“Lo que planteo es que si yo tuviera que poner el 30%, tal vez no lo podría llenar con artistas talentosas y tendría que llenarlo por cumplir ese cupo. Esas artistas no estarían a la altura del festival y tendría que dejar afuera otro tipo de talentos”, lanzó hace pocos días José Palazzo, productor del Cosquín Rock. Le habían consultado su opinión sobre el proyecto de ley de cupo femenino en los festivales de música, que plantea reservar un 30 por ciento de la grilla de los ciclos para cantantes y bandas de mujeres. Y para argumentar en contra habló de “talento”, una palabra de la familia de la meritocracia. “¿Pero cuántas personas trans, travas, disidentes tienen cosas para decir y no tienen los contactos, la tecnología, los amigues para que se amplifiquen sus voces?”, se pregunta Sasha Sathya, rapera y beatmaker trans, que absorbe en sus composiciones el rock alternativo, el punk y la cumbia. Pero su razonamiento no termina ahí: “Cosquín tiene relaciones con Vorterix, un grupo cuya base son los chongos blancos. Al escenario de Cosquín va un facho como Ricardo Iorio, ¿queremos compartir los lugares con él?” Y al revés: “¿qué pasaría si un día ellos se dan cuenta de que los festivales que apuntan a ‘incluir’ mujeres y disidencias tiene un atractivo social? Ya lo hace el Gobierno de la Ciudad. ¿Queremos ser tragadas y metabolizadas por el poder? A estos tipos hay que mandarle un besito, ‘chau, chau’, y salir del laberinto por arriba: pensar cómo movemos nuestras redes y sponsors para hacer las cosas amplificando las voces de las mostras y alejándonos lo más posible de las narrativas de los chongos”.

“¿Quién es ese productor?”, se ríe Iv Colonna Olsen, de Bife, dúo de tangos degenerados, cumbias y canciones. Y, antes que declaraciones, prefiere dedicarle unos versos: “porque a ver, si sos mujer / eso es ser inteligente: / no andar jodiendo a la gente  (…) y aura hay tanto afeminado / chamuyando boludeces / que ya al final uno a veces / porque lo tienen cansado / llega a pensar sin querer / que esto va a terminar mal / se los va a tratar igual / que se trata a una mujer”.

Al igual que otros grandes festivales, dice Chocolate Remix -creadora del lesbian reggaetón-, “Cosquín se posiciona y vende como la vidriera de la música actual, y no es más que un club de varones, tipos que hace años se miran y admiran entre ellos. No hay que ser brillante para ver que es estadísticamente imposible que una mitad de la población tenga talento y la otra no”.

"La autogestión es el camino que elegimos para construir desde la independencia y desde la disidencia musical. Es lo que las mujeres y las disidencias venimos construyendo desde Cromañón hasta ahora", dice Valeria Cini, guitarrista y cantante ícono de los lesboescenarios porteños, y también del resto, e impulsora de ciclos como Negras blancas y redondas. "Pero en un punto si querés vivir de la música, no alcanza con la autogestión. El acceso a los festivales grandes es importantísimo, te pagan mejor, pero esa masividad sigue vedada a menos que cumplas con algunas características de la heteronorma. Sigamos preguntando qué quieren decir cuando hablan de ‘talento’: sinceramente pienso que La Beriso, que suele ser convocada a grandes festivales, provoca cáncer de oído. Es una banda cuyo líder solo tiene talento para hacer declaraciones antisemitas y homófobas, pero tocar bien te la debe”.

 

NI MUSAS, NI GROUPIES

Cuando Sasha Sathya hace su llamamiento a lesbianizar los circuitos musicales -es decir, entretejer lazos de afecto y solidaridad ante una escena producida, programada y administrada casi exclusivamente por varones-, invita a profundizar un proceso que tiene una larga historia en Argentina. Y de ese recorrido da cuenta Una banda de chicas, la película de Marilina Giménez que por estos días fue aclamada en el Festival Internacional de Cine de Róterdam y que este año se estrena comercialmente en Argentina. Un documental rodado a lo largo de diez años en giras, previas, recitales, manifestaciones y trasnoches, que funciona como grito de denuncia del techo de cristal del rock, pero no se queda ahí. También muestra el trabajo de solistas, bandas de mujeres, lesbianas y trans que eligieron gestionar espacios propios antes que pelear por las sobras de los ya existentes.

