yo casi no contaba con recursos legítimos para comprar discos. Como me obligaban a ir a un gimnasio para contrarrestar mi obesidad y odiaba hacerlo, no iba nunca pero simulaba una asistencia perfecta y gastaba el dinero de la cuota mensual en discos. Las tretas del gordo, que diría Josefina Ludmer. Las cuatro o cinco veces anuales en que papá nos visitaba, como se alojaba en casa aunque se hubiese separado de mamá para irse con otra mujer, en algún momento yo revisaba su portafolio y le sustraía un billete de mucho valor (hoy sería uno de 500 pesos). Las tretas del hijo desconcertado y resentido, que diría cualquier padre con algo de sensatez. Nunca supe si papá advertía el puntual saqueo, durante el par de años que lo sufrió. Me temo que sí y que, con la coartada de no hacerme sentir culpable, ejercía soberanamente su irresponsabilidad.

Listas

A esta edad uno se lamenta por los diarios o las agendas que no llevó, por la listas que no hizo. Sería tan bueno contar con esos registros de un tiempo en el que aún no importaba el tiempo perdido. Tener a mano, por ejemplo, la lista de las películas que le grabé a papá entre 1992 y 1996.

En una de sus visitas a Rosario, papá me regaló una segunda videograbadora y una caja con cincuenta cassettes vírgenes para que le copiase películas que me habían gustado. De una visita a otra, durante esos años fuimos armando su videoteca de la casa del campo. Una de las primeras que le grabé fue Un corazón de invierno de Claude Sautet. Una de las últimas, Madre e hijo de Sokúrov. Cualquier película francesa era recibida con expectativas, después venían las de Europa del Este, después las inglesas, después las del resto de Europa, y sólo por último las americanas. Papá recelaba del abuso de los efectos especiales y amaba las películas de "contenido humano" (Rohmer, pero también Scola, Tarkovsky, pero también Lelouch). Si dispusiese de la lista, podría saber cuántas películas fueron (¿trecientas?, ¿más?), y recuperar la memoria de parte de lo que vi en aquellos años. En cada visita papá renovaba el stock de cincuenta cassettes vírgenes, pero nunca se llevaba más de treinta grabados. ¿Qué imaginaría que pasaba? Usufructuando de los recursos y los insumos que él renovaba periódicamente, yo aprovechaba a hacer una segunda copia para Judith cuando lo creía oportuno. Eran los años de nuestros amores clandestinos.

Lita

El domingo almorzamos en lo de mamá. Nos acompañó Martha, una de mis hermanas. Comimos tallarines que yo había comprado en un negocio de pastas del barrio. Sobró demasiado y no sabíamos qué hacer, si guardarlo o tirarlo. Desconocemos las costumbres culinarias de las mujeres que cuidan a mamá. Martha recordó que cuando éramos chicos mamá cocinaba soufflé o croquetas con los fideos que habían sobrado al mediodía. Después recordamos varias comidas de nuestra infancia que mamá preparaba con sobras, como la "ropa vieja" de asado y el salpicón de pollo. A Martha, lo mismo que a mí, le gusta más comer sobras que algo recién preparado, cualquier tipo de sobra, hasta una costeleta fría. Desconocía esta coincidencia. A los dos nos provoca felicidad abrir la puerta de una heladera y descubrir que hay sobras, no importa de cuándo, a nuestra disposición. No suele ocurrir ni en su casa ni en la mía. Ocurría diariamente en la casa de mamá, cuando vivíamos con ella y hasta no hace mucho.

 

Anticipo de El tiempo de la improvisación. Fragmentos de un diario en Facebook, que la Editorial Iván Rosado publicará en marzo de 2019.