Nos sacaron del mar a las cuatro de la tarde. Cada brazada que dábamos se la tragaba el agua, las olas bajas de la orilla nos revolcaron al salir. Mi abuela viuda y fóbica, mis abuelos paternos, mi madre, mi hermano y yo seguimos a mi padre por las escaleras del balneario y la calle desierta hasta el hotel Peric. De vez en cuando giraba sobre sus talones, siempre cargando las reposeras y la sombrilla, y nos arreaba con un gesto parco, y con su ejemplo. Las ironías y los chismes de la víspera se nos habían pegado como un zumbido. Así  nos arreglamos y desfilamos de cuarto en cuarto con la intención secreta de lucirnos. Hubo quejas de otros turistas en el pasillo por los portazos. Salimos en dos taxis a velocidad crucero por el Bulevar Marítimo rumbo a la zona del faro. Cerca  del puerto, bajamos las ventanillas. Nos preguntamos si el olor venía del agua, cargada de aceite, o los lobos marinos, pero la duda quedó en el aire. Nos veo llegando en troupe al casamiento de mi tío, Enrique della Spina.  Enrique era un playboy con alma de cornudo y ahora se casaba. Circulaban rumores de que una ex novia del partido de la costa podía malograr la ceremonia. La boda del tío Enrique nos inspiraba un poco de admiración y piedad. De tanto comentar sus anécdotas lo sentíamos en confianza pero mi hermano y yo lo habíamos visto sólo un par de veces. Para acortar esa distancia  mirábamos con frecuencia las pocas fotos suyas que teníamos.  Una vez había salido en una foto grupal de la revista del Automóvil Club, y guardamos el recorte. Enrique della Spina era tío nuestro por partida doble. Era primo de mi padre pero también de mi madre porque mis padres eran primos entre sí.  

Doblamos en una calle de árboles bajos, podados con forma de bochas. A media cuadra brillaban las luces del Sasso Casino Hotel. Bajamos de los taxis abriendo y cerrando la mayor cantidad posible de puertas con esa sintonía típica nuestra para quedar mal. También bajó uno de los taxistas, acaso contagiado, o confundido. Mi padre le pagó y se despidieron con un apretón de manos. Costó sacar a mi abuela viuda del interior del taxi pero logramos convencerla con un par de amenazas. Fuimos de los primeros en llegar.

Con la rama de la familia de Enrique las relaciones eran cordiales.  Pero Enrique también se entendía con los parientes de la otra rama, que estaba peleada con mis padres y mis abuelos. Había bares y restaurantes, clubes nocturnos y galerías vedados porque eran sector del otro. Se había llegado a la trascendencia en el problema. La pica era un modo de vivir y de interpretar la realidad disponible. Nosotros comprábamos alfajores de una marca porque ellos compraban en la competencia. Nos mandábamos la parte con nuestros gustos para descalificar por contraste los de ellos. Se entiende que teníamos carpa o sombrilla en paradores distintos. La enemistad limitaba el mundo a través de esa diplomacia del esquive. Era menos violento no verse que enfrentarse, pero ignorar da trabajo y supone un terreno en común. El encuentro era un episodio ya legendario antes de ocurrir, nuestro temido y soñado O.K. Corral, y como todas las leyendas, tenía efectos en la práctica. Por ejemplo, de ese lado de la familia yo tenía un primo que me llevaba unos años. Se llamaba Alberto y no lo veía hacía tiempo. A nuestra edad esa vaga referencia equivalía a la mayor parte de la vida. Cuando me preguntaban si tenía primos, yo contestaba que no automáticamente. Pero al rato descubría en carne propia la diferencia entre la costumbre y la verdad. Un momento, pensaba, yo tengo un primo, un primo cercano que tiene padres, que son mis tíos; si nos cruzamos por la calle, no me doy cuenta, si los critico en una confitería, pueden estar en la mesa de al lado oyendo todo sin que me entere. En casa, si nombraban a Alberto y los suyos, el tema pasaba rápidamente de la mordacidad a la obsesión. Mis padres y abuelos se cebaban contando historias que a la vez alimentaban en defensa propia, acaso para justificarse. La noche del casamiento de Enrique, las dos ramas iban a encontrarse en el Sasso.  

Habíamos gastado en el regalo para los novios el aguinaldo de papá sólo por superar el regalo imaginario de ellos. Mi madre se había arreglado como una actriz. Después de quince días de régimen y tomar sol, tenía algo de estrella, y una mirada asustada, indirecta. Mis abuelas hablaban exaltadas sobre una fábrica de suéters. Mi hermano y yo corríamos por la barranca del Sasso. Había una chica un poco ida, dentro de una mortaja de bambula. Subía y bajaba los brazos lentamente, replicando el sonido lejano del mar. “¿Cómo querés que esté?”, contestaba en la entrada del hotel la madrina, cuando los invitados le preguntaban, por formulismo, cómo estaba. “Aquí estoy”, decía, sin faltar a la verdad. Un Ambassador negro con chofer daba vueltas a la manzana. El auto frenó, se subió la antena eléctrica, se bajó la ventana de atrás, nos llamaron.  