“Casi todas las mujeres heterosexuales entrevistadas para la película de un modo u otro se daban cuenta de que los técnicos, armadores de fechas o el público las leían como lesbianas. Da la impresión de que tener una banda o tener en claro lo que querés te lesbianiza, hace que te corras de que el mercado espera de nosotras. Todavía es usual que la elección de la grilla de un festival sea hecha en base a quiénes van a gustar a los hombres”, cuenta la realizadora Marilina Giménez.

¿Qué es eso que molesta tanto o que no encaja?

El miedo a que deseemos. “Todas ellas, con sus distintas corporalidades, están haciendo lo que se les canta, ¡qué miedo!”, pensarán. De pronto, no son chicas para consumo. En nuestro caso como lesbianas con Yilet, el trío que compartíamos con Marina La Grasta y Ana Castoldi, tratábamos de disfrutar de las fechas. Hacer amistades con Casa Brandon y lugares donde sabés que el público tiene menos prejuicios. No encajar exactamente con esos cuerpos deseados limita los lugares a los que podés aspirar. Incluso si sos di-vi-na: tener una pisada fuerte y calzarte la guitarra eléctrica hace que te lean con algo que no va.

En el documental aparece permanentemente la idea de que hay un techo. ¿No suena un poco antiguo hoy?

Para que te des una idea hace nueve años no había siquiera demasiada idea de cuáles eran esas otras bandas de chicas que también existían. Reuní a Kumbia Queers, Miss Bolivia, Las Kellies, Las Taradas, Lucy Patané, She devils, Sasha Sathya, Chocolate Remix, Ibiza Pareo. Éramos muchísimas pero la única que la pegaba era Miss Bolivia. A las experiencias que yo había pasado las empecé a ver reflejadas en los testimonios de las otras. Dije: no voy a contar este mundo yo, lo van a ir contando ellas. En las fechas nos agrupaban por ser mujeres. No es que nos agrupábamos entre nosotras, porque no nos conocíamos, siempre nos juntaban otros. Ni les importaba qué estilo tuviéramos.

El festival de mujeres como bolsa de gatos…

Se ve que ser mujer les parecería un género musical en sí mismo. A mí me vino bien para conocer chicas pero muchas se enojaban con “el amontonamiento” como si fuéramos todas lo mismo. Otra cosa que se repetía en los testimonios y en mi historia eran las vivencias de la adolescencia. Para mi cumpleaños de quince pedí una guitarra eléctrica. No quería la clásica fiesta. A otra entrevistada le regalaron la batería en ese mismo momento y así. Me compraron una Fender, aunque yo no sabía ni una nota. Había un hilo común en esto de vernos como extrañas, hacer taekwondo, haber escuchado siempre algún “machona” en la pubertad.

Después de tantos años de investigar el tema, ¿qué le contestarías a quienes se oponen al cupo en la música?

Para hacer el documental conté 250 cincuenta bandas. Un productor musical, si quiere, puede encontrar más pero hay que tener ganas de trabajar en vez de decir pavadas. Ni saben que estamos, ¡qué novedad!, pero lo dice como si él no tuviera nada que ver con esa situación. También entiendo el susto. Querer dejar de ser objeto de deseo para ser sujetas es algo que se lee desde abajo y desde arriba y es el origen del pánico que genera el cupo. Es ridículo que alguien en este momento pueda estar dudando de si hace falta o no un cupo. El cupo no tiene que ser el 30, lo lógico es que sea del 50.

¿Qué tips les darías a otras bandas de mujeres para lidiar con una escena musical que aún sigue digitada por productores varones?

No podría hacerlo porque para llegar a tratar con productores tenés que estar en una instancia de “banda instalada” que nosotras entonces con Yilet no estuvimos. Fuera de Lucy Patané no conozco a otra productora artística en Argentina. Si se bloquea para nosotras el acceso a los grandes festivales, ¿cómo vamos a llegar a tomar decisiones sobre cómo van a sonar las bandas y hacia dónde se mueve el mercado musical? El lado negativo de la autogestión es que no llegás a los lugares grandes, donde sonás re bien, accedés a más público. Aunque no siempre haya autogestión los lazos de solidaridad entre nosotras hacen grandes diferencias.

¿Por ejemplo?

Hace unos años vino Javiera Mena de visita y quería tocar con Ibiza Pareo, en Niceto. Supongo que fue el sello el que armó la fecha y se incluyó a la banda de un conocido productor argentino. El orden iba a ser: primero él, después Ibiza y cerraba Javiera. El señorito planeó una performance que implicaba llenar el escenario de pantallas. Hizo toda una voltereta para no ser el que abría la fecha. Consideraba que algo así lo denigraba. Pataleó y llenó el escenario con cosas para que las Ibiza tocaran a la altura del piso. Javiera y intervino y se mantuvo el orden original. Igualmente, él inició el show diciendo algo así: “Gracias, Javiera, así como vos abriste un show mío alguna vez, yo ahora lo hago por vos”.

Necesitó dar una explicación de por qué él no era el protagonista de algo.

Después me enteré de que fue escrachado varias veces en Ya no nos callamos más, el blog de denuncias de los abusos en el rock, y me cerró el perfil del tipo. Este tipo de sujetos dominan la escena y son los que, independientemente de la trayectoria de la banda, ponen siempre a “la banda de chicas” a abrir la fecha, a la hora que el campo todavía está vacío. Eso les pasó a las Ibiza hace muy poco en el Personal Fest. Sería interesante que el proyecto de ley de cupo en la música contemplara no sólo la cantidad sino este tipo de cuestiones de jerarquía.

Se suele contraponer la idea de cupo con la de talento, ¿qué le contestarías a eso?

¿Alguna vez alguien midió el talento del Indio Solari para cantar? Talento es una palabra de reality. ¿Y quién le cuestiona la técnica al cantante de ACDC o a Luca Prodan? Ahora, revolver lo que me gritó a mí el público, lo que le dijo éste u otro productor a mi amiga no está mal pero quedarnos con esas cosas no alcanza. Son micromachismos. Pero hay que pensarlo a un nivel macro.

¿Y eso cómo sería?

Las primeras bandas de rock son los Beatles y los Stones y siguen siendo idolatradas por mucha gente. Me la paso diciendo que odio a esas bandas, y a Metallica, Pink Floyd y Queen. En verdad no es que las odie, lo digo como provocación, para sacudir el estándar de lo que sí o sí te tiene que gustar, esos modelos que permanecen. Pensemos que en Suecia la primera banda importante fue ABBA, compuesta por dos varones y dos mujeres: cuando tenés como sociedad un proyecto político a defender eso atraviesa todo. Uno de mis primeros recitales, a los diez años, fue Erasure, en 1990. Vinieron en el momento más alto de su carrera, fueron a lo de Tinelli, llenaron el estadio con 40 mil personas y la gente, fans que habían pagado la entrada al recital, entre tema y tema al cantante le gritaba: “puto, puto”.

Igual estamos hablando de bandas que tienen 30, 40, 50 años…

Pero sirve para entender esta idea de sistema que te digo. Tengo esto grabado: 1992, recordado recital de Nirvana en Velez. Las Calamity Jane tocaban antes. Les tiraron tantos botellazos y escupidas que tuvieron que frenar el show. Kurt Cobain no lo podía creer y su respuesta fue no tocar “Smell like a teen spirit”, el himno de Nirvana. Después de ese show, ellas volvieron a Estados Unidos y se separaron. Unos veinte años después, voy a ver a Depeche Mode, toca también Juana Molina… y ¡es Juana Molina! Se trataba de un público que supuestamente no es machista pero la abuchearon. Hay cosas que no cambian. ¿Qué hacemos?, ¿habría que romper todo?, ¿repensar todo? En principio te diría que la cosa no pasa por estar mendigando un “lugarcito”.

 

Florencia Vogliato
Marilina Giménez (directora de Una banda de chicas)