Cuando semanas atrás se celebró en Estados Unidos el popularísimo SuperBowl, léase la gran final del fútbol americano, daba un pelín de gracia ver cómo firmas a lo largo y ancho se apiñaban para celebrar novísima novedad: por primera vez en sus más de 5 décadas de historia, incluía el requete visto evento de la NFL a porristas varones compartiendo coreografía con sus colegas femeninas, a pie de igualdad. A ellos les obviaron los pompones y las reveladoras puperas, vale raudamente mencionar, pero los danzarines y elásticos Quinton Peron y Napoleón Jinnies dieron ídem brincos y patadas que sus compañeras, y acabaron siendo vitoreados por representar otra forma de masculinidad, una que dista años luz de la representada por los hipermusculosos e hiperviolentos jugadores de la liga. Lo que resulta un cachito irónico es que se celebre hoy la inclusión de tipos en una manifestación atlética que ellos mismos crearon. Sí, hoy se considera una manifestación casi exclusivamente femenina, pero no sólo los muchachos participaban del cheerleading allá en sus orígenes, fines del siglo 19, comienzos del 20 en Estados Unidos: durante décadas fueron los únicos que pudieron participar. Aún más: signada la disciplina por la gimnasia, las acrobacias y la habilidad para liderar a la multitud de espectadores, era tan altamente considerada que, en sus años mozos, ni Ronald Reagan, ni Jimmy Stewart, ni Franklin Roosevelt, ni Dwight Eisenhower, ni Bush padre (tampoco Bush hijo, ojito) se privaron de participar. Solo cuando las mujeres coparon la escena -por circunstancias que en breve se detallarán- devino una manifestación secundaria, a las orillas de los deportes “serios”, vapuleada como meramente ornamental, de chicas florero sacudiendo los pompones.

Haciendo un necesario rewind, así se expresaban periódicos de la década del 1910 sobre los porristas varones, “equivalentes en prestigio a un buque insignia de la masculinidad estadounidense: el fútbol americano”, a decir de historiadores en tema: “La reputación de haber sido un valiente cheer-leader es una de los aspectos más valiosos y provechosos que un muchacho puede sacar de su paso por la universidad. Como título de promoción para su vida profesional o pública, le pisa los talones a haber sido mariscal de campo”. Entonces, ¿en qué momento empiezan las chicas a echar porras? Pues, como era de suponerse, cuando acaece la Primera Guerra Mundial.  

Con los mocitos embarcados en el conflicto bélico, se necesitaba reemplazo para elevar los espíritus, y así fue cómo algunas mujeres comenzaron a incorporarse a los escuadrones de porristas. Claro que, ni bien regresaron los soldaditos de plomo, quisieron borrarlas de un plumazo: en la mayor parte de los casos, funcionó, con –por ejemplo– variopintas universidades prohibiendo su participación en la susodicha disciplina, expresión de gimnasia y liderazgo por igual. En otros, los menos, pudieron damiselas mantener un lugarcito en ese nicho, aunque voces detractoras  aclamasen que el cheerleading era un deporte demasiado “masculino”. “Las animadoras desarrollan voces demasiado fuertes, graves, ruidosas; adoptan jerga de los hombres del escuadrón y usan malas palabras por asociación. A menudo vemos cómo ellas se vuelven demasiado varoniles”, expresaban fraternidades norteamericanas en la década del 30.  

Entonces, la Segunda Guerra Mundial. Otra vez, sopa: los hombres parten a pelear, las mujeres cubren sus espacios. Y porque son ellas, no ellos, los que echan porras, la percepción general sobre el deporte comienza a virar: pasa a ser “dulce” o “encantador”, sinónimo de buenas maneras y buena disposición, en vez de “valiente” o representativo de fortaleza y liderazgo. Los muchachos vuelven, pero la disciplina ahora les resulta trivial, ya no quieren saltar o entonar cánticos para otros muchachos. Las chicas, mientras tanto, persisten, y con el correr de las décadas, suman pompones, rigidizan la sonrisa plástica, a la par que les van achicando las faldas hasta el bombachón. “La noción de mujer porrista hiperfemenina sienta bien con la atmósfera de los años 50s en adelante: esencialmente porque no dejaba de ser un rol secundario, subsidiario”, explica el historiador John Ibson.  

Aunque vastamente asociado a chicas populares y reinas de belleza que se calzan las ínfimas mallitas para desplegar belleza, no solo de pompones, faldas cortas y puperas vive hoy el controvertido porrismo: mortales libres, lanzamientos con más de dos giros, pirámides con más de dos pisos y medio, ¡y todo en sincronía!, son algunas técnicas que proponen sus elásticas ejecutoras. Y eso que, aun cuando profesionales, ganan dos mangos con cincuenta, son obligadas a respetar códigos de vestimenta asfixiantes, a acatar reglas lisa y llanamente sexistas (fraternizar con jugadores de fútbol americano, por ejemplo, les puede costar el puesto, porque a decir de la liga -que no aplican ídem reglas a los futbolistas- confunde a los pobres varones y ellos, ¡enredados!, acaban acosándolas). Las miden, las pesan, les piden que la manicura esté impoluta en cada oportunidad, que nunca tengan expresiones faciales negativas, y que ¡ni se les ocurra opinar o engordar!

Por lo demás, englobadas en millones de asociaciones por el globo, con representantes en decenas y decenas de países donde animan los más diversos eventos deportivos, también hay equipos dedicados a competir a nivel local e internacional. Y eso que, presas de estereotipos, les ha costado literales sangre, sudor y lágrimas que las vean como genuinas deportistas. Tanto así que, tras muchos intentos, siguen a la espera sus practicantes de que el Comité Olímpico Internacional les dé el visto bueno para que puedan competir a los ojos del mundo y desplegar sus rutinas con brincos, rodados y puentes en el máximo torneo atlético. En paralelo, a pesar de requerir la disciplina excelente condición física, disciplina, potencia, fuerza, elasticidad, siguen lidiando con el estigma de chicas florero, chicas objeto, chicas sexy, útiles solo para el entretenimiento fútil, desterradas a los márgenes de otros deportes “serios”, en los que juegan, claro está, serios varoncitos.