Mi hermano y yo subimos con el primo Alberto y sus padres para dar una vuelta. Sentado en una mesa del parque, mi abuelo nos saludó levantando su copa. Atrás quedaron las caras de nuestros padres y abuelas, víctimas de un disgusto amenazante. Después sólo vi zaguanes de piedra verde y porosa,  rocas marinas en la costa, sombras de ligustros, torrecitas, chalets medianos encajados en la vereda. Nuestra tía explicó que no querían llegar temprano porque era de mal gusto. Por la forma en que hablaban era evidente que se veían muy seguido con Enrique y sus padres. Hasta conocían a la novia. La miré detenidamente para pescar en su cara nuestros rasgos en común. Se parecía en parte a mi padre, un poco a una de mis abuelas, aunque podía ser idea mía. Ahí estaban los parecidos, las facciones en el sentido comunitario del caso, sólo que alterados por su estilo de vida.  

–¿Querés que nos saludemos de nuevo? –me preguntó, incómoda. Fumaba cigarrillos importados, largos, finos, como si fumara un lápiz.

–¿Qué hacés? –le dijo el primo Alberto a mi hermano. Mi hermano le contó de las vacaciones y el colegio. Alberto había apoyado los brazos sobre las piernas, y cada tanto fingía que pegaba un tiro en el aire.  El pelo le tapaba los ojos. Se lo soplaba con un silbido. Cuando la madre no lo veía, hacía muecas de desprecio o gracia, no supe interpretar. Su madre me preguntó por mi tía. 

–Perdón, tu abuela quise decir– aclaró para rematarme. 

Sin faltar ni al respeto ni a la verdad, le pregunté a cuál de las dos se refería. 

Hablaron del casamiento. Los padres de la novia pagaban el disc jockey. De postre habría una torta flambeada de tres pisos, que describieron con un tono ambiguo. Nos contaron que también habían contratado a Mister Elman, el hipnotizador.

–Cuando las personas caen en trance, les sube arañas pollito a los brazos y las piernas– contó Alberto. 

–Convence a la gente para que haga cualquier cosa–dijo mi tía.  –Lo que él pregunta, lo contestan. Les hace decir la verdad.

A las diez de la noche llegamos por segunda vez a la fiesta, también en troupe pero con los del otro bando. Mamá me agarró del brazo y me preguntó qué me habían dicho. Repetí la conversación con la mayor fidelidad posible. Me pidió precisiones y en los detalles surgieron algunas dudas que nos darían que hablar. Entramos al salón y nos sentamos con mis abuelas. Al rato apareció mi hermano con papá. Tenía la cara colorada por el cachetazo que acababa de ligarse. Yo me mezclé entre los invitados, crucé la pista y me senté  en la mesa donde estaba Alberto solo, mirando compenetrado el baile de los demás. 

–Ahora viene. Mister Elman –dijo, sin dejar de mirar la pista. 

–Ah, qué bueno –le dije.  

Quise correrle el pelo que le tapaba los ojos.  

–¿Qué hacés? –me preguntó, riéndose.

No me lo dijo mal, me preguntó, simplemente. Fue un tiro por elevación. 

 –Nada –le contesté.

Sentí su mano, un poco transpirada, en mi rodilla. Movía apenas los dedos, como una criatura independiente, llena de vida. El peso de su mano en mi pierna me gustaba, el movimiento no tanto, así que apoyé mi mano sobre la suya y así nos quedamos. Afuera mi hermano acariciaba el capot del Ambassador. Una y otra vez acariciaba el auto con devoción concentrada, parecía que le sacaba brillo con su afecto entendido, refinado, animal. Por  culpa del vals, las dos ramas de la familia se habían encontrado, cara a cara, en la pista. Pero la hostilidad había cedido, al menos en apariencia. Mis padres hablaban con su prima y fumaban sus cigarrillos largos como si fuera lo más natural, quizá porque era lo natural. 

Mister Elman hipnotizó a los invitados. Los hizo bailar, cantar, contestar preguntas. A la madre del novio no la despertó. La  dejó hipnotizada, asociando libremente en la tarima, agradeció los aplausos y mutis por el foro. Los amigos del novio lo alcanzaron en la salida. Tenía que regresar al salón y despertarla. 

–No puedo hacerme cargo de todo–, les contestó, del mal modo, el mentalista. Después se subió a un taxi rumbo a una fiesta de quince, cerca del bosque. 

El padre del novio se pasó toda la noche chasqueando los dedos frente a la cara de su mujer, para ver si la despertaba. Parecía un encendedor con la piedra vencida, o un cantante de jazz.