Nunca me sentía tranquila en la chacra de mi abuelo. Los bichos, la tierra, los perros que te seguían. Mi abuelo que nos obligaba a ver cómo vacunaban a las vacas. Las vacas que te miraban con esos ojos. Ni siquiera los juegos con mis primos me hacían olvidar dónde estaba y no veía la hora de volver a la ciudad. La geografía del cuento es inventada, pero el cuerpo tiene memoria, así que me apoyé en aquella incomodidad para escribir.  

La anécdota del hermano me la contó una vecina que era más grande que yo, huérfana de madre, su padre policía. No tenía permiso para ir a su casa, sólo podía jugar con ella en la vereda. Vaya a saber de qué creía protegerme mi madre con esa prohibición. Pero una siesta, aprovechando que los adultos dormían, entré. Su habitación era enorme y no tenía ventanas. La cama donde nos sentamos en posición de indios, parecía como abandonada en ese espacio. Ahí fue que me contó algo que le había pasado con un primo mayor y cómo su padre le había apuntado con el arma. Nunca dije nada en casa y durante bastante tiempo soñé con esa situación. En psicología existe lo que se llama trauma vinculante, que es cuando a una persona le afecta algo que le sucede a otra con la cual se siente unida. Si bien no recuerdo con exactitud aquellos sueños, sin duda deben estar también en el cuento.

Por suerte la literatura exorciza y reconvierte. La primera versión de este cuento terminó formando parte de mi libro Cosa de Nadie que ganó el premio Nacional de la Fundación Manuel Savio y fue editado por Del Dock en 2014.