Hace unos años, en este mismo diario, publiqué una nota que se titulaba “Regresan los dioses”. El tema entonces considerado me siguió repicando y, es más, puesto que trataba sobre la relación entre racionalidad y religión, me parece que es todavía más candente. Mi punto de partida entonces para entrar en cuestión fue una de las últimas novelas de Emilio Zola, La obra, que me parecía ejemplar y me lo sigue pareciendo. No se me ocurre nada mejor que volver sobre ella para seguir abundando sobre tal relación, en la certeza de que ese libro no fue muy leído y pocos lo han de conocer. Y, obviamente, que no andamos muy lejos de los efectos de esa relación.

Sobre el final de esa novela, los únicos dos amigos de un pintor fracasado acompañan lo que se llama sus restos mortales en un modestísimo viaje al cementerio, nadie más que ellos y los ruidos que hacen los cascos de los caballos del carruaje fúnebre en los adoquines. Pobre cortejo, los amigos dialogan, razonan, se preguntan por qué fracasó cuando durante toda su vida de artista quiso romper convenciones, pintar desnudos en épocas pacatas, alterar la representación. Ironías de la historia del arte: el mismo tema de su obra atacada, incomprendida, mujeres desnudas desayunando en un jardín, consagró a otro pintor que supo imponerse cuando aquél, precursor, fue objeto de denuestos y de bromas.

Parece, según leí, que Cézanne, todo lo contrario del fracasado, creyó verse en la representación y se alejó para siempre de quien había sido su amigo. Y, seguramente, el pintor triunfante podía ser Renoir, quien al parecer nunca tuvo los problemas por los que pasó ése que ahora era un miserable cadáver que pronto desaparecería.

Podría reconocerse en esta novela un capítulo, extremadamente doloroso, del quehacer artístico y de los caprichos con que el público, la opinión y, por qué no, el mercado gratifican o ignoran, conceden u olvidan pero hay algo más en el relato y en la escena evocada en el primer párrafo: los dos amigos de marras discurren y expresan sentimientos se diría que amargos, no sólo acerca de las desdichas del pintor muerto sino de la cultura toda o, más aún, del mundo en el que están viviendo. Uno de ellos dice –seguramente es un pensamiento del propio Zola– que se había creído que la ciencia, dotada de potentes luces, reduciría las sombras de la religión para siempre pero, comprueban con desaliento, no ha sido así, la religión vuelve por sus fueros, nuevas formas de oscurantismo se ciernen sobre el mundo con tanta fuerza que la ciencia retrocede, su soberbia no le sirve para nada, el mundo, después de aquella ilusión, está peor que nunca. Aluden, desde luego, a los estertores del siglo XIX, fértil en promesas espléndidas –por ejemplo el socialismo– tanto como en empresas siniestras –por ejemplo el colonialismo. 

Pero, ¿de qué hablaban esos decepcionados? En el fondo, creo, del conflicto entre “razón” y “fe”, que había ocupado a numerosos filósofos ya desde antes de Spinoza y que volvía a plantearse en ese momento como una derrota de la razón y un triunfo, correlativo, de la fe, no obstante que la Iglesia había perdido gran parte de su poder. Derrota relativa porque, en todo caso, la razón era y siempre fue capaz de comprender lo que podía ser la fe mientras que la fe excluye el pensar, sólo afirma e impone y, brutalmente, se impone, lo vemos constantemente en gran parte del planeta. 

¿Será así de triste la situación actual? Quiero suponer que la ciencia, que a fines del Siglo XIX, como nos lo informa Zola, y en la aurora del XX, tuvo que contemplar el renacimiento de un catolicismo que desde mediados del XIX había perdido muchos de sus fueros, fue no obstante indiferente a la derrota que estaría sufriendo, no parece haberse deprimido, y prosiguió sus búsquedas e iluminó en las primeras décadas del XX terribles oscuridades, en la física, en la biología, en la medicina, en la psicología, aunque en ocasiones se puso al servicio de la brutalidad social, nazismo, dictaduras, armas letales y muchas otras bellezas. 

A su vez, la fe, es decir la religión, que hasta hace poco estaba monopolizada por el catolicismo, fue generando nuevas formas, tanto en el universo cristiano, como en otros, más violentas y eficaces; no es un misterio que el mundo contempla absorto y atemorizado lo que son capaces de lograr los múltiples  fundamentalismos, en las conciencias individuales y en las grandes masas. Por comparación, el otrora omnímodo catolicismo parece casi benévolo, razonable y considerado, hasta permite que desde su interior emerjan voces hasta progresistas, casi armoniosas y de reconciliación con lo que antaño consideraba diabólico, desde Juan XXIII hasta, con lapsus, Francisco, olvidados los enfrentamientos con las diversas layas del reformismo y hasta de la abominable Inquisición. En la recuperación a la que estoy aludiendo, es como si fueran el relevo de ese disminuido poder los diversos fundamentalismos que no vacilan en asumir ese papel, juran por Jesús y su potencia salvífica, o por Alá y su cielo redentor, o por Adonai, tergiversan lo que pudieron ser lecciones de humanidad y crean territorios de poder cuya única y esencial promesa es un regreso a una edad media sin término. No son todos lo mismo, por cierto, pero encarnan algo parecido, o sea el regreso de una fe que no admite ninguna vacilación y cuya traducción a lo político concreto puede verse en el lejano y en el cercano Oriente y hasta en América Latina y en comportamientos y decisiones populares que se disfrazan de democráticas.  

La ciencia puede considerar que, al menos en el campo político, ha perdido una batalla aunque no en el conceptual ni en el del conocimiento: ser científico es una decisión más firme que ser político y aun que ser empresario o igual o más que ser religioso,  de modo que por más que se cercene su desarrollo y se intente anular el papel que le cabe en la sociedad los científicos de verdad proseguirán, así ha sido siempre y así seguirá siendo; el verdadero científico no es afectado por las creencias, conciliadoras o agresivas, y si en algún momento no obtiene los recursos necesarios para producir lo que de una u otra forma, por un camino lento o rápido, transforme a una sociedad y la haga más humana, basado en la razón y en la búsqueda de la verdad, encontrará la forma, no renunciará porque en ese camino y en ese destino se juega una de las creaciones más altas de que ha sido capaz la raza humana.

Estamos en ese dilema, con diversas fisonomías, en muchos y muy diferentes lugares del mundo. No es lo mismo, desde luego, el feroz simbolismo del llamado estado islámico, cuyos desmanes mantuvieron en vilo ancestrales culturas, con sus siniestros ejecutores individuales auto denominados “mártires”, que los fusileros yanquis que matan escolares, convencidos de que son repugnantes darwinistas; tampoco lo es el paradójico Israel, que protege a la ciencia mientras ocupa territorios que son ajenos e intenta constituir un estado teológico; tampoco es lo mismo el auge de un evangelismo narcotizante como el que ha puesto al Brasil patas para arriba ni el lento sofocamiento de la ciencia en la Argentina. 

Pero hay algo en común a todo ello: es como si hubiera secretas vías de comunicación o de entendimiento entre lo más espectacular, el brutal terrorismo, y lo más solapado, las hipócritas políticas tendientes a consolidar un desenfreno capitalista que está matando a poblaciones enteras. No es una novedad absoluta: las mafias reunían negocios con crimen; hoy la fe comete crímenes y respalda negocios y la razón huye despavorida, así como los pueblos están desprotegidos y de pronto eligen mal: se internan en el camino de la fe y apenas si presienten que los lleva a la destrucción